Himno de sabiduría, humildad y grandeza

Publicado el 05/30/2019

La promesa hecha a Abrahán acababa de ser cumplida: María ya llevaba en su claustro materno al esperado de las naciones. Inspirada por el Altísimo, Ella compuso este maravilloso cántico, joya inapreciable de alabanza a Dios.

 


 

Pronunciado por la Virgen en su encuentro con Santa Isabel, el Magníficat es un maravilloso himno inspirado por el Altísimo, en el cual Dios canta su propia gloria a través de los labios de la más amada de sus hijas. También se trata de un hermoso mensaje, coherente, lógico y serio, transmitido a los hombres de todos los siglos, por la voz virginal de María.

 

La exultación en Dios, su Salvador

 

La Visitación, por Maestro de Perea

Museo del Prado, Madrid

El cántico comienza con la palabra magnificat —del latín magnus, o sea, grande— para enaltecer a aquel que es la Grandeza personificada. Reconociendo así que Dios merece ese calificativo superlativo de alabanza y de honor en su gloria extrínseca, susceptible de crecimiento, por haber realizado en Ella, Virgen bendita, el cumplimiento de la mayor y más auspiciosa promesa divina hecha a la humanidad: la Encarnación del Verbo.

 

Su alma se apresura en desbordar su sentimiento de profunda gratitud, al proclamar que el Señor se revelaba de esa forma como el Magno por excelencia. Y, a continuación, viene la alegría: “Et exsultavit spiritus meus in Deo salutari meo – Y exulta mi espíritu en Dios, mi Salvador”

 

Exultar es sentir un júbilo intenso, no una satisfacción cualquiera, como la que podría experimentar alguien si supiera que sus inversiones le rindieron algo más de lo esperado. Esto sería una pequeña alegría comparada con la que expresa el vocablo exultación. Por eso María lo emplea, para decir que su espíritu rebosaba de gozo con relación a Dios, su magnífico Salvador.

 

Esa felicidad se muestra mucho más intensa cuando, según el pensamiento que se completa en el versículo siguiente, Ella considera su pequeñez y ve cómo Dios la salvó de modo extraordinario, súper excelente, no sólo haciendo de Ella la Madre del Verbo Encarnado, sino al disponer que Ella tuviera en toda la existencia de Nuestro Señor Jesucristo el papel admirable que conocemos.

 

Legítima alegría por haber sido engrandecida

 

Después de afirmar su exultación, la Santísima Virgen manifiesta entonces el motivo de esa inmensa alegría: “Quia respexit humilitatem ancillæ suæ – Porque ha mirado la humildad de su esclava”. Como consecuencia de esa atención del Señor para con Ella, “ecce enim ex hoc beatam me dicent omnes generationes”, he aquí que “todas las generaciones”, o sea, todos los hombres hasta el fin del mundo, por su parte, van a enaltecerla llamándola “bienaventurada”.

 

Quia fecit mihi magna qui potens est – Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí”. Aquí se percibe, una vez más, el gozo de María por haber sido objeto de un especial designio del Omnipotente: Ella, tan humilde, se hizo grande a causa de la fuerza de Él.

 

Hay en este pasaje una interesante enseñanza que hemos de tener en cuenta. Al alegrarse con la grandeza divina, la Virgen se alegra al mismo tiempo con el hecho de haber sido también engrandecida por condescendencia del Señor, y sabe que esa magnitud suya le valdría la alabanza y la devoción de las generaciones venideras. Es una gloria única, que la cubre de felicidad, y por la cual, llena de reconocimiento, se lo agradece a Dios.

 

Ahora bien, esa actitud de Nuestra Señora de aceptar, recibir y amar su propia excelencia demuestra cómo es legítimo alegrarnos con la grandeza que Dios eventualmente venga a concedernos. Siempre que, a ejemplo de María, ese júbilo esté cimentado en el amor a Él, comprendiendo que dicha gloria establece una relación más íntima entre nosotros y el Creador.

 

Et sanctum nomen eius – Y su nombre es santo”. Es decir, “Dios actuó así para conmigo, y procedió santamente”. Esa fabulosa obra que el Señor realizaba en su Esclava venía marcada por la infinita perfección con la que Él modela todo lo que sale de sus manos omnipotentes.

 

Misericordia sobre los que temen a Dios

 

Tras haber manifestado de tal manera la grandeza de Dios y la suya propia, Nuestra Señora menciona el aspecto de la bondad: “Et misericordia eius a progenie in progenies, timentibus eum – Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación, sobre los que le temen”. Significa que el hecho de que Dios la haya magnificado redunda en un provecho y en una obra de misericordia de la que se beneficiarán todos los hombres en todas las épocas de la Historia. Pero con una restricción: “timentibus eum – los que le temen”.

 

He aquí otra importante lección que extraemos del Magníficat. El temor se divide en servil y reverencial. El temor servil es aquel que tiene, por ejemplo, un esclavo al hacer la voluntad de su amo ante el recelo de sufrir duros castigos si no obedece. El temor reverencial es aquel que alguien demuestra en relación con otra persona, no por miedo de las penalidades que le pueda infligir, sino por respeto y veneración por su superioridad, por no querer ultrajarlo ni violar la obediencia que le debe.

 

Un ejemplo maravilloso del temor reverencial lo encontramos en las ardorosas palabras que Santa Teresa de Jesús le dirige a Nuestro Señor: “Aunque no hubiera Cielo, yo te amara, y aunque no hubiera Infierno, te temiera”. Es decir, aunque Dios no lanzara a la gehena a los que se revelan contra Él, por ser Él quien es y por los infinitos títulos que posee por encima de nosotros, recelaríamos no hacer su voluntad. Esta es la forma altísima y nobilísima del temor reverencial.

 

Entonces, a los que aman a Dios con un amor tal que incluso lo temen —no sólo a causa del Infierno, sino sobre todo por no querer desagradarlo en su infinita santidad—, para ellos se abre la inagotable misericordia del Señor: “Et misericordia eius a progenie in progenies, timentibus eum”.

 

Virgen del Socorro, por Bernardino

Mariotto – Museo Cívico de Morrovalle

(Italia)

Cabe señalar que, muchas veces, la bondad divina no se ciñe a esa restricción, superándose en refinamientos de solicitud incluso para con los hombres que poco o ningún temor de Dios experimentaban, antes de ser tocados por la gracia y convertirse.

 

Podríamos suponer, por ejemplo, que San Pablo de camino a Damasco no tuviera temor de Dios. Pero al ser alcanzado por un rayo cae del caballo, pierde la vista y enseguida oye la voz de Nuestro Señor que lo interpela; cuando se levanta, ya es otro hombre, y se convierte en el gran Apóstol de los gentiles. Una extraordinaria acción de misericordia divina —muy probablemente a ruegos de María— se había extendido sobre un alma que hasta entonces no temía a Dios.

 

Caída de los soberbios y enaltecimiento de los humildes

 

“Fecit potentiam in brachio suo, dispersit superbos mente cordis suis – Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón”.

 

Entendamos qué significa “hace proezas con su brazo”. Se trata de una metáfora, porque Dios, puro espíritu, no tiene brazos. Sin embargo, en el hombre es el miembro mediante el cual demuestra su fuerza y ejecuta los decretos de su inteligencia y de su voluntad. Por lo tanto, cuando María se refiere al “brazo de Dios” quiere hacernos ver cómo actúa el Señor enérgicamente en relación con los soberbios y orgullosos, con los que se cierran a la acción de la gracia y no lo temen ni lo aman en sus corazones.

 

Para con ellos Dios manifiesta el poder de su brazo.

 

El pensamiento se completa en el versículo siguiente: “Deposuit potentes de sede, et exaltavit humiles – Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”.

 

Por medio de la Encarnación del Verbo, Dios quiebra el poder con el que el demonio y sus secuaces en este mundo atormentan a los buenos. Entonces derriba a esos de sus tronos y enaltece a estos que eran perseguidos.

 

Alguien podría objetar que en el juicio a Nuestro Señor ocurrió lo contrario, ya que Anás, Caifás, Pilato y congéneres se encontraban en sus tronos cuando lo persiguieron y mataron.

 

Es verdad. Pero la historia no está contada hasta el final. Porque después de que Jesús había sido asesinado, sucedió precisamente lo que esos poderosos quisieron evitar: Él resucitó, triunfando sobre la muerte y sobre todos sus verdugos. Con Él, triunfaba la Santa Iglesia, vencían los Apóstoles y Nuestra Señora, los humildes hasta entonces despreciados. Y por siempre jamás serán éstos glorificados y enaltecidos, mientras que Anás, Caifás y Pilato serán mencionados con vituperio y horror. Entonces se demostró la veracidad del dicho: “Deposuit potentes de sedes, et exaltavit humiles”.

 

Esa idea aún prevalece en la secuencia del cántico: “Esurientes implevit bonis, et divites dimisit inanes – A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”.

 

Nuestra Señora no pretende hacer aquí alusión a los recursos materiales o financieros. Se refiere, ante todo, a los que se hallan en la carencia de bienes espirituales, a los indigentes de las dádivas celestiales. A los pobres de espíritu que, humildemente, suplican esas gracias, Dios los atiende en la abundancia infinita de su misericordia. Por el contrario, a los “ricos”, a los que piensan que están enteramente satisfechos en su orgullo, los despide con las manos vacías, o sea, sin hacerlos partícipes del tesoro de sus dones sobrenaturales.

 

En María se cumple la promesa hecha a Abrahán

 

Finalmente, Nuestra Señora vuelve a la idea central que inspira este himno maravilloso: “Suscepit Israel puerum suum, recordatus misericordiæ suæ – Auxilió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia”.

 

Es decir, el pueblo elegido recibiría en breve al Mesías prometido hace milenios, a quien Dios enviaría al mundo, recordando que su misericordia así lo había dispuesto. De ahí la conclusión: “Sicut locutus est ad patres nostros, Abraham et semini eius in sæcula – Como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”.

 

La promesa hecha a Abrahán, fundador de la raza hebrea, y a sus descendientes a lo largo de los siglos, de que el Salvador nacería de su progenie, acababa de ser cumplida. María ya llevaba en su claustro materno al esperado de las naciones. Ella, una hija de Abrahán, daría a luz al Hijo de Dios.

 

Y así el Magníficat, esta joya inapreciable, este maravilloso cántico de sabiduría, humildad y grandeza, se encierra muy armoniosamente pensando en la Encarnación del Verbo, como lo había hecho en la primera estrofa.

 

Extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista “Dr. Plinio”. São Paulo. Año VI. N.º 64 (Julio, 2003); pp. 21-24.

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