Para un gran literato francés, la “Coronación de la Virgen María” de Fra Angélico no es sólo un trabajo manual, ni siquiera espiritual. Ante todo, es el espejo de un alma mística inmersa en Dios.
Cuando se convirtió al catolicismo con ya cua renta años, el escri tor francés Joris-Karl Huysmans (1848-1907) “venía de vuelta”. En su carrera literaria se había precipitado a los peores errores en que pueda caer un hombre.
Su camino de regreso a la Iglesia lo marcan episodios repletos de esa loza nía de alma que es don exclusivo de los inocentes y de los neo-conversos. Do tado con una gran sensibilidad artís tica, iluminada por la gracia y servida por una prodigiosa capacidad de ex presar los aspectos intangibles de todo cuanto veía, Huysmans nos legó apa sionantes descripciones de escenas y de obras de arte.
La Coronación de la Virgen (Museo del Louvre, París)
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En una visita al Museo del Louvre, en París, se maravilló ante el cuadro de la Coronación de la Virgen, de autoría del célebre monje-pintor Fra Angélico (si glo XV), e hizo los hermosos comenta rios que nuestros lectores pueden apre ciar a continuación en estas páginas.
Colorido espejo del alma de un místico
La “Coronación de la Virgen” es una obra maestra que supera todo lo que el entusiasmo quiera decir. En efecto, sobrepasa cualquier otra pin tura, transitando por regiones que nunca pisaron los místicos del pincel.
No se trata ya de un trabajo ma nual, aunque soberanamente bien he cho, ni siquiera de una obra espiritual, aun cuando es religiosa; se trata de otra cosa.
Con Fra Angélico un desconocido entra en escena; es el alma de un mís tico que llegó a la vida contemplativa y la derramó en una tela, cual un pu ro espejo. Es el alma de un monje ex traordinario, de un santo, la que vemos en ese espejo de colores, difundiéndo se en criaturas pintadas. Podemos es timar el grado de perfección de esa al ma por la obra donde se expresa.
Los ángeles y santos pintados son llevados hasta la Vía Unitiva, el grado sumo de la mística, allá donde el dolor de los lentas ascensiones no existe más y, por el contrario, se encuentra la ple nitud de las alegrías tranquilas, la paz del hombre divinizado. Fra Angélico es propiamente el pintor del alma in mersa en Dios, de su propio pórtico.
En medio de las claridades del éxtasis
Era necesario ser monje para ha cer esta pintura. Por cierto que otros —gente honesta y piadosa— ya lo ha bían intentado. Hasta impregnaron sus cuadros de reflejos celestiales. Tam bién ellos hacen reverberar su alma en las figuras pintadas. Aunque les pusie ron el cuño de una prodigiosa marca artística, sólo pudieron concederles la apariencia de un alma novicia en el as cetismo cristiano. Sólo les fue dado re presentar a personas que, pese a todo, permanecieron en las primeras mora das de esos castillos del alma mencio nados por Santa Teresa, y no en el sa lón central donde se encuentra, retum bante, Cristo Nuestro Señor.
Me parecen ellos más observado res y más profundos, más sabios y más hábiles, incluso mejores pintores que Fra Angélico; pero les preocupaba su labor, vivían en el mundo, muchas ve ces no podían evitar que las Vírgenes que pintaban ostentaran el modo de ser de damas elegantes. Inmersos en el recuerdo de la tierra, no se eleva ban más allá de sus acostumbradas existencias de trabajo; en una pala bra, seguían siendo hombres. Fueron admirables, expresaron las súplicas de una fe ardorosa, pero no habían reci bido esa cultura especial que sólo se practica en el silencio y en la paz del claustro.
Con eso no pudieron cruzar el um bral de los dominios seráficos donde deambulaba este sencillo personaje, que sólo abría sus ojos, cerrados por la oración, para pintar; este monje que jamás miró hacia fuera, que sólo veía las cosas a través de su propio ángulo.
Mediante el velo de sus lágrimas, su vista se evangelizaba, se dilataba en las claridades del éxtasis y creaba se res que sólo conservaban una aparien cia humana, la costra terrenal de nues tra forma; seres cuya alma volaba lejos de sus grilletes carnales. Analizad es te cuadro suyo, y ved cómo trasluce el incomprensible milagro de dicho esta do de alma.
María: lo invisible se muestra bajo los colores y las líneas
Al depararnos con la escena de la Madre y del Hijo, parece que el exta siado artista desbordara fuera de sí. Se diría que el Señor, infundido en él, lo transporta más allá de los sentidos, de manera tal que el amor y la castidad son personificados en este panel por encima de todos los modos de expre sión disponibles para el hombre.
Resulta imposible, en efecto, expre sar la previsión respetuosa, el afecto diligente, el amor filial y paterno de es ta figura de Cristo que sonríe al coro nar a su Madre.
Ella, a su vez, es todavía más in comparable. Un vocabulario lison jero sería deficiente. Lo invisible se muestra bajo los tipos de colores y lí neas.
Un sentimiento de infinita defe rencia, de adoración intensa, pero a la vez discreto, brota de esta Virgen que cruza los brazos sobre el pecho y presenta bajo el velo una cabeza co mo de paloma, con los ojos bajos y la nariz un tanto larga.
Se asemeja al apóstol san Juan, co locado atrás de ella. Pareciera su hi ja y termina por confundirnos, pues de su rostro dulce y fino —que cual quier otro artista habría pintado so lamente encantador y fútil— emana un candor único.
No parece ser de carne. El tejido que viste se infla dulcemente por el soplo del fluido moldeado por ella misma. María vive en un cuerpo vo latilizado, glorioso.
Su edad está muy bien representa da. Todavía no es una mujer pero ya no es una niña. Y tal vez no se ad vierta si aún es una adolescente re cién llegada a edad de casarse, o una jovencita; hasta ese punto ha sido su blimada, por encima de la humani dad, ajena al mundo, de una pureza delicada, casta para siempre.
Imposible resulta cualquier com paración con otros retratos. Frente a ella las demás Madonnas son vul gares; en todo sentido siguen siendo mujeres. Solamente ella puede com pararse al asta del trigo divino, euca rístico; sólo ella es verdaderamente la Regina Virginum de la letanía.
Y sin embargo tan joven, tan cán dida, tan pura, que su Hijo parece es tar coronándola aun antes que ella lo conciba.