¡Gustos se discuten, sí! No es cada uno con su verdad, pues de la misma forma que no conviene a la verdad ser mutable, la belleza no debería depender de preferencias o tendencias subjetivas. Si ambas fuesen pasibles de volatilidad o diversidad, no tendría sentido hablar en verdad o en belleza, pues estas tendrían como medida los gustos y opiniones contradictorios de cada uno. Someter los criterios de verdad y de belleza a divergencias de carácter personal o cronológico es propio a una cultura relativista con repercusiones en el campo de la ética y la estética. La belleza y la verdad son grandes demás para estar sujetas al individualismo y al tiempo.
Antes de existir el hombre, las cosas ya eran bellas y verdaderas, fruto de aquella bondad creadora, luz de eterna hermosura, que todo sacó de la nada. De la misma forma que el diálogo está llamado a identificar la verdad que lo precede, la belleza podrá ser encontrada en la creación y parte de elementos estéticos, en busca de la perfección y de lo absoluto. Son discutibles, por tanto, no las cosas bellas y las verdades, sino las idealizaciones y argumentaciones que lleven a los hombres a identificarlas. La verdad y la belleza no pueden ser regidas por la historia y por el tiempo, por los hombres y por las ideas dominantes, sino que son ellos los que están llamados a sujetarse y a ser regidos por aquella verdad y belleza subsistentes.
La verdad de la belleza y la belleza de la verdad tienen su referencia en Cristo, al mismo tiempo Verdad (Jn 14, 6) y belleza que salva.[1] Ambas se imponen por sí y no son pasibles de esconderla debajo de un cajón (Mt 5, 15) y por eso deben conducir al testimonio. Quien contempla y se encuentra con Cristo, hecho constitutivo del ser cristiano (Deus Caritas Est 1), no puede sino comunicar esta experiencia. La flecha de la belleza que nos alcanza tiene su origen en el más bello de entre los hijos de los hombres (Sl 45, 3).[2] De él proviene y para él atrae.
Por el P. José Victorino de Andrade, EP
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