Nunca podremos hacernos una idea de la sublime y extraordinaria unión a la que María fue llamada a tener con Dios. Desde su Inmaculada Concepción hasta el momento de su serenísima dormición, la Reina de los Ángeles fue progresivamente colmada de singularísimos privilegios.
De esa unión provenía una penetración impar en los designios de Dios a respecto de la Creación y de la Historia, de sus deseos y metas. Antes que a cualquier otra criatura, fue revelado a María el plan de la salvación, con el holocausto del Redentor y la gloria de la Resurrección. Y desde la cima del monte de la sabiduría, la Santísima Virgen correspondió siempre a las gracias con la máxima perfección concebible.
Sin embargo, no todo se lo reveló el Altísimo a la Soberana Emperatriz durante su vida. A la suprema claridad de su visión acerca de las metas no correspondía equivalente certeza sobre el modo concreto de cómo Dios pretendía alcanzar sus fines. Por ejemplo, esperando ardorosamente la venida del Mesías, no sabía Ella, empero, que había sido designada para ser su Madre… Más aún, habiendo sido llamada a practicar todas las virtudes en grado superlativo, Dios permitió en Ella determinadas incertidumbres para que, en el crepúsculo entre metas claras y medios oscuros, pudiera darnos el ejemplo de esa especial confianza caracterizada por una esperanza inquebrantable ante lo incomprensible.
Desde esa perspectiva debe ser entendido el conmovedor episodio narrado por San Lucas, de la permanencia del Niño Jesús en el Templo sin haberlo advertido su Madre (cf. Lc 2, 41ss). Por mucho que a los ateos les parezca una historia casual, este hecho contiene —por ser Jesús y María los arquetipos supremos en el orden de lo creado— una profundísima lección espiritual.
Asociada a los misterios de la salvación, María sabía cómo su Hijo rescataría a la humanidad extraviada, pero desconocía el día y la hora. Al darse cuenta de su ausencia, ¡cuántas angustias no le habrán invadido su alma virginalmente maternal! ¿Habría ya sido apresado? ¡Incluso quizá crucificado! Y Ella sin estar presente en ese supremo momento… Tras sufrir durante tres días un verdadero martirio espiritual, y segura de que con Jesús nada ocurre por casualidad, se comprende que, al reencontrarlo, la angustia de María haya cedido el lugar a la perplejidad: “¿por qué nos has tratado así?” (cf. Lc 2, 48).
Ante la enigmática respuesta (cf. Lc 2, 49-50), la Virgen todavía da ejemplo
aquí de la actitud perfecta: lejos de rebelarse o exigir más explicaciones, acepta de las manos de Dios lo incomprensible, guardando “todo esto en su corazón” (Lc 2, 51), como el más precioso de los regalos.
Con nosotros se multiplican hechos análogos: a menudo nos parece una “pérdida” lo que en realidad es un tesoro espiritual ofrecido por Dios. En ese momento, lo inexplicable nos desconcierta; no lo entendemos, y de ahí mismo proviene el mérito. Nuestro Padre celestial quiere ser amado también desde dentro del misterio. No nos corresponde entenderlo todo; entendemos, por cierto, muy poco: algo se nos revela aquí, mientras vivimos entre nieblas que sólo se disiparán en la eternidad. La incondicionalidad del verdadero amor a Dios, manifestado desde la incertidumbre, es un camino seguro y rápido para llegar hasta Él. Bienaventurados los que aceptáis la voluntad del Señor sin entender, porque seréis admitidos en su intimidad…