EL REINO DE MARÍA – La gran profecía de Fátima – Parte 3

Publicado el 05/09/2017

Una inexorable ley de la Historia

 

Nadie puede negar que el mundo se encuentra en una crisis sin precedentes, denunciada en Fátima por la mismísima Madre de Dios. Esta crisis, cuyo ámbito de acción es el propio hombre, sea en el campo moral, religioso o social, tiende a avanzar en dirección a su trágico final. Ante una escena tan dramática nos veríamos tentados a pensar que no existe una solución para el problema si no nos acordáramos de la afirmación del Apóstol: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13).

 

En este sentido, si nos fijamos en la trama de la Historia, veremos que en incontables ocasiones el número de fieles quedó reducido a un remanente que, fortalecido por la gracia, levantó la bandera de la verdad y de la ortodoxia. Esto lo podemos observar incluso en la Sagrada Escritura, que nos revela muchas ocasiones en las que Dios hace resurgir el bien a partir de un puñado de buenos. En efecto, es conocido el nombre misterioso que Isaías le dio a su primer hijo, a decir verdad un nombre de carácter profético: “Sear Yasub” (Is 7, 3), que significa un resto volverá.

 

Es como si Dios tuviera el plan de conducir hacia determinada dirección a la humanidad; ésta, no obstante, se corrompe y Él traza un nuevo plan, eligiendo a los pocos fieles que han quedado como instrumentos suyos y haciendo surgir algo aún mejor.

 

Si analizamos la Historia Sagrada, veremos que después de la caída de Adán y su consecuente expulsión del paraíso terrenal, se sucedieron tales pecados entre los hombres que fue necesario un castigo divino que lo destruyera todo: el Diluvio. Dios, sin embargo, separa un resto: Noé y su familia. Y, al concluir con él una alianza, la tierra es nuevamente poblada.

 

La perversión de los hombres en la construcción de la Torre de Babel fue como un segundo pecado original. A continuación sobrevino otro castigo divino: la dispersión de los pueblos y la confusión de las lenguas. Dios, una vez más, llama a un justo, Abrán, para que sea padre de un pueblo que escoge para sí y firma con él una nueva alianza, iniciando una era patriarcal entre sus elegidos. Estos episodios confieren una singular belleza a la Historia.

 

Y el proceso recomienza con una maravilla superior: la promesa de que de ese pueblo nacería el Mesías, de una virgen que concebiría y daría a luz al Hijo de Dios (cf. Is 7, 14). Pero el pueblo elegido y amado por el Altísimo viola muchas y muchas veces la alianza, se rebela contra su Creador y se va hundiendo en una decadencia continua, hasta “la plenitud de los tiempos” (Gál 4, 4), cuando ocurre el nacimiento del Mesías. Sí, del Mesías que fue entregado para ser asesinado por su propio pueblo en “una muerte de cruz” (Flp 2, 8).

 

Otra vez parece que el plan divino no se realiza, porque Dios aplica su justicia y dispersa al pueblo hebreo, pero se sirve de un resto de fieles de ese Israel amado para fundar su Iglesia, que esparce el buen olor del Evangelio por toda la faz de la tierra, y se establece una nueva victoria divina. Sin embargo, con la decadencia de la Edad Media los buenos fueron enflaqueciendo, a pesar de algunas tentativas de levantamiento, y llegamos a nuestros días en una aparente derrota del bien.

 

El mejor vino viene al final

 

Así pues, si Dios obró cosas tan extraordinarias en el pasado, es seguro que las hará en los tiempos futuros, e incluso mayores. Y dando una interpretación de carácter sobrenatural a toda esta perspectiva histórica, podemos afirmar que, después de muy derrotado y muy aplastado, el bien resurgirá con nuevo vigor.

 

Alguien podría objetar preguntando: ¿cómo se prueba que el Reino de María es irreversible? Respondemos, con la lógica de la fe, que el mal tiene que llegar a su paroxismo, como el hijo pródigo del Evangelio que deseaba saciarse con las algarrobas que comían los cerdos (cf. Lc 15, 11-20), para caer en sí y regresar a la casa del padre, a la verdad de la fe.

 

El mismo Evangelio nos enseña también que “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Por consiguiente, existe un misterioso dinamismo de la Divina Providencia, por el cual es necesario que el fruto se pudra y muera para que la semilla se libere. Análogamente, es necesario que el ciclo de decadencia del mundo moderno llegue a su fin y se destruya a sí mismo, como la enfermedad que desaparece cuando se lleva al enfermo a la muerte.

 

Además, fue María Santísima la que, en las bodas de Caná, obtuvo del Señor el milagro de la transformación del agua en vino. Y si es verdad que el mayordomo le dijo al novio que había dejado el mejor vino para el final (cf. Jn 2, 9-10), bien podremos exclamar, llenos de encanto y gratitud con el Señor: “Has dejado tus mejores gracias, has dejado tus mejores favores para el fin de la Historia del mundo”.

 

Las bodas de Caná, primero de los signos hechos por Jesús a ruegos de su Madre, es la más clara prefigura del Reino de María. En éste surgirá, cual vino nuevo, una sociedad admirablemente superior a todo lo que podamos imaginar. Para utilizar una bella metáfora del Dr. Plinio, será como “un lirio nacido en el lodo, durante la noche y bajo la tempestad”,11 también a ruegos de Aquella que es la Reina del Cielo y de la tierra.

 


 

1 SOR LUCÍA. Memórias I. Quarta Memória, c. II, n.º 5. 13.ª ed. Fátima: Secretariado dos Pastorinhos, 2007, p. 177.

2 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, n.º 1. In: OEuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, p. 487.

3 Ídem, n.º 217, p. 634.

4 Ídem, pp. 634-635.

5 Ídem, p. 635.

6 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Prière Embrasée, n.º 16. In: OEuvres Complètes, op. cit., p. 681.

7 LEÓN XIII. Immortale Dei, n.º 9. 8 El Obispo de Hipona define con una precisión única los dos caminos que el hombre puede seguir en esta vida. El primero parece que ha llegado a su paroxismo en nuestros días y el otro prenuncia el Reino de María del que estamos hablando: “Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial” (SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. XIV, c. 28. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVII, p. 985).

9 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. En la Asunción de Santa María. Sermón primero, n.º 2. In: Obras completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2006, v. IV, p. 339.

10 Merece la pena recordar aquí la aparición del 13 de junio en la que la Virgen Santísima revela: “[Jesús] quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien la abrazare, le prometo la salvación; y estas almas serán amadas por Dios, como flores puestas por mí para adornar su trono” (SOR LUCÍA, op. cit., n.º 4, p. 175). 11 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 30/7/1972.

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