Analizando, lleno de amor, las cualidades de su extremosa madre, el Dr. Plinio no tuvo dificultad para adherir a la “fuente de tanta bondad”: la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana.
Tanto cuanto me acuerdo, el amor a la Iglesia Católica nació en mí junto con el amor a mi madre. Pero, ¿de qué manera?
El afecto, la causa del encanto
Cuando todavía era muy niño – tal vez a los tres años de edad –, yo notaba en mi madre armonía, bondad y elevación en todo lo que hacía: todo lo que decía era elevado, todo aquello en cuya dirección se movía era bueno. En síntesis, ella poseía un extraordinario conjunto de cualidades que formaba un todo.
Plinio a los dos años de edad.
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Me acuerdo, por ejemplo, de cuando yo tenía insomnio. Durante un cierto período de mi infancia estuve sujeto a despertarme durante la noche.
Cuando el niño se despierta durante la noche y ve que todos en la casa están durmiendo, naturalmente lo invade una sensación de soledad y de inseguridad. Él no tiene a nadie que lo proteja de las sombras formadas apenas por la luz tenue que penetra en el cuarto oscuro a través de la veneciana, dándole una sensación de peso del propio cuerpo y de la propia alma, que la hace pensar: “Debo enfrentar solo esta situación, y si sucede algo, tengo que resolver el problema. Si entra un ladrón, ¿qué voy a hacer? Tal vez deba despertar a mi padre y a mi madre. Pero, ¿si el ladrón se da cuenta y me mata?”
Mi madre mandaba a colocar expresamente todas las noches mi cama junto a la suya, y bajaba la baranda que las separaba. Cuando yo me despertaba y veía a mi madre durmiendo, con una respiración muy regular, muy profunda y tranquila, yo sabía que, en caso de que tuviese necesidad, a pesar de su sueño profundo, si la pudiese despertar, ella me daría una buena acogida.
Yo entonces comenzaba a llamarla. Sin embargo, como todo niño – ¡yo tenía dos años de edad! – no pronunciaba bien las palabras, y en vez de decir mãezinha 1 , decía:
– ¡Manguinha, manguinha!
Ella no me atendía. Entonces me sentaba sobre su pecho para despertarla, y cuando no se despertaba, yo – de temperamento categórico desde pequeño – comenzaba a moverla. A veces, por estar enferma o debido a un sueño naturalmente muy profundo, ella seguía durmiendo. Yo pensaba: “Ella no se despierta y la necesito ahora más que nunca… No aguanto esta soledad.” En determinado momento, yo decidía: “Bueno, voy a arriesgar todo: voy a abrir sus ojos con mis dedos.” ¡Evidentemente, eso tenía que funcionar! Y yo lo hacía sin el más mínimo mal humor, muy por el contrario, con mucho afecto y respeto.
Doña Lucilia en 1906.
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Al final ella se despertaba y yo sentía todo de una sola vez: un afecto aterciopelado, profundo, envolvente y tranquilizador, y una pena que mostraba cuánto ella comprendía mi dolor y la dificultad en la que me encontraba. Me estrechaba junto a sí, se sentaba inmediatamente, sonreía y decía:
– Filhinho 2 , ¿qué pasa?
– No consigo dormir.
Ella se sentaba, y yo le pedía:
– Manguinha, cuénteme una historia.
No se trataba tanto de que yo quisiese oír una historia, sino que yo quería que ella no se durmiese para que yo no me quedase solo en aquella vastedad oscura. Ella me contaba entonces una historia, entre las muchas que sabía, y yo me quedaba encantado.
Yo me iba tranquilizando a medida que ella iba hablando, y el sueño naturalmente iba llegando. Cuando notaba que yo estaba ya con bastante sueño, ella me suspendía por los brazos y me recostaba en mi cama; yo ya estaba derrotado y dormía profundamente. Al despertar de la mañana siguiente, yo sentía una impresión profunda de toda aquella armonía y cariño que había recibido durante la noche; por eso, iba enseguida a la cama de ella, a fin de despertarla, besarla y preguntarle cómo había pasado. Ella quedaba encantada. O sea, aún con todos los aborrecimientos que da un niñito, por el extraordinario afecto que tenía para conmigo, ella quedaba contenta.
“Una caricia de Plinio”
A semejanza de las señoras de su tiempo, mi madre usaba una pulsera de marfil con incrustaciones, traída de Europa. Y yo, a los doce o trece años, jugando con su brazo – no sin alguna brutalidad inherente a los niños que se van volviendo mayores – giraba la pulsera, y como el marfil es un material muy duro, la lastimaba un poco.
Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús – São Paulo, Brasil.
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No se trataba de nada grave, pero, siendo la pulsera muy dura, hizo una mancha oscura en un punto de su brazo. Y ella no se quejó de nada; en vez de enojarse – porque una mancha de esas es fea, a una señora no le gusta tenerla –, quedó encantada.
Cierto día , cuando almorzábamos en casa de mi abuela, donde vivíamos, una persona de la familia le preguntó:
– Lucilia, ¿qué es esa lastimadura en su brazo?
– Ella miró
– para tener tiempo de pensar
– y después dijo con mucha naturalidad:
– Eso fue una caricia de Plinio.
Hubo una carcajada general en la mesa, carcajada afectuosa, pero que la incomodaba. Tal era su encanto por mí, que aún cuando yo la lastimara involuntariamente, ella quedaba maravillada.
Incluso cuando yo era importuno, la mansedumbre de mi madre la hacía quedar todavía más encantada; y eso a su vez me dejaba encantadísimo con ella.
La armonía afectuosa y grandiosa que ella manifestaba, me hacía pensar: “Ella es formidable, por encima de cualquier persona que yo conozca. Yo veo tantas personas tan buenas, pero nadie tiene esa virtud extraordinaria, esa armonía de personalidad, esa lógica y ese afecto continuo que ella tiene.”
Jesucristo, fuente de la bondad de la Iglesia y de los hombres
Un día, mientras estaba sentado a su lado en la Iglesia del Corazón de Jesús – ella ocupaba siempre la misma banca y evidentemente reservaba un lugar junto a sí para mí –, miré de soslayo para ver qué estaba haciendo, y noté que estaba rezando a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, que queda en lo alto del altar mayor. Ella me pareció extremamente semejante con la imagen. Seguramente por ser muy devota del Sagrado Corazón, ella recibía de Él las cualidades extraordinarias que poseía.
Eso me hizo explicitar lo siguiente: “Jesucristo es el fundador de la Iglesia; por eso, la Iglesia se asemeja a Él. Mi madre, siendo miembro de la Iglesia, también se asemeja a Nuestro Señor, y recibe de Él la mansedumbre, la bondad y la ternura.”
Habiendo nacido de Él, la Iglesia Católica es responsable por todo el bien que hay en el mundo; no hay bien que no sea hecho por ella.
Doña Lucilia con cerca de 50 años.
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Comencé, entonces, a prestar atención en la Iglesia – en la Misa, en los ornamentos, en el edificio – y percibí que todo era hecho según el mismo estilo. Así comprendí que era la mentalidad de la Iglesia la que se reproducía en Doña Lucilia, porque ella era hija de la Iglesia, y la Iglesia forma a sus hijos así como una madre forma a su prole.
No puedo permitir que no se tenga toda la devoción a la Iglesia
De esa forma, también comencé a prestar atención en una imagen del Corazón de Jesús que ella tenía. Al ver la imagen, yo pensaba: “Él es el maestro de mi madre, por eso su alma es tan parecida a la de Él. Él es infinitamente más perfecto, sin embargo, a fuerza de tanto amarlo, ella acabó pareciéndose a Él.”
Así nació en mí el amor a Nuestro Señor Jesucristo, la creencia en la Santa Iglesia Católica y la devoción a Nuestra Señora.
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1) N. del T.: En portugués: diminutivo de madre.
2) N. del T.: En portugués: diminutivo de hijo.
(Revista Dr. Plinio No. 161, agosto de 2011, pp. 6-9, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 14.8.1993)