Saludando a un grupo de jóvenes que se habían consagrado a la Santísima Virgen como esclavos de amor según el método de San Luis María Grignion de Montfort, el Dr. Plinio, llamándolos de “Heraldos de Nuestra Señora”, los incentiva a ir por toda la Tierra, llenos de confianza, a proclamar las grandezas de la Reina del Universo.
¡Queridísimos Heraldos de Nuestra Señora! Vosotros sabéis, sin duda, que los heraldos eran aquellos que los reyes antiguos mandaban a todos los lugares para proclamar sus órdenes. En aquellos tiempos no había prensa, ni radio, ni televisión, y los monarcas, para comunicar sus órdenes, necesitaban enviar hombres especializados en eso.
Plinio Corrêa de Oliveira
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Símbolo, portavoz y transmisor de las órdenes del Rey
Esos hombres llegaban a los principales lugares de las ciudades, montando corceles fogosos, vistiendo un hábito especial, y a veces tocaban algún instrumento para avisar a la pequeña ciudad adormecida que ellos estaban allí. Todo el mundo dejaba sus ocupaciones, la rutina tranquila y un poco somnolienta de la vida de todos los días, para oír las órdenes y las novedades que el heraldo transmitiría.
¿Traería él noticias de guerra o de paz? ¿Vendría anunciando un nacimiento o una muerte en la familia real? ¿Comunicaría un decreto expedido por el rey, una amnistía o una condenación hecha por un tribunal en nombre del monarca?
Sin duda alguna, él venía a transmitir la voluntad del Rey, y por eso el heraldo era objeto de un gran respeto por toda parte por donde pasaba. Él era el portavoz del monarca, que transmitía sus órdenes, un como embajador y símbolo del Rey. Por lo tanto, símbolo, portavoz y transmisor de las órdenes: esos eran los aspectos principales de la función de heraldo.
El nombre “Heraldos de Nuestra Señora” no es un título cualquiera. Ningún hombre serio usa una designación para decir algo superficial, sino para significar alguna cosa que tenga sentido e importancia. Y si, hace poco, fuisteis llamados, a pleno pulmón, “¡Heraldos!”, ese término tiene una aplicación a vuestro caso, o de lo contrario las palabras no significan nada.
La preocupación del heraldo no es la de evitar la muerte, sino la de cumplir su misión
Ahora bien, la verdad es la verdad, el bien es el bien, lo bello es lo bello, el error es el error, el mal es el mal, y la hediondez es la hediondez. Los campos están separados y los Heraldos de Nuestra Señora van por el mundo a anunciar los derechos de Ella, a proclamar la voluntad de Dios que se expresa a través de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, de la cual vosotros no sois portavoces, sino hijos, que conocéis, amáis y veneráis las enseñanzas de ella, y por esa causa las difundís por toda parte a donde vayáis.
Estatua de Don Pelayo Covadonga, España
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¡Realmente, es lindo ser heraldo! Pero yo os pregunto qué es más bonito: ¿ser heraldo durante el día, en la hora en que todo el mundo está despierto, en que el heraldo es cercado de homenajes; o ser heraldo durante la noche?
Noche negra, espesa, llena de nubes, donde ni siquiera brillan las estrellas, da la impresión de que la luna dejó de existir, ni hablar del sol; toda la naturaleza parece dominada por tinieblas. En una circunstancia así, atravesando oscuridades llenas de celadas, de peligros, de incertezas, galopa un hombre con coraje: ese hombre es el heraldo.
¡Si por ventura surgen enemigos, él tiene una espada bien templada, un brazo fuerte, y, sobre todo, una fe fecunda, y combate! Si él muere, como en el caso de Roland, aparece San Miguel para ayudarlo a ir al Cielo. Su preocupación no es la de no morir, sino la de cumplir su misión.
El heraldo llega a su destino; es de noche, todo el mundo duerme. Toca su corneta, hace tocar la campana de la iglesia, pero la población no se levanta. No obstante, él campea de tal forma en grandes y heroicas cabalgadas por la ciudad, que algunos acaban por despertar: se asoma a una ventana un anciano de caperuza en la cabeza para ver qué sucede afuera; después despierta a la mujer, a los hijos…: “¡El Rey mandó a un heraldo, vamos a oír qué dice!” Poco después llegan todos, y es proclamada la voluntad del Rey.
En medio de las tinieblas del campo, el heraldo abandona la ciudad rumbo a otros lugares. Él despierta, coliga, hace que las voluntades se ordenen hacia el cumplimiento de los designios del Rey.
El heraldo proclama la aurora del Reino de María
He aquí vuestra misión en este mundo que se encuentra en la media noche del pecado, en esas tinieblas densas donde casi todo es corrupción, inmoralidad, terror. Vosotros recorreréis, como heraldos, las calles, las plazas y los ambientes que frecuentáis, para decir:
“¡Oíd la gran nueva! Los hijos de Nuestra Señora se están multiplicando por el mundo. Se acabó la época en la cual apenas el vicio tenía el coraje de existir. ¡Huid, tinieblas, el sol del Reino de María se está comenzando a levantar! ¡Por toda parte María Santísima está suscitando a sus hijos que la aclaman bienaventurada! Esos hijos tienen cánticos de fe, de pureza, de coraje, de esperanza y de alegría. ¡Llegó la hora de que ellos se multipliquen por el mundo, y tú, impiedad maldita, prepárate para huir!”
Esa es la razón por la cual sois Heraldos de Nuestra Señora. Y para que transmitáis bien el pensamiento de Ella, las pulsaciones de su Corazón materno e inmaculado – ordenado, nos dicen las Escrituras, “como un ejército en orden de batalla” 1 –; para ese efecto vosotros, bien unidos a Ella, acabáis de consagraros como esclavos de amor a la Sabiduría Eterna y Encarnada, por las manos de María.
Avanzar, luchando contra el enemigo externo e interno
¿Qué quiere decir “esclavos de amor”? Son aquellos que no se hicieron esclavos por miedo, por imposición, sino libremente; consideraron lo que la Iglesia enseña con respecto a la Santísima Virgen y, arrodillados delante de una imagen de Ella, dijeron:
El Dr. Plinio durante una conferencia, en 1994
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“Madre mía, Vos sois tan admirable, medianera tan segura, tan directa y tan necesaria por voluntad de Dios, junto a Nuestro Señor Jesucristo, que yo doblo mis rodillas. Por ser bautizado, ya estoy consagrado a vuestro Divino Hijo, pero ratifico hoy, en vuestras manos, esa consagración. Quedaos con todo cuanto es mío, Madre mía, tomad cuenta de mi inteligencia, de mi voluntad, de mi sensibilidad, para que mi inteligencia, robustecida y esclarecida en las vías de la fe, crea en Vos con todas las fuerzas; para que mi voluntad, que contribuye al acto de fe, sea firme y decidida; para que, en los momentos de dificultades, yo tenga fuerza y avance, ya sea ante el enemigo externo que se burla de mi pureza y de mi fe, al cual enfrento con serenidad, ya sea ante el enemigo interno, muchas veces más peligroso y que me ofrece sus regalos inmundos.”
La verdadera vida es vivir y morir por Nuestra Señora, para que Ella tome nuestro ser y lo santifique, dándole dones, glorias y gracias que por sí mismo jamás tendría, y lo presente a Nuestro Señor Jesucristo.
Metáfora de la manzana en la bandeja de oro
San Luis Grignion de Montfort nos propone la famosa metáfora del oro y de la manzana. En Europa, la manzana es una de las frutas más comunes. Ese santo imagina a un pobre que no tiene otra cosa que ofrecerle al Rey, a no ser una manzana, y no tiene ánimo para ofrecérsela directamente al soberano, porque ve que no vale nada. Busca, entonces, a la madre del Rey y le dice:
“¡Señora, por favor, yo no oso presentarme delante de él, presentadle Vos este pobre regalito: es una manzana, madre mía!”
El Rey es Dios, glorioso, tres veces Santo; es Nuestro Señor Jesucristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada; y la Madre es la Virgen María que, con pena, manda a un ángel que traiga una bandeja de oro, en la cual pone la manzana, e, irradiando las virtudes que sólo Ella posee en un grado tan excelso, se dirige a su Divino Hijo y le dice:
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“Hijo mío, esta es una manzana; es muy poco, Vos tenéis mucho más. Pero ahora quiero ofrecérosla.”
El Rey del Universo recibe la manzana complacido, como si fuese un fruto del Paraíso, por el hecho de haber llegado por las manos de su Madre Santísima, en la bandeja de oro que son los méritos de Ella.
Así son nuestras oraciones. ¿De qué valen? Sin embargo, cuando le pedimos a Nuestra Señora que se las presente a su Divino Hijo, Ella le dirá: “Hijo mío, esa oración es tan poco, pero yo quiero como a un hijo a aquel que la ofreció. Haced de cuenta que es una gran ofrenda.”
Y Jesús responde:
“¡Es una gran ofrenda, pues llegó por vuestras manos, Madre mía!”
¡Por lo tanto, confiad siempre! Por más pequeños que sean los dones que tengáis para ofrecerle a Nuestra Señora, ofrecedlos. Más aún – seré arrojado en lo que voy a decir –, si pecares, no ofrezcáis vuestro pecado, pues es un fruto del infierno, sino decid: “¡Madre mía, dadme arrepentimiento, por favor! Un arrepentimiento como tuvo San Pedro, que lloró la vida entera por haber negado a Nuestro Señor tres veces. ¡Madre mía, dadme arrepentimiento, y la primera lágrima que yo llore, os lo pido, ponedla en la bandeja de oro y ofrecédsela a Él!” Ella lo hará con certeza.
Esas palabras conducen a la confianza, a la alegría y a la lucha por la virtud. Confianza, alegría y lucha son los estados de alma que os deseo en este gran día. ¡Heraldos, id y proclamad por toda la Tierra a Nuestra Señora, Reina del Universo!
1) Cant 6, 10.
(Revista Dr. Plinio, No. 188, noviembre de 2013, p. 10-15, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 10.10.1987)