En el culto al Santísimo Sacramento, tienen un papel importante los espacios de silencio.
Hay una idea muy difundida de oración que nos dice que para orar adecuadamente es necesario hacer oración vocal, repetir fórmulas -por más venerables que sean- o elaborar raciocinios piadosos que impliquen en un discurso intelectual. Es claro que en la oración ocupa un lugar preponderante la recitación del Oficio Divino con sus salmos consagrados, bien como otras prácticas de piedad de honda significación y estimuladas por la Iglesia como lo son el Santo Rosario, las novenas, los vía crucis y otras devociones. Todas tienen su lugar y su momento. Y cuanto más asiduos seamos a esas prácticas, mejor será.
Pero recordemos que Jesús en el Evangelio nos dice algo muy importante: “Cuando oréis no seáis palabreros como hacen los paganos que piensan que cuanto más hablen, más caso les van a hacer. Vuestro Padre ya sabe de lo que tenéis necesidad…” (Mt. 6, 7). Atención, ¡Lejos de comparar el Rosario, esa oración tan admirable, con un palabrerío! Estamos hablando aquí del culto al Señor Sacramentado y decimos que éste no pide necesariamente la oración vocal, ni la lectura por más válida que sea. ¿Recitar el Rosario delante del Santísimo? Excelente cosa. Pero no olvidemos que rezar es también mirar, acallar, escuchar, discernir. Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia, nos dice que orar es “un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor, tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría” (Catecismo de la Iglesia Católica, numeral 2558). La oración es un impulso del corazón, una mirada lanzada… a la Hostia.
Ahora, el “palabrerío” no es la única inconveniencia. Lo son también ciertas músicas y cánticos impropios que pueden perturban la atención, distrayendo a quien debe concentrarse y que no consigue hacerlo por causa de los sonidos, aunque puedan ser armoniosos. Hay cantos y melodías apropiadas y que tienen por cierto su lugar en una Hora Santa o en un momento de adoración; “quien canta, ora dos veces” se ha dicho, y es verdad. Pero no caigamos en el exceso de preferir lo sensible, lo exterior, el ruido o el espectáculo, al encuentro íntimo, sosegado y vital que debe haber entre Cristo y el fiel.
Lógicamente, el Señor Sacramentado despierta en el adorador el sentimiento y la convicción de la inmensa grandeza de Dios, al mismo tiempo que la conciencia de su propia pequeñez y dependencia. Es el Creador de todo lo visible y lo invisible ante el cual me inclino reverente; no pretenderé encontrar una fórmula sublime que esté a la altura de las circunstancias… entre otras cosas, porque conozco mis limitaciones. Pero esa constatación no hace con que yo me retraiga o disminuya mi fe, mi esperanza o mi caridad; al contrario: me mueve a lanzarme a los pies del Redentor que está en la Custodia o en el Sagrario, a abandonarme a su presencia salvadora y a no querer otra cosa sino que me acoja y me transforme. Una jaculatoria sencilla murmurada con ardor podrá ser dicha, como en el Evangelio: “Señor mío y Dios mío”, o “Señor Tu sabes que te amo”, o “si quieres puedes curarme”, o “Señor, ten compasión de mí”.
Recordemos en todo caso que la oración no es monólogo. Es diálogo, es intercambio, es conversación; es escucha atenta. Dios tiene ciertamente algo que decirme y yo debo estar ansioso para acoger su palabra o su inspiración que muchas veces es discreta y sutil. La norma más elemental de educación es saber escuchar, saber esperar, respetar los ritmos y las voluntades de quien, en la conversación, es el interlocutor principal; no olvidemos que Dios es supremamente educado –si podemos expresarnos así-, infinitamente elegante, divinamente formal. De su vida en Nazareth junto a María y a José, la Sabiduría eterna pudo “aprender” la más eximia manera de relacionarse con los demás.
Entonces hagamos de nuestras vigilias y adoraciones momentos ricos de espiritualidad, donde el canto tenga su momento, la recitación comunitaria de oraciones el suyo y la oración personal también el suyo. Pero al entrar al templo y deparándonos con la Presencia Real, entremos también en nuestro interior, sabiendo que “en Dios vivimos, nos movemos y existimos” (Hch. 17, 28) ¡Estamos dentro de Dios y Dios es más uno que uno mismo! Y fijemos los ojos con sosiego en el Corazón eucarístico de Jesús, sin apriorismos, ni un proyecto plenamente definido, ni ansiedades, ni escrúpulos. Mirémosle; Él también nos mira, y su mirada es sanadora, restauradora y salvadora. Para esas disposiciones y propósitos, nada mejor que la locuacidad del silencio.