Todas nuestras acciones, consideradas desde el punto de vista moral, tienen relación con Dios: o lo alaban o lo ofenden. Y eso es infinitamente serio, porque Él es infinito. Por lo tanto, ¡cómo todo es serio, grave, grande, magnífico! ¡Qué magnificencia tiene nuestra vida! No considerada en tal o cual minúsculo acto concreto, sino en las repercusiones extraordinarias que ella posee.
Desde el punto de vista moral, todo es infinitamente serio
Por esa razón, después de haber estudiado el infierno, estamos analizando la eterna bienaventuranza, a fin de mostrar cómo todas nuestras acciones repercuten en una u otra dirección, y por ese motivo son infinitamente serias. Mostrando cuál era la bienaventuranza en el Cielo, yo había comenzado a destacar el hecho de que ella inunda al hombre de alegría. Sin embargo, no es principalmente por causa de la perspectiva de esa alegría, sino debido a la infinitud de Dios y de la perfección de Él en sí – aunque no tuviésemos esa alegría –, que nosotros lo procuraríamos por toda la eternidad. Porque el Creador se lo merece y a Él somos destinados.
Hay una alegría que nos llega a través de los sentidos, la cual es magnífica. A esa alegría están destinados los cuerpos resucitados y también sus almas, porque un alma tiene el reflejo de la alegría del cuerpo, y conoce muchas cosas a través del cuerpo. Pero hay una alegría incomparablemente más alta: la que tiene un alma cuando ve a Dios cara a cara.
Cornelio a Lápide1 describe, por la pluma de Doctores y Padres de la Iglesia, etc., la entrada de un alma en el Cielo. Él cita una magnífica metáfora empleada por San Bernardo. Cuando leamos estos textos debemos decir: “¡Cómo esto es bueno! ¿Y [cómo será] el Cielo?” Ahí tendremos una idea, a través del fósforo en estado comburente en un cuarto oscuro, de cuán incomparable es el Sol. Y aún así, ¡Dios está infinitamente más distante de las alegrías de esta Tierra de lo que el fósforo está en relación al Sol! Ahí podemos tener una idea.
La plenitud de la felicidad
Cornelio a Lápide comenta entonces estas palabras:
“Y habrá una alegría eterna sobre sus cabezas.”2
Son palabras extraídas del Libro del Profeta Isaías hablando de los bienaventurados. Naturalmente, también se aplican a los católicos que conocen a Nuestro Señor Jesucristo en esta vida y que, por la fe, tienen un comienzo de la alegría eterna.
Él cita entonces una frase del Evangelio: “Entra en el gozo de tu Señor”3 . Y hace este comentario: ¡eso significa que la alegría será tal, que [ella] no entra tanto en el bienaventurado, cuanto éste entra en la alegría! En la Tierra decimos: la alegría entró en nosotros, pero no podemos afirmar que nosotros entramos en la alegría. Sin embargo, cuando vayamos al Cielo la alegría entra en nosotros, y nosotros entramos en ella. ¡Ese es el pórtico y al mismo tiempo el magnífico altar mayor de la Catedral de la felicidad eterna, donde debemos entrar cuando muramos!
Cornelio se refiere a la siguiente afirmación interesante de un autor: en el Cielo es tal la alegría de la bienaventuranza eterna, que ella “partiría” al hombre de alegría si Dios no suspendiese al hombre por encima de su propia naturaleza y lo conservase así con vida. ¡Vemos entonces qué plenitud de alegría hay en el Paraíso!
Nosotros estaremos en el Cielo sustentados por la gracia mantenedora de Dios, o de lo contrario, la alegría es tanta que nos estallaríamos, no nos sustentaríamos. Tenemos así una idea de la felicidad celestial.
La alegría de las potencias del alma
Todos saben que las potencias del alma son tres: inteligencia, voluntad y sensibilidad.
San Bernardo – siempre según Cornelio a Lapide – dice que Dios será la plenitud de la luz para la razón. El hombre tiene cierta alegría al entender y le parece penoso no comprender alguna cosa que conoce. Para citar el más banal de los ejemplos, hay individuos a los cuales les gusta leer la sección de acertijos, en revistas o periódicos. Ellos se toman el trabajo de descifrar todo el acertijo para tener la alegría de haber entendido. Imaginemos la alegría que tendremos cuando veamos a Dios cara a cara y entendamos la perfección en Él, de una sola vez, tanto cuanto pueda caber en nuestro intelecto. Entendamos a Dios y en función de Él comprendamos todo lo que no entendimos en esta vida. ¡Y de una sola vez!
¿Qué es eso, en comparación con la alegría de un hombre que descifra un acertijo? ¿O de quien resuelve un problema de ajedrez? ¿O de un individuo al cual le gusta leer novelas policíacas y se va llenando de ansiedad a través de aquellas peripecias, para descubrir quién es el culpable, y se alegra cuando se da cuenta? ¡Eso no es nada en comparación con esta alegría de alma que tiene la inteligencia! Ella se dio cuenta de todo.
También afirma San Bernardo que, para la voluntad, ¡Dios es la abundancia de la paz! Aquí todos saben que la paz es definida por San Agustín como la tranquilidad en el orden. No es la tranquilidad indiferente al orden o al desorden. Cuando las cosas están en orden, se siente paz. Voy a dar un ejemplo para que entiendan bien.
Imaginen que al comienzo de esta reunión hubiese aquí, en estos escalones del estrado, una escoba vieja y dañada, así como un sombrero viejo y ridículo. Todos los presentes en este auditorio sentirían malestar, mientras alguien no cogiese esos objetos y los botase. Hecho eso, todos querrían saber quién los puso aquí, porque no se comprende que hayan llegado a parar a este lugar objetos de esos. Después, podrían ser indulgentes y decir: “¡Entonces, Dr. Plinio, inicie la conferencia!”
Es decir, nos quedaríamos tranquilos. El desorden causó una intranquilidad y el orden estableció la tranquilidad. Esa tranquilidad se llama paz.
Por lo tanto, viendo a Dios se percibe a la suma Causa, al sumo Bien, y la voluntad reposa en paz en Él. ¡En la tranquilidad del orden!
¡Todo está en orden porque está en nexo con él!
Después, para la memoria, unida a la sensibilidad, ¿cuál es la alegría que trae consigo la eternidad, que trae Dios? Dice San Bernardo: es la continuación de la eternidad. Aquí en esta Tierra, se necesita tomar notas para recordar. Cuando se recuerda, ¡aparece un pasado remoto! ¡Cuando se conjetura, puede venir al espíritu un futuro remoto! Cuando se está en la eternidad, el pasado y el futuro desaparecen. Es un instante que nunca muda, en una alegría constantemente nueva. La memoria no necesita acordarse porque todo es simultáneo. La eternidad es simultánea. La memoria descansa, ¡tan sólo se acuerda de aquello que el tiempo engulló y Dios premió!
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1) Jesuita y exegeta flamenco (*1567 – †1637)
2) Cfr. Is 35, 10.
3) Mt 25, 21. (Revista Dr. Plinio, No. 194, mayo de 2014, p. 16-21, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 18.2.1981).