En un supremo acto de iniquidad, el más cobarde de los gobernantes entregó al más justo de los jueces; y sus palabras “He aquí al hombre” (Jn 19, 5) resonarán para siempre como el impío grito de la falsa imparcialidad que baña sus manos en sangre inocente. Cubierto de llagas y coronado de espinas, el Dulce Salvador —el mismo que pasó su vida “haciendo el bien” (Hch 10, 38)— parece ahora mendigar de la turba delirante de odio una mirada de compasión.
Aunque en silencio, Jesús le repite a sus perseguidores: “Os he hecho ver muchas obras buenas […]: ¿por cuál de ellas me apedreáis?” (Jn 10, 32). Su respuesta es su propia condenación: “porque tú, siendo un hombre, te haces Dios” (Jn 10, 33). En efecto, lo matan por haber afirmado ser “rey de los judíos” (Jn 19, 21) e “Hijo de Dios” (Jn 19, 7). ¡Pero precisamente era lo que Él es!…
Sin embargo, nos engañaríamos si pensásemos que Jesús estaba a la espera de un acto de compasión como lenitivo para sus dolores. En ese momento, la ternura que no existió habría sido un áncora para promover la conversión. Pero incluso esa gracia fue rechazada.
Vista desde el lado humano, la Historia de la salvación es una continua alternancia de fulgores y sombras, entre la sublime correspondencia de ciertas almas y la vil ingratitud de muchas otras.
¿Qué es lo que más podría haber hecho Dios por los judíos de aquel tiempo? Los había elegido como pueblo en Abrahán, rescatado de la esclavitud con Moisés, y dado la Tierra Prometida con Josué; les había dado profetas, jueces y reyes… y, finalmente, a su propio Hijo. En respuesta a tantas bondades sucesivas, crucificaron al Señor de la gloria (cf. 1 Co 2, 8).
Y, no obstante —¡oh prodigio de insondable misericordia!—, de esa Pasión resultaron más beneficios espirituales. Los paganos son admitidos a la salvación, las persecuciones pueblan el Cielo, las órdenes religiosas florecen, la Iglesia se expande, el Evangelio es proclamado “a toda la Creación” (Mc 16, 15), y la santidad se multiplica, promoviendo la esperanza de una total renovación y de un efectivo reinado de Cristo en la tierra.
Y por nuestra época, ¿qué más podría haber hecho nuestro Creador y Redentor? ¿No hemos recibido mucho más que el pueblo elegido del Antiguo Testamento? Se comprende, pues, que nuestra decadencia sea hoy mucho más profunda y humanamente irremediable que la barbarie de los tiempos primitivos…
Los ciclos históricos parecen indicar que existen tres etapas sucesivas en la comunicación de Dios con el pecador: primero, trata de animarlo, prodigándole ejemplos a imitar; después busca conmover su corazón, enseñándole los terribles efectos de sus actos; por último, le infunde el miedo, mostrándole su poder y fuerza, porque “nada deja sin castigo el Señor” (Na 1, 3). A continuación, viene el Juicio.
Después de la era de la santidad, hemos visto la época de las amonestaciones. ¿En cuántas ocasiones no se nos ha aparecido Jesús o su Madre, llorando por nuestros desvíos y por el rumbo que sigue el mundo? Ahora sólo le queda a Dios el tercer lenguaje: hablarnos mediante saludables, y merecidos, castigos. Pero por mucho que la humanidad se esfuerce en ir contra Dios, Él no desistirá de su plan, porque la finalidad de la Historia —aunque sea hecha con hombres— es su gloria.