Jesús fue perfecto en todo lo que hizo, desde sus divinas enseñanzas o sus estupendos milagros hasta el mínimo gesto o actitud. Para el más sublime de los milagros, ¿por qué habrá utilizado el pan y el vino?
Quién al pasear por el campo y ver un trigal magnífico, dorado y listo para la siega, o sino deparándose con una parra cargada de uvas de atractivas tonalidades, a punto de ser llevadas al lagar, podría pensar que toda esa poesía va a dar lugar al más bello milagro ocurrido sobre la faz de la tierra?
En efecto, el trigo, después de ser segado y cernido, es transformado en harina, mezclado con agua y preparado en el horno, transformándose en el alimento más común para el sustento del hombre: el pan.
La uva es exprimida para liberar su jugo, que será guardado con cariño por el viñador en grandes barriles, donde fermentará y saldrá después como el líquido precioso que es “regocijo del corazón y contento del alma” (Eclo 31, 36) * el vino *
El pan y el vino –ofrecidos un día por Melquisedec al Señor en sacrificio– son alimentos tan bienamados por Dios, que los eligió para obrar el milagro de la Transubstanciación. Y bajo las apariencias del pan y del vino, nuestro Redentor quiso quedarse con nosotros “todos los días hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 20).
Alimento del alma
Esta verdad fue negada por algunas sectas gnósticas de los primeros siglos del cristianismo. Una de ellas (los artotiritas) utilizaba pan y queso para la Consagración. Otra (los catarigios) usaba pan de harina mezclada ¡con sangre de un niño de un año, extraída mediante finas punciones! Varias otras “consagraban” agua en vez de vino, so pretexto de sobriedad… Lo mismo hacía la secta de los maniqueos, para quienes el vino era un “licor diabólico”.
Pero la Santa Iglesia puso punto final sin tardanza a todos estos disparates. Y siempre usa pan y vino para el sacramento de la Eucaristía.
¿Por qué? Porque Jesús así lo hizo y así lo mandó hacer.
En la Última Cena tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: “Tomad y comed, éste es mi cuerpo” . Después tomó el cáliz con vino, y dando gracias se los pasó, diciendo: “Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre” (Mt 26, 26-28). Así también lo enseña san Pablo, que afirma haber aprendido directamente del Salvador la misma doctrina: “Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío'. Asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: ‘Este es el cáliz de la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en memoria mía'” (1 Cor 11, 23-25).
Paseo a través del mundo de los símbolos
Pero, ¿por qué Dios habrá escogido el pan y el vino para este sacramento? El amor a la Sagrada Eucaristía induce esta pregunta en muchas almas.
Invito al lector a seguir los comentarios de los teólogos en un atractivo y educativo paseo por los campos de la Simbología, en busca de la respuesta.
La Eucaristía –explican– es un alimento espiritual, de la misma forma como el Bautismo es un baño del alma. Y así como el agua, que sirve para la limpieza corporal, se convirtió en materia del Bautismo, gracias al cual los hombres son lavados espiritualmente, así también el pan y el vino, que restauran las fuerzas corporales, se convirtieron en materia de la Eucaristía, gracias a la cual los hombres son alimentados espiritualmente.
El pan y el vino son los frutos más nobles del reino vegetal, con los cuales se nutre y conserva la vida del cuerpo, al punto que san Ireneo los llama “primicias de los dones de Dios” . Por ello convenía que fueran elegidos para la Eucaristía, que Jesucristo instituyó para conservar y aumentar la vida espiritual del hombre.
El teólogo Juan Cornubiense, citado por santo Tomás en la Suma Teológica, también incluye en el vino a las gotas de agua que el celebrante coloca en el cáliz antes de la Consagración, y afirma del modo más hermoso dicho simbolismo: “Entre todas las cosas necesarias para el sustento de la vida humana, el pan, el vino y el agua son las más limpias, más útiles y más necesarias. Por eso fueron preferidas a todas las demás y transformadas en lo más puro, más útil y necesario que existe para adquirir la vida eterna, esto es, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo” .
El empleo del pan y del vino en el sacramento de la Eucaristía es también una admirable imagen de la unidad de la Iglesia: el pan lo componen muchos granos de trigo que forman una sola masa, y el vino proviene de gran cantidad de uvas.
La Eucaristía es como un memorial de la Pasión de Cristo, cuando la Sangre preciosísima del Divino Redentor fue separada de su Cuerpo Santísimo. Así entonces, para representar bien dicho misterio, se toma separadamente el pan como sacramento del Cuerpo y el vino como sacramento de la Sangre.
Cuál es el verdadero pan
Parece tan sencillo decir: pan y vino… Pero, ¿cuál es el verdadero pan y el vino auténtico? La Teología se ocupa también, con belleza y precisión, de estos detalles.
Para que la Consagración sea válida, sólo se puede usar pan de harina de trigo mezclada con agua natural. Si la mezcla se hace con cualquier otro líquido no servirá para el Sacramento del Cuerpo de Cristo, puesto que no será verdadero pan, como enseña santo Tomás.
El rito griego utiliza pan con levadura para la Consagración, mientras el rito latino emplea pan ácimo, esto es, sin levadura. ¿Cuál de los dos hace lo correcto? Ambos, porque la levadura en nada afecta la naturaleza del pan, sino sólo su preparación. La Iglesia determina que cada sacerdote celebre según el rito al que pertenece.
Pan ácimo o con levadura: ¿cuál es más apto?
Lejos de ser una opción arbitraria o de mera conveniencia práctica, la elección entre un pan con levadura o sin ella deriva de consideraciones altamente simbólicas, que demuestran muy bien cómo todo en la Iglesia se encauza a lo más elevado, a la perfección.
Argumentan los teólogos de rito griego:
La mezcla de trigo y levadura representa bien el misterio inefable de Cristo, que posee dos naturalezas en una sola Persona: la divina y la humana. Además, el uso de la levadura, cuya acción otorga volumen y consistencia al pan, significa que la mente de quien consagra o recibe la Eucaristía debe elevarse al Cielo en la contemplación de las cosas espirituales y divinas. Por fin, la levadura le da al pan un mejor sabor, por eso designa convenientemente la mayor suavidad del Sacramento de la Eucaristía.
Los teólogos latinos, a su vez, fundan su preferencia en el ejemplo de Cristo: en la Última Cena se comió pan ácimo, como lo disponía la ley mosaica; por lo tanto, Jesús consagró pan sin levadura.
Y al argumento añaden razones altamente simbólicas:
El pan ácimo es símbolo de pureza y, así, representa mejor el Cuerpo de Cristo, concebido sin la menor corrupción en el seno purísimo de la Virgen María.
Además, es más adecuado para representar la pureza de cuerpo y alma de los fieles que reciben la Eucaristía, como enseña san Pablo: “Purificaos de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues sois ácimos. Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ácimos de pureza y verdad” (1 Cor 5, 7-8).
Cuál es el vino auténtico
El Sacramento de la Eucaristía sólo admite el vino de uvas maduras. Por lo tanto, se excluye el “vino” de cualquier otra fruta. Igualmente excluido queda el jugo de uvas verdes, porque todavía está en formación y no posee la calidad ni la misma condición de vino.
La Iglesia determinó desde siempre que antes de la Consagración el celebrante agregue al vino “una pequeñísima” cantidad de agua. Y el Concilio de Trento (1545 a 1562) sostiene categóricamente la doctrina según la cual esa ínfima porción adquiere las propiedades del vino: “De acuerdo a la sentencia y parecer de todos los eclesiásticos, esa agua se convierte en vino” .
La Santa Iglesia se basó en varios motivos para establecer esta norma. En primer lugar, como los judíos acostumbraban tomar vino mezclado con agua en la cena pascual, lo más seguro es que Cristo lo consagra así en la Última Cena.
Pero a este motivo se suman otros de elevada expresión simbólica. Así dice el Concilio de Trento: “La Iglesia prescribió a los sacerdotes que mezclen agua con el vino del cáliz que se ofrece, ya porque se cree que así lo hizo Cristo el Señor, ya porque de su costado atravesado por la lanza del soldado brotó sangre y agua” .
Cuando el agua se mezcla con el vino en el cáliz, el pueblo se une a Cristo, afirma san Cipriano. Y santo Tomás de Aquino sigue más lejos: “Cuando el agua se convierte en vino, significa que el pueblo se incorpora a Cristo” .
Para otros teólogos, esa mezcla refleja una imagen de la íntima unión de Jesucristo con su Iglesia. El vino, elemento noble y precioso, simboliza al Hombre-Dios; y el agua es símbolo de la humanidad inconstante y frágil.
No obstante, el agua no es necesaria para la validez de la Consagración. La mezcla de agua con vino –enseña la Teología– se refiere a la participación de los fieles en el sacramento de la Eucaristía, para significar que el pueblo se une a Cristo. Ahora bien, dicha participación no es un requerimiento esencial para que el sacramento sea válido.
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¡Cuántas veces sentimos desánimo por culpa de nuestra debilidad espiritual, o casi caemos derrotados por las tristezas de esta tierra de exilio! Tampoco es raro que nos sublevemos o queramos culpar a otros; pero bastaría mirar un espejo para encontrar a quién acusar con seguridad.
En efecto, nosotros, que tanto cuidamos nuestra alimentación física, desatendemos nuestra alma y olvidamos que también ella –sobre todo ella– necesita ser tratada con cariño. Para eso disponemos del “Pan del Cielo” (Jn 6, 32) que nos dará fuerzas para soportarlo todo, para crecer, para alcanzar la santidad, según la promesa de Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6, 56).
Acerquémonos lo más posible al Sacramento del Altar, preludio de nuestra eterna convivencia con Jesús en el Cielo.