Dominada por el culto a la velocidad, la vida actual hace difícil el cumplimiento del Tercer Mandamiento de la Ley de Dios. Sin embargo, hoy más que nunca abundan los motivos para dedicarle un día al Creador.
Amanecer de un domingo en una modesta aldea. El Sol emite sus primeros rayos, coloreando las alamedas de piedra a través de los árboles. De repente, el toque de campanas de la parroquia corta el silencio. Con sus trajes de domingo, las familias se dirigen a Misa sin prisas. Todo invita a la distensión y al descanso.
¡Qué diferencia entre esa bucólica escena y la realidad de las metrópolis modernas!… Pensemos en cualquiera de nuestras urbes cosmopolitas con millones de habitantes: en ellas también el sol dominical despunta auspicioso; no obstante, gigantescos edificios comprimidos unos contra otros mal permiten a los rayos matinales colarse por las ventanas de los apartamentos; además, una gruesa capa de contaminación oscurece el horizonte; el alboroto y el ruido de los vehículos son incesantes y ni siquiera de noche se detienen completamente.
Si paramos por la calle a algún apresurado ciudadano y le hacemos caer en la cuenta de que es domingo, quizá —mientras interrumpe por unos instantes sus actividades lucrativas— nos mire sorprendido. No tiene tiempo que perder… ni siquiera los domingos.
En el séptimo día, no harás trabajo alguno
No existe en la naturaleza el ritmo desenfrenado de las ciudades modernas. Al contrario, en ella se observa una sabia alternancia de acción y reposo. Cuando amanece, reviven las plantas, cantan los pájaros, todo rebosa de vitalidad. Y cuando anochece, las criaturas vuelven al silencio y a la calma.
Tampoco el alma humana se salva de ese ciclo. Sin embargo, sólo encontrará su verdadero descanso en la visión beatífica. Únicamente allí, en presencia del Autor de toda consolación, se sentirá plenamente aliviada de sus fatigas y sus preocupaciones. “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal 41, 3). Por lo tanto, no hay nada más conveniente para nosotros, en esta corta peregrinación terrena, que haya días consagrados exclusivamente a la Religión, como benéfica participación del eterno reposo en la celestial Bienaventuranza.
No existe en la naturaleza el desenfrenado ritmo de las ciudades modernas. Al contrario, en ella se observa una sabia alternancia de acción y reposo. A la izquierda, la aldea de Kappl, Tirol (Austria); a la derecha, la ciudad de São Paulo (Brasil).
|
Si hasta Dios mismo “descansó” de su trabajo y “cesó de hacer” toda la obra que había hecho cuando creó (cf. Gn 2, 2-3) ¿por qué no seguimos su ejemplo? Mayor razón aún cuando no se trata sólo de una actitud a imitar, sino de una orden expresa, en términos muy claros: “Durante seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día séptimo es día de descanso, consagrado al Señor, tu Dios. No harás trabajo alguno […] Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra, el mar y lo que hay en ellos; y el séptimo día descansó” (Ex 20, 9-11).
La finalidad sobrenatural del sábado
Para los israelitas, nación escogida de la Antigua Alianza, el día dedicado al Señor era el sábado, vocablo que en hebreo significa reposo. Ahora bien, en el tiempo de Jesús, los escribas y fariseos comenzaron a interpretar ese precepto de la ley con exagerado rigor, habiéndolo reducido casi exclusivamente a sus aspectos materiales. Esta desviación fue motivo de recriminaciones por parte del divino Maestro y de odio de los Doctores de la Ley, para quienes se manifestó también como “Señor del sábado” (Lc 6, 5). Así, en cierta ocasión, les interpeló en la sinagoga diciendo: “¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer el bien o el mal, salvar una vida o destruirla?” (Lc 6, 9). Y a continuación curó al pobre hombre de la mano paralizada, haciendo brillar su bondad y omnipotencia, en contraposición a la hipocresía farisaica.
Más que los aspectos materiales del descanso sabático, Cristo ponía de relieve la finalidad sobrenatural del tercer precepto del Decálogo, olvidada por los escribas y fariseos: “Recuerda el día del sábado para santificarlo” (Ex 20, 8).
El domingo, plenitud del sábado
En la Nueva Alianza el día de precepto pasó a ser el domingo, dedicando el sábado —como enseña el Doctor Angélico— a honrar a la gloriosa Virgen María, porque su fe permaneció íntegra en aquel día en que Cristo yacía muerto en el sepulcro.1
En cuanto primer día de la semana, el domingo recuerda la primera creación; pero en cuanto octavo día, posterior al sábado, significa la nueva creación inaugurada por la Resurrección de Cristo. Y así leemos en el Catecismo que el domingo “realiza plenamente, en la Pascua de Cristo, la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso eterno del hombre en Dios. Porque el culto de la ley preparaba el misterio de Cristo, y lo que se practicaba en ella prefiguraba algún rasgo relativo a Cristo”.2
La observancia del domingo, explica Santo Tomás de Aquino, “sucede a la observancia del sábado no en virtud del precepto de la ley, sino por determinación de la Iglesia y la costumbre del pueblo cristiano. Y esta observancia no es figurativa, como lo fue la del sábado en la antigua ley. Por eso no es tan rigurosa la prohibición de trabajar en domingo como lo era en sábado; y así se permiten en domingo algunos trabajos que se prohibían en sábado, como cocinar alimentos y otros por el estilo. […] Porque lo que es figura debe expresar la verdad sin salirse de ella lo más mínimo; en cambio, la realidad, que tiene razón de ser en sí misma, puede variar según las circunstancias de lugar y tiempo”.3
Por lo tanto, no se trata simplemente de descansar a la manera de la antigua ley, sino de abstenerse “de entregarse a trabajos o actividades que impidan el culto debido a Dios, la alegría propia del día del Señor, la práctica de las obras de misericordia, el descanso necesario del espíritu y del cuerpo”.4
El Tercer Mandamiento de la Ley de Dios
El alma humana encontrará en la visión beatífica su verdadero descanso. Detalle del “Juicio Final”, por Fra Angélico, Museo de San Marcos, Florencia (Italia)
|
Los tres primeros Mandamientos de la Ley de Dios están íntimamente unidos a la virtud de la Religión que es, según el P. Royo Marín, “la primera y más excelente de todas las virtudes morales, incluyendo a las mismas cardinales”.5 Por el cumplimiento del primero (amar a Dios sobre todas las cosas) le tributamos el amor de nuestro corazón; por el segundo (no tomar el nombre de Dios en vano), el de nuestros labios; y por el tercero (santificar las fiestas) le manifestamos ese amor por medio de nuestras acciones.6
El Tercer Mandamiento, nos enseña la Santa Iglesia, “cumple la prescripción moral, inscrita en el corazón del hombre, de dar a Dios un culto exterior, visible, público y regular bajo el signo de su bondad universal hacia los hombres”.7 Y por eso nos manda que asistamos a la Celebración Eucarística el mismo domingo o en la víspera, incurriendo en falta grave el que no lo hiciera.8 Se exceptúan los casos de dispensa concedidos por la legítima autoridad, los de grave motivo —como, por ejemplo, enfermedad, necesidad de sustentar económicamente a la familia— o los de desempeño de oficios destinados al bien común, como las guardias médicas o el servicio militar.
Así que debemos, además de no faltar a Misa los domingos y otros días de precepto (como Navidad, Corpus Christi, etcétera), abstenernos de realizar trabajos serviles. Sin embargo, por encima de todo, durante los siete días de la semana y muy especialmente el domingo, tenemos la obligación de evitar a toda costa esa pésima obra servil llamada pecado, pues “todo el que comete pecado es esclavo” (Jn 8, 34).
Tercer Mandamiento y virtudes cardinales
El culto a la velocidad y el delirio de la codicia —frutos de la revolución industrial— exacerbaron una serie de tendencias que desequilibraron el alma humana. Sin atacar directamente a la Fe, la Esperanza y la Caridad, hicieron difícil la práctica de las virtudes cardinales: Justicia, Templanza, Fortaleza y Prudencia.
La virtud de la Justicia, de la que deriva la de la Religión, nos permite dar a cada uno su debido valor, máxime cuando se trata de Dios. La Templanza modera la atracción por los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos, mantiene los deseos dentro de los límites de la honestidad. La Fortaleza sustenta el alma en los momentos de dificultad, da firmeza para resistir a las tentaciones y fuerza para vencer los obstáculos. Y, finalmente, la Prudencia ayuda a discernir el verdadero bien y a escoger los medios adecuados para alcanzarlo.
¿Luego no es un acto de perfecta justicia dedicar al Autor del tiempo y de la vida al menos un día a la semana? ¿Existe algo más temperante que descansar de las ocupaciones profanas y elevar la vista del alma a las realidades celestiales? ¿No es necesario fortaleza para que el hombre se detenga a analizar su conducta durante la semana, reconocer sus faltas y hacer el firme propósito de enmendarse? Y quien así procede se muestra realmente prudente, optando por seguir el camino que le mantiene en la amistad de Dios, el Bien verdadero y absoluto.
1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Les Commandements . París: Nouvelles Editions Latines, 1970, p. 121.
2 CCE 2175.
3 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 122, a. 4, ad. 4.
4 CCE 2185.
5 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología Moral para seglares: moral fundamental y especial . 7ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. I, p. 329.
6 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Les Commandements, op. cit., p. 115.
7 CCE 2176.
8 Cf. CCE 2180-2181.