En el mundo en que vivimos, y en el cual se multiplican incesantemente los conflictos de intereses, nada hay de más común que el desacuerdo entre las personas. Éste nace de la contraposición de criterios de las diversas partes: uno entiende las cosas de una manera, otro las entiende de otra… La consiguiente falta de consenso puede resultar en una simple desavenencia, o llegar incluso hasta el homicidio.
Para armonizar la disensión de pareceres es necesario al menos considerar un objetivo común, ya que la conformidad en cuanto al fin supera las incongruencias en cuanto a los medios. Pero cuando no existe consenso ni siquiera con relación a los objetivos, el choque es inevitable.
Sin embargo, el peor factor del desacuerdo es la confusión. Para encontrar la solución a cualquier problema lo primero que se ha de hacer es verlo con claridad. De lo contrario, la posibilidad de resolverlo queda bloqueada desde el principio y si, aún así, hallamos la salida, estaríamos impedidos de llegar hasta ella, pues no se conseguiría aplicar con éxito ninguna solución —por muy buena que sea— en una situación confusa. Por este motivo, generar confusión es el método más efectivo para destruir aquello contra lo cual no se puede embestir directamente.
Ahora bien, el mundo moderno demuestra estar entregado cada vez más a lo que podríamos denominar globalización de la confusión. Está presente en todos los terrenos de la actividad humana, tanto a nivel individual como a nivel social, político, religioso, intelectual, cultural. Y mientras Cristo llama a los hombres a que sean “sí, sí; no, no”, el príncipe de las tinieblas lucha por habituarlos a la constante negación del principio de no contradicción.
Así, la barrera entre lo cierto y lo errado va cayendo en tal grado que lo que era correcto ayer es considerado hoy equivocado, y viceversa. En esta inversión sistemática de paradigmas, el hombre se acostumbra a vivir en un contexto en donde lo normal es que ocurran cosas que antes ni siquiera eran imaginables. Esto, a su vez, prepara una situación en la cual lo que nunca debería ser, sea proclamado como normal.
Luego el caos y la confusión actuales, ¿pueden ser considerados meras consecuencias de la decadencia que viene sufriendo toda civilización? ¿O como una campana de humo destinada a encubrir la constitución de un nuevo estado de cosas donde todo está invertido?
Por otra parte, ¿sería legítimo creer que la confusión pueda tener como fruto una renovación de las cosas según los planes de Dios?
La respuesta es sí, pero no por medio del esfuerzo humano. Será preciso un auténtico milagro, de los más grandes que la Historia haya conocido. Dios lo hará, no a causa de nuestros méritos, sino en atención a la gloria de su santo nombre. Para ello basta que aún exista en la tierra un solo hombre verdaderamente justo, pues la Historia nos demuestra que, de tal varón, todo puede renacer en un giro repentino. A su vez, esta inesperada mudanza bien podría estar oculta dentro de la confusión del mundo actual…