De acuerdo a lo que dijo en cierta ocasión un autor sagrado, los verdaderos devotos de María se sienten irresistiblemente atraídos entre sí. Es el caso del Dr. Plinio en relación con San Luis María Grignion de Montfort, cuyos escritos fueron, para él, una continua fuente de inspiración. En estas páginas él comenta una vez más las riquezas que allí se encuentran.
Una de las obras más ricas y apasionantes sobre Nuestra Señora es, sin duda, el Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, de San Luis María Grignion de Montfort. En él siempre encontramos enseñanzas que nos invitan a crecer en el amor y en la devoción a Ella, además de prestarse para hacer desdoblamientos valiosos acerca de las perfecciones insondables y maravillosas de la Madre de Dios.
Tomemos, por ejemplo, un pequeño trecho de este magnífico Tratado, para comentarlo paso a paso. Discurriendo sobre cómo debemos hacer todas las acciones con María, en María y por María, explica el santo autor:
“Para comprender cabalmente esta práctica, es necesario saber que la Santísima Virgen es el verdadero paraíso terrestre del nuevo Adán, del cual el antiguo paraíso terrestre es apenas una figura. Hay, por lo tanto, en este paraíso, riquezas, rarezas y dulzuras inexplicables que el nuevo Adán, Jesucristo, ahí dejó.”
Excelencia interior de Nuestra Señora
Como se sabe, Adán fue creado en el Paraíso Terrestre. Ese fue el lugar de maravillas, de esplendores y de felicidad, del cual él y Eva fueron expulsados, después de caer en la tentación del demonio y de prevaricar contra los preceptos divinos. Ese fue el paraíso del primer hombre.
Ahora bien, Nuestro Señor Jesucristo es considerado, a justo título, el segundo Adán. Es decir, aquél que vino a rescatar a la humanidad, a sacarla de las sombras de la muerte y a restablecerla en el estado de gracia, a través de la inmolación que Él hizo de sí mismo en lo alto de la cruz. Y así como el primer Adán fue creado en un paraíso, el nuevo Adán debería ser igualmente creado en un lugar de delicias inmaculadas. Ese segundo paraíso es Nuestra Señora. O sea, todo lo que el Edén terrestre tenía de bello y de espléndido en su realidad material, María lo poseía todavía más bello y más espléndido en su realidad espiritual.
Y Nuestro Señor Jesucristo, viviendo en Nuestra Señora, tuvo una felicidad y una alegría mayor que la de Adán en el paraíso, pues así como el Hijo de Dios era infinitamente superior a Adán, su paraíso era insondablemente más precioso y excelente que el del primer hombre. Por eso San Luis Grignion habla de “riquezas, bellezas, rarezas y dulzuras” que existían en él.
Se trata de aspectos distintos. Riqueza es la abundancia de las cosas útiles, y no comporta siempre belleza. Por otro lado, algo puede ser muy bello sin ser necesariamente rico, y puede ser
raro, sin representar una riqueza o una belleza especial. En ese nuevo Paraíso había, por lo tanto, extraordinarias rarezas, bellezas y riquezas espirituales, además de incomparables dulzuras.
La dulzura es una cualidad que vuelve una cosa amena, agradable de trato, de contacto suave. Por ejemplo, el bienestar que una persona siente cuando se encuentra a la sombra de determinados árboles frondosos, la hace experimentar una satisfacción y una armonía diferentes de la realidad de la riqueza y de la belleza. Es el mismo bienestar que se siente, a propósito, a la vera de un lago bonito, de un riachuelo o, conforme sea el momento, a la vera del mar. En fin, hay una dulzura que no se agota en términos de belleza, ni de riqueza, ni de rareza.
Nuestra Señora y la Iglesia, perfecciones recíprocas
Y San Luis hace entonces un inventario de esos cuatro valores, para decirnos que todo eso existe en Nuestra Señora, y nos lleva a comprender lo que hay en Ella de riqueza, de belleza, de rareza y de dulzura. De ese modo, aunque la Santísima Virgen sea inagotable, vamos adquiriendo un conocimiento clasificado de las perfecciones y magnificencias contenidas en su alma.
“El Jardín del Paraíso”, con Nuestra Señora y el Niño
Jesús en el centro: el segundo Adán fue creado en un lugar de delicias inmaculadas, aún más bello y espléndido que el paraíso del primer hombre.
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A modo de comparación, deberíamos proceder de la misma manera en relación con la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana. Porque casi todo lo que se dice de Nuestra Señora, se dice de la Iglesia; y recíprocamente, casi todo lo que se dice de la Iglesia, se dice de Nuestra Señora. María es la Madre de Cristo, la Iglesia es la Esposa Mística de Él, y entre la Madre y la Esposa existen esas correlaciones que fácilmente podemos comprender.
Dado que podemos conocer la Iglesia Católica en lo que ella tiene de esencial, en su esplendor copioso que atravesó los siglos, también nos es dado distinguir sus riquezas, sus bellezas, sus rarezas y dulzuras…
Dotada de gracias indecibles
Concluyendo su pensamiento, San Luis afirma que tales maravillas fueron dejadas en ese segundo paraíso por el propio nuevo Adán. Es la idea de que Nuestro Señor Jesucristo, durante el tiempo sacratísimo en que se formó en el vientre materno, lo cumuló de excelencias de toda especie. Además, por la convivencia entre Hijo y Madre desde el nacimiento de Él hasta la Ascención, la enriqueció todavía más. Adán, en el primer paraíso, parece haber sido apenas un consumidor; no consta que fuese un embellecedor, aunque, si hubiese permanecido fiel, probablemente le cupiese la tarea de construir allí una civilización que perfeccionase todo lo que había recibido de Dios. Al contrario de Él, Nuestro Señor perfeccionó y elevó el paraíso donde estuvo, es decir, perfeccionó y dotó a Nuestra Señora de gracias indecibles, haciéndolo, según la expresión de San Luis Grignion, “con la magnificencia de un Dios”.
Analicemos. La magnificencia de un Dios es la magnificencia total. El autor recuerda, de paso, que nadie puede realizar cosas tan magníficas cuanto Dios. Y si es verdad que el paraíso del nuevo Adán fue más espléndido que el primero, debemos deducir que Nuestra Señora es incomparablemente más bella que todo el universo. Es decir, las estrellas, el sol, la luna, el agua, los lirios del campo, nada tiene ningún paralelo con la belleza espiritual y física de la Santísima Virgen.
Tierra inmaculada para el cuerpo del nuevo Adán
“Ese lugar santísimo está formado de una tierra virgen e inmaculada de la cual se formó y se nutrió el nuevo Adán, sin la menor mancha o sombra, por operación del Espíritu Santo que ahí habita. Es en ese paraíso terrestre que está, en verdad, el árbol de la Vida que produjo a Jesucristo. Hay, en ese lugar divino, árboles plantados por la mano de Dios y rociados con su unción divina, árboles que produjeron y producen todos los días frutos maravillosos, de un sabor divino; hay canteros esmaltados, con bellas y variadas flores de virtudes, cuyo perfume delicia a los propios ángeles.”
Son otras lindas comparaciones.
Así como Adán fue formado a partir del barro y Dios le insufló enseguida un alma, así también el nuevo Adán fue constituido de la carne virginal de Nuestra Señora, por obra del Espíritu Santo. Había, además, un árbol de la vida en el paraíso antiguo, en el nuevo paraíso existía otro que produjo sin embargo el más precioso de los frutos, Jesucristo. Es una referencia a la fecundidad inmaculada de Nuestra Señora.
Los bellos canteros, flores y frutos variados simbolizan los dones y virtudes de María Santísima, que dejan a los propios ángeles – tan santos y puros – extasiados.
Fortaleza invencible y caridad abrasadora
“Hay torres inexpugnables y fuertes, habitaciones llenas de encanto y de seguridad.”
Como en todo texto de San Luis, aquí tenemos una imagen más, muy bonita. Ella nos hace pensar en un castillo con torres inexpugnables, llenas de encanto y de seguridad, con maravillas por dentro y robustísimas por fuera. Esa es la virtud de la fortaleza, que en Nuestra Señora protege todas las demás virtudes.
“Nadie, excepto el Espíritu Santo, puede dar a conocer la verdad oculta bajo esas figuras de cosas materiales. Reina en ese lugar un aire puro, sin infección, un aire de pureza; un bello día sin noche de la humanidad santa; un bello sol sin sombras de la Divinidad; un horno ardiente y continuo de caridad, en el cual todo el hierro que ahí se lanza queda abrasado y se transforma en oro.”
En el paraíso del nuevo Adán hay torres inexpugnables
y fuertes, habitaciones llenas de encanto y de seguridad…
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San Luis Grignion, refiriéndose a los elementos materiales que relacionó en ese paraíso, afirma que sólo con el auxilio de la gracia alguien puede hacerse una idea de los que ellos significan en cuanto aspectos físicos, espirituales y sobrenaturales de Nuestra Señora.
Es decir, Ella es bella como el día por su naturaleza, pero Cristo, que habitó en Ella, no es apenas el día, sino el sol, la fuente de todo esplendor diurno. Por lo tanto, Jesús es el astro soberano de la divinidad presente en María.
Después, la igualmente magnífica simbología del horno ardiente y abrasador de caridad, de amor a Dios, que es la Santísima Virgen. Una persona puede ser dura y fría como el hierro, sin embargo, cuando es lanzada en ese horno, es decir, siendo muy devota de Nuestra Señora y confiando en Ella, no sólo se transforma en hierro incandescente, sino en oro. El contacto con María muda el alma por completo, la ennoblece y santifica.
Abundancia de humildad y de virtudes cardinales
“Hay un río de humildad que surge de la tierra y que, al dividirse en cuatro brazos, riega todo ese lugar encantador: son las cuatro virtudes cardinales.”
Por fin, otro concepto muy bonito. Las cuatro virtudes cardinales son aquellas que regulan todas las acciones del hombre: la justicia, la templanza, la fortaleza y la prudencia. Todas las otras virtudes derivan de esas. San Luis Grignion dice que en Nuestra Señora hay como un río de humildad, que se abre en cuatro brazos y da origen a las virtudes principales mencionadas.
Pero esa imagen también significa que una persona verdaderamente humilde posee de modo torrencial las virtudes cardinales. ¿Y qué es ser verdaderamente humilde?
Ante todo y por encima de todo es ser humilde para con Dios, reconociendo todo lo que debemos a Él y retribuyendo. Ser, por lo tanto, en relación con Dios, amorosos, fieles, filiales, paladinos de su causa hasta el último punto, viviendo en un holocausto continuo a servicio de Él. La auténtica humildad coloca el alma en esa posición, y es de esa forma que esta última adquiere abundantemente las cuatro virtudes cardinales.
Y así era Nuestra Señora.
Aquí tenemos, por lo tanto, un poco de aquel bienestar del cual hablamos atrás, proporcionado por las dulzuras de la Santísima Virgen. Es imposible que se comente algo respecto a Ella, sin tener la impresión de que estamos junto a un río o a un árbol sobrenatural, sintiendo, en un plano diferente, aquella satisfacción particular que experimentamos a la vera de los ríos o a la sombra de los árboles naturales.
Yo creo que, después de un día transcurrido en la agitación de una ciudad supermoderna, superacelerada, superdinámica, detenerse un poco en la consideración del panorama maravilloso del alma de Nuestra Señora, es algo que siempre nos hará bien…
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(Revista Dr. Plinio, No. 52, Julio de 2002, pp. 15-19, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)