Gustad y ved P. Rafael Ibarguren EP – Asistente Eclesiástico
El mes de diciembre viene trayendo un esperanzador convite para la humanidad contemporánea, que puede sintetizarse en la exultación del salmista: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Salmo 34, 9) ¡Es Navidad!
La vida cristiana no debe concebirse como un insensible caminar contra viento y marea. Absorbidos y agobiados por diversas preocupaciones y afanes, muchos bautizados cumplen ciertas obligaciones irrenunciables (como la Misa dominical o la iniciación cristiana de los hijos) pero sin saborear el deleite que acompaña siempre a las cosas de sobrenaturales. Siempre. Es cuestión, precisamente, de ver y de gustar.
Es claro que en el mar tormentoso de la vida debemos remar contra la corriente. Pero no a la manera de los estoicos ególatras o de los utópicos soñadores. ¡Somos hijos de Dios, poseedores de sus dones y herederos de su gloria! Además, Nuestro Señor nos ha dicho en el Evangelio que su yugo es suave y su carga ligera (Mt. 11, 30).
Sí, la cruz es ligera y suave. Y, aunque pueda parecernos no ser así, ahí está la pluma del poeta que nos describe la exacta impostación a que debemos aspirar en relación a Dios: “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido; ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido (…) y aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera”.
Pero ¿cómo puede uno elevarse a esa cumbre del amor por Dios, en que el cielo o el infierno no son determinantes? La pregunta no está bien formulada. Lo correcto sería cuestionarse así: ¿Cómo es que Dios puede elevarme a un tal grado de amor? En los asuntos de la fe no es uno el que “hace”, es uno el que “deja hacer” a Dios. “Hágase en mi según Tu Palabra” dijo María en Nazaret. “Hágase Tu voluntad y no la mía”, dijo Jesús en el huerto de los Olivos.
Por lo tanto, si nos toca hacer un esfuerzo -¡y claro que nos toca!- éste debe emplearse más en vaciarse de sí mismo que en procurar llenarse de Dios. Por eso la virtud de la humildad se impone como condición previa para recibir los beneficios de divinos.
Cuando uno se sabe indigno y, a pesar de eso, blanco de los cuidados exquisitos de un Dios providente, comienza a tomar sentido la sentencia del Salmo 34 antes citada. Gustar y ver la bondad de Dios ya es poseerla y experimentarla.
Esa experiencia es el mejor regalo que podemos pedir al Niño Jesús en estas Navidades.
Qué triste es ver en las fiestas de fin de año a tantos que no cuentan con el Niño Dios, ni con los Reyes Magos, ni con San Nicolás… ¡Para ellos vale más bien aquel personaje inexistente llamado Papá Noel que no tiene para ofrecernos más que efímeras sensaciones!
Los regalos convencionales tienen su papel y se conciben perfectamente dentro de la perspectiva cristiana; se intercambian, para endulzar un poco las agruras de la vida. Pero hay algo que vale infinitamente más que esos presentes. Dios no nos da cosas, se da Él mismo y, con Él, nos da la prenda de la bienaventuranza eterna. ¿Hacia dónde va nuestra preferencia? Una vez más, es cuestión de gustar y de ver.
El Santísimo Sacramento es el banquete perpetuamente servido a nuestra espera, en todo tiempo. En Adviento, Navidad y Epifanía, celebramos un nacimiento que sucedió hace dos mil años. Pero cada día, cada minuto, cada segundo, ese mismo Jesús “nace” en la hostia consagrada, es reservado en los sagrarios para ser adorado y se ofrece en alimento para divinizarnos. La Eucaristía nos hace luz del mundo, nos ilumina y nos impulsa a iluminar a los demás.
Qué diferencia entre los fulgores seductores del comercio navideño que encandilan, y la luz discreta y constante que parpadea ante el sagrario y en los altares para indicar la presencia real de Cristo, invitándonos a adorarle.
Sobre todo, qué diferencia entre un pagano enceguecido y ávido de gozos perecederos y un cristiano iluminado que sabe deleitarse con el manjar de los ángeles.
La Navidad y el Año Nuevo nos traen vigorosas esperanzas. Si aceptamos el convite, habremos recibido el mejor de los regalos, pues en la Eucaristía «está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira” (Encíclica Ecclesia de Eucharistia, Juan Pablo II).
¡Gustemos y veamos!
Rafael Ibarguren EP Asunción, diciembre de 2014
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