Guardianes del faro de la verdad

Publicado el 06/05/2019

El sacerdote debe anunciar no sus propias opiniones, sino la verdad sobre Dios y la salvación eterna. El que desea inventar una nueva Iglesia está en el camino errado y abusa de su autoridad espiritual.

 


 

Un buque de guerra se encuentra de maniobras en alta mar. Es de noche. El oficial al mando le informa al capitán que están a punto de entrar en colisión con otra embarcación, cuyas luces se pueden divisar en el horizonte. Entonces el capitán da la orden de que les envíen un mensaje por radio:

 

—Vamos a chocar con ustedes. Varíen su rumbo 20 grados.

Del otro lado responden:

—Les aconsejamos que sean ustedes los que cambien de dirección.

El comandante del navío les replica de modo cortante:

—Aquí les habla el capitán. Somos un barco militar. Identifíquense.

Ellos contestan:

—Somos simples marineros. El capitán, furioso y más incisivo, dice:

—¡Entonces sigan mis instrucciones! Uno de los marineros exclama:

—Infelizmente es a ustedes a los que les corresponde mudar urgentemente su curso. ¡Nosotros somos un faro!

 

Vuestra posición se parece a la del guardián del faro

 

Esta sencilla historia contiene un profundo significado, y por eso empecé con ella mis palabras. Se trata de una imagen de la grandeza y belleza de la vocación sacerdotal, pues, a semejanza de los marineros que cuidan de aquel faro, los presbíteros son llamados a actuar sobre el curso de la vida de los hombres, sea para mantenerlo o modificarlo.

 

Queridísimos ordenandos, vuestra posición se parece a la del guardián del faro. Por todas partes navegan hoy embarcaciones diversas: cruceros de lujo cuyos pasajeros únicamente desean divertirse, olvidándose del amor a Dios; buques de guerra, cañoneros y destructores que tratan de hundir vuestro barco; finalmente, submarinos dirigidos por católicos que suben a la superficie sólo en las ceremonias de bautizos y funerales, y permanecen ocultos el resto del tiempo.

 

Aspectos de la ceremonia de ordenación presbiteral presidida por Mons. Gänswein en la abadía de

Heiligenkreuz, 27/4/2019

Y vemos que, por otro lado, están los marineros del faro, los cuales no poseen la fuerza mediática de los torpederos para hablar sobre sí, y menos aún la de los buques de guerra. No, su fuerza no reside en los medios externos de poder. Gracias a Dios, pues así están libres de la tentación de utilizarlos.

 

No dirigen el curso de la vida por el ímpetu de los cañones, ni orientan a los hombres mediante coacción. Al contrario, conducen la trayectoria de las embarcaciones de forma semejante a la actuación de los marineros de nuestra historia: simplemente anuncian la Verdad encarnada, Nuestro Señor Jesucristo.

 

Considerad que los sacerdotes no son fuertes por sí mismos, sino que adquieren la fuerza en la medida en que dan testimonio de la verdad. Y deben actuar como el guardián del faro: mostrar a los navíos donde se encuentra la tierra y el mar, y aconsejarles a todos, incluso al capitán que se juzgaba en el derecho de marcarle al marinero su ruta de navegación y siguiera sus instrucciones.

 

Anunciadores de la Palabra y administradores de los sacramentos

 

Con los hombres ocurre lo mismo. No varían su curso sólo a causa de la personalidad del marinero, y no deben hacerlo. Los que son sensatos únicamente cambian el rumbo al entrar en contacto con la verdad del Evangelio, revelado por Dios y confiado a su Iglesia.

 

La Iglesia no puede sino proclamar esa verdad, oportuna o inoportunamente. Y vosotros, queridísimos ordenandos, os encontraréis en el futuro con situaciones similares a la de los marineros del faro. Escucharéis órdenes de capitanes auténticos y de capitanes autodenominados. Y será necesario darles siempre la sencilla respuesta de los marineros: podéis y debéis anunciar la belleza y la verdad de la fe. Nada más. No vuestras sabias opiniones, por más útiles que parezcan, sino la verdad sobre Dios y la salvación eterna. Ella les mostrará a los hombres el camino seguro.

 

Sois anunciadores de la Palabra, siervos que administran los sacramentos a lo largo de las traicioneras y difíciles sendas de la vida. Debéis, como los guardines del faro, advertir a los navegantes sobre los peligros y obstáculos del camino, anunciándoles la Palabra de la salvación y no teorías o ideas forjadas por vosotros. Y cuando administréis los sacramentos, sabed que su fuerza y eficacia no viene de vosotros, sino de ellos, de la misma manera que el marinero no ha creado las rocas sobre las cuales está construido el faro en el que se encuentra.

 

Las desgracias ocurren cuando se abandona el faro

 

Para todos nosotros, queridísimos hermanos y hermanas, eso significa que no debemos buscar en el sacerdote una personalidad excepcional —que quizá ni exista—, ni considerar principalmente sus cualidades humanas. El sacerdote nos ofrece algo que no proviene de este mundo. Estimados ordenandos, al compenetraros de esta verdad, impregnaréis con ella vuestro camino futuro. Si os convencéis de que podéis y debéis indicarles a los hombres su recorrido, mediante el anuncio de la Palabra de vida de Nuestro Señor Jesucristo, no os atribuiréis a vosotros mismos el éxito cuando se presente. Os posicionaréis entonces detrás de vuestro llamamiento, sin aparecer en los titulares de las noticias, como el marinero del faro.

 

Éste sería noticia solamente si abandonara su puesto para ocuparse de otras cosas. Cuando los marineros abandonan el faro, ocurren las desgracias y enseguida aparecen en primera plana del noticiero. Del mismo modo, cuando los sacerdotes y los obispos ya no tienen el coraje de anunciar con fuerza el Evangelio, sino que proclaman sus propias opiniones, entonces surgen los desastres y se multiplican los grandes titulares. ¿No es esto acaso lo que saturadamente presenciamos en los últimos tiempos? El que desea inventar una nueva Iglesia y modificar, por así decirlo, su ADN, está en el camino errado y abusa de su autoridad espiritual.

 

Vuestra misión requiere humildad y valentía

 

Queridísimos ordenandos, subid a vuestro faro conscientes de que vuestra vocación sagrada no consiste en llamar la atención sobre vosotros mismos. No se espera de vosotros que inventéis algo nuevo para salvar a la Iglesia, sino que mostréis a Jesucristo. Esto exige humildad, y no menor valentía.

 

Permanecer sobre la roca y anunciar la Palabra de Dios requiere enorme fuerza, además de una sana y robusta convicción de vuestra misión. Sean palabras elogiosas o desafiantes, decidlas con ufanía, más que cuando habláis en vuestro propio nombre. Sed conscientes de que tenéis una dignidad que os diferencia de todos aquellos que no son sacerdotes. Sin embargo, no habéis adquirido esa dignidad por vosotros mismos. Convenceros de que poseéis algo grandioso y eterno.

 

Os deseo que asumáis esta vocación de todo corazón. Os deseo, al mismo tiempo, el coraje y la humildad de decir y hacer solamente lo que debe ser dicho y hecho en nombre de Jesucristo, de no confiar en vuestras propias cualidades, sino en la Palabra entregada a vosotros y en la certeza de que tenéis algo que anunciar que sobrepasa lo humano, pues toca en lo divino.

 

El sacerdocio no es simplemente un oficio, sino un sacramento. Dios se sirve de un mero hombre para, a través de él, hacerse presente entre los hombres y en ellos actuar.

 

Estimados ordenandos, si vivís de estas convicciones y actuáis en función de ellas, jamás perderéis la valentía ni seréis presuntuosos, sino que agradeceréis de todo corazón la experiencia —de la cual ya os beneficiáis— de ser sustentados y dirigidos por aquel que os llamó a su santo servicio: Jesucristo, el Hijo resurrecto del Dios vivo.

 

Homilía durante la ordenación de cuatro nuevos presbíteros en la abadía de Heiligenkreuz, Austria, 27/4/2019. Traducción y adaptaciones: P. Antonio Jakoš Ilija, EP.

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