La Eucaristía nos une a Cristo

Publicado el 04/08/2015

 

 

El sacramento de la Eucaristía, al transformarnos de alguna manera en el propio Cristo, nos conduce a la felicidad eterna y nos la anticipa en esta tierra. Esta fascinante temática será desarrollada por el docto dominicano Fray Ferdinand-Doratien Joret, continuando las materias publicadas en los meses anteriores.

 


 

La unión transformante, cumbre de la vida mística

 

La fórmula más hermosa de la vía mística, plenamente vivida en la unión transformante, dice así: “el alma vive en Dios y Dios vive en el alma”. Pues bien, esta frase, repetida varias veces en los escritos de san Juan Evangelista, la escuchamos por vez primera en boca del propio Jesús, justamente cuando prometió la divina Eucaristía: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6, 56).

 

El Señor dijo entonces sobre la Eucaristía lo mismo que repitió después junto a su discípulo amado, que hablaba bajo su inspiración, cuando trataron sobre la vida de la caridad y de la acción del Espíritu Santo en las almas.

 

Vivimos en Dios

 

“Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Permanece en Dios, pues la virtud de la caridad es obra inmediata de Dios mismo; es él, es su Divino Espíritu en persona que la expande en nuestros corazones. La da con la esperanza de que produzca y regule sus acciones. Toda alma en estado de caridad se encuentra, pues, fundamentada en Dios. Más aún: cuando su caridad florece en obras, se vuelve como la vida de Dios comunicándose activamente al alma, la cual habita realmente en Dios, del que recibe la vida como de su propia fuente.

 

Dios permanece en nosotros

 

En esta actividad, sin embargo, el alma regresa a su principio vital. La misma caridad que se explaya bajo la acción del Espíritu Santo nos hace volver a Dios, vivo en nosotros. Nos volcamos en nosotros mismos para abrazar ahí a esa alma de nuestra alma, que es el Espíritu Santo, y por la capacidad sobrenatural de la virtud de la caridad entramos en el gozo de ese divino objeto. Entonces él se entrega verdaderamente a nosotros. Es al mismo tiempo el final y el principio de nuestro acto de amor; estamos en Dios y Dios en nosotros.

 

Ya estaba en nosotros antes que el amor brotara en nosotros, por el sencillo hecho de habernos dado ese amor en potencia para que lo poseyéramos así. Es la forma como Dios reside en el alma del recién nacido y recién bautizado. No obstante, se comprenderá que dicha residencia por causa del amor habitual termina volviéndose actual y explícita tan pronto como practicamos un acto de amor a Dios. Es ése el momento en que nos unimos a Dios, y en cierto sentido lo abrazamos.

 

Esta vida realizará un nuevo progreso cuando la unión se haga consciente, tal como ocurre en el estado místico. El alma se sentirá atraída por Dios, tan íntimo a ella, como si un imán actuara sobre su corazón y de una manera u otra sobre el resto de sus facultades, que se concentran y repliegan en Dios en una aspiración única de amor. Llega a tener la sensación de poder tocarlo. Este sentimiento logra su plenitud y se hace continuo en el estado que santa Teresa llama “unión transformante” o “matrimonio divino”, y que es el mayor anticipo del Cielo en esta tierra.

 

A mi juicio, están en lo correcto los teólogos que consideran que semejante estado místico, cuyas etapas recorrimos muy sumariamente, es un desarrollo normal de la vida espiritual llevada con naturalidad hasta sus últimas fases. Incluso al opinar, como otros, que el estado místico se halla fuera de la normalidad de la vida sobrenatural de la gracia, fuerza es reconocer que la Eucaristía realiza de todos los modos una unión transformante muy real y sumamente profunda. Nadie debe extrañarse con que el estado místico se pueda experimentar particularmente en la hora de la Comunión; pues en ese momento todo contribuye a inducir el arrobamiento místico en el alma: un signo sensible nos trae la presencia corporal de Cristo, al mismo tiempo que el Espíritu de Dios estimula en nosotros la caridad, concentrándola toda entera en el amor extático.

 

Una vez visto esto, expondremos cómo se produce en el alma, gracias a la Comunión, la unión con Cristo y la transformación en él.

 

Unión con Cristo por la Eucaristía

 

Nuestro Señor afirma esa unión: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6, 56). Y después de instituir este sacramento, cuando los apóstoles ya experimentaban la veracidad de sus palabras, Jesús habló otra vez de esa unión con insistencia: “Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto” (Jn 15, 4-5). Todo el mundo conoce estos versículos, y la forma en que Jesús insiste en la misma idea: “Permaneced en mí, permaneced en mi amor”.

 

La Eucaristía es el gran sacramento de la incorporación en Cristo. Los demás sólo encaminan y llevan a ella.

 

Ella es la que realiza la unión, el metabolismo de la vida entre Cristo y sus miembros, entre la vid y los sarmientos. Cristo, realmente presente en todos los sagrarios de la tierra, hace sentir su comunicación de vida a todos sus miembros, ya sea a través del resto de los sacramentos, ya por las demás gracias multiformemente distribuidas a las almas en todas sus vías. Pero en la Comunión el alma lo recibe a él mismo, para apoyarse en él directamente, para extraer y tomar de él toda la vida de la gracia y de la caridad.

 

Aquí está la feliz consecuencia: esa caridad, ya más fervorosa, nos une más íntimamente, de manera tal que él habita en nosotros. Es el segundo aspecto de la unión.

 

Después del “vosotros en mí” y del “yo en vosotros”. Mi Padre y yo “vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23), dijo Jesús al respecto de todo fiel que lo ama en esta tierra. Al crecer en ese amor por medio de la Comunión, que estimula la caridad, se produce una penetración cada vez más íntima del Divino Huésped en nosotros. Cada vez lo gozamos más, nos perdemos en él, haciéndonos uno con él. “No éramos dos, era una fusión”, es cribe santa Teresita del Niño Jesús hablando de su Primera Comunión. “Por este sacramento –enseña santo Tomás– se aumenta la gracia y se perfecciona la vida espiritual, a fin de que el hombre se haga más perfecto por la unión a Dios” (III, q. 79, a. 1. ad 1).

 

Transformación en Nuestro Señor por la Eucaristía

 

La idea de asimilación

 

En sus “Confesiones”, san Agustín cuenta que le parecía oír una voz diciéndole desde lo alto: “Yo soy el alimento de los fuertes; crece y me comerás, no para transformarme en ti sino para que te transformes en mí” (1. VII, c. X). Santo Tomás aplica esas palabras divinas a la Comunión. Toda nutrición tiene por efecto la asimilación. Pero es natural que el elemento principal, el más viviente de los dos, sea quien asimile al otro. Ordinariamente, quien come, quien ingiere el alimento, es quien lo hace pasar a su propia vida. Pero estamos frente a un caso extraordinario: en la Comunión, el más viviente es el alimento, y por lo tanto es él quien transformará en sí a quien lo come. “De lo cual se deriva – afirma santo Tomás– que el efecto propio de este sacramento es la transformación del hombre en Cristo, de modo que pueda decirse: ‘Yo vivo, pero no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí’” (IV Sent., dist. 12, q. 2 a. 1, q. 1).

 

La idea de caridad

 

Llegaremos a la misma conclusión si partimos de la idea que la Eucaristía es el pan del amor, el alimento de la amistad divina.

 

Es propio de la amistad que quien ama se transforme gradualmente en el objeto de su amor. A medida que amamos a alguien nos vamos asemejando a su modo de ser, como si el alma del amado se fuera haciendo nuestra propia alma, inspirando toda nuestra conducta. Nos desinteresamos de nosotros mismos para ocuparnos solamente del ser amado. Y a partir de ese momento, nuestra vida se transforma. Ya no somos lo que éramos. En adelante nos moverán sus ideas, sus gustos y afectos, sus intenciones y propósitos; y nuestro mayor deseo será la realización de su felicidad. Así también en nuestro corazón obra la caridad, que es la amistad con Dios, en lo referido a Nuestro Señor. Una vez más tiene cabida la palabra del Apóstol, citada hace poco: “No soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí”. Escribe santo Tomás: “Por medio de este sacramento se opera cierto tipo de transformación del hombre en Cristo, lo cual es su fruto característico” (Ibid., a. 2, q. 1).

 

Así, pues, el alimento eucarístico, no menos que nuestra virtud de la caridad estimulada por él, nos lleva al olvido de nosotros mismos, al sacrificio de nuestro egoísmo, para no pensar sino en Nuestro Señor y no vivir sino para él, gozosos por entrar en el designio que él tuvo en el mundo y

que nos consumará con él en el Padre: “Yo en ellos y tú en mí, para que

sean perfectamente uno” (Jn 17, 23).

 

En el Cielo, efectivamente, Jesús estará en nosotros, uniendo vitalmente a todos los miembros de su Cuerpo místico; y Dios, que está en Cristo glorificado, estará de igual modo en nosotros, que seremos uno con Cristo. La complacencia del Padre se extenderá desde la Cabeza hacia todos los miembros de su Hijo Unigénito: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3, 17). Y nosotros, en entero acuerdo con Jesús, todo unidos en un solo brío bajo su irresistible impulso, exclamaremos: “¡Abba! ¡Padre!”.

 

Ese doble movimiento de amor – del Padre hacia nosotros y de nosotros hacia el Padre– no es más que una prolongación en nosotros del Espíritu Santo, amor sustancial del Padre y del Hijo, del que participaremos. Será la felicidad eterna. Es a donde la Comunión nos encamina, y de lo cual nos da a probar un anticipo.

 

“El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6, 56). Notemos que esa promesa está enunciada en tiempo presente: por la Eucaristía, comienza a hacerse
realidad.

 

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->