La exaltación de la Santísima Cruz de Nuestro Señor Jesucristo es una de las fiestas más bellas de la Iglesia, en cuanto título y en cuanto significado.
Consideremos, ante todo, lo que la palabra “exaltación” trae consigo. Según el lenguaje común, impregnado de sentimentalismo, el individuo exaltado es aquel que fácilmente se irrita, derramando su bilis sobre los otros. La verdadera exaltación, no obstante, nada tiene que ver con el mal genio. Del latín exaltare, significa volverse alto, elevarse, subir.
La exaltación de la Santa Cruz de Nuestro Señor es, por lo tanto, la fiesta por la cual la Iglesia recuerda y proclama a los ojos del mundo que ella yergue el símbolo de la Redención por encima de todas las cosas, colocándolo en su debida altura.
El auge de las humillaciones sufridas por Jesús
Esta alabanza se reviste de grandeza y júbilo aún mayor, cuando consideramos que la cruz era, originalmente, un instrumento de suplicio usado en toda la antigüedad, que representaba la ignominia y la vergüenza para todas las personas que sufriesen la pena de la crucifixión.
Por eso, al ser clavado en la cruz, Nuestro Señor Jesucristo sufrió una humillación tremenda. Esta equivalía a decir que Él moría como un bandido, como un ladrón, equiparado a los dos facinerosos con los cuales fue crucificado en lo alto del Gólgota.
En ese sentido, la cruz representa el auge de todos los desprecios y escarnios que Jesús padeció en su vida pública, sobre todo en los días trágicos de la Pasión. Esas humillaciones correspondían al deseo de los verdugos de añadir a los tormentos físicos un martirio moral, aún más doloroso: la corona de espinas, la túnica de bobo, la caña a modo de cetro, las bofetadas, etc., [tuvieron] la intención de atormentar el alma adorable de Nuestro Señor, y no sólo su cuerpo santísimo.
Pero, si bien es verdad que la Cruz de Nuestro Señor fue el ápice de todas las humillaciones sufridas por Él, también es el comienzo de todos los desprecios que todos los católicos tendrían que soportar hasta el fin del mundo en nombre del Hijo de Dios. Porque la impiedad no se desarma nunca. Ella siempre tiene como objetivo menospreciar y abatir la autentica moral cristiana. Raros, si no inexistentes, son los católicos que no hayan sido humillados, de una u otra forma, por causa de su fidelidad a Jesucristo. Lo cual constituye, a propósito, una bienaventuranza, pues significa ser perseguido por amor a la justicia divina, contra la cual continuamente se yerguen los impíos.
Cumple, sin embargo, resaltar que la Cruz de Cristo, y las cruces que por Él cargamos, son igualmente símbolos de nuestra honra. Esta consiste en que recibamos la humillación con ufanía, gloriándonos de ella. Más aún, con un espíritu de desafío. Frente a aquellos que nos injurian, proclamamos con brío y júbilo aún mayor el símbolo supremo de nuestra religión. Lo cual corresponde enteramente a la idea de la exaltación: manifestar la gloria de la Cruz, con una altivez que aplaste los ultrajes que los adversarios procuran hacer a Cristo.
Es conveniente recordar que esa ufanía ya había sido ratificada en los primeros siglos del Cristianismo cuando, en vísperas de la batalla del Puente Milvio, el Emperador Constantino tuvo la visión de la Cruz, circundada por las palabras: “In hoc signo vinces” – “¡con este signo vencerás!” Era un anuncio de que la Cruz se levantaba en el cielo e iba a quedarse definitivamente en el horizonte del mundo, humillando a su vez a los malos.
Esa gallardía es lo que le falta al católico sentimental. Este, delante de cualquier humillación, muestra una cara perezosa, babea y huye. Llena de vergüenza la causa que debería proteger. Nuestra religión necesita ser defendida con espíritu de lucha, y por lo tanto, si alguien injuria a Dios en nuestra presencia, debemos redargüir con intrepidez y bravura. No como quien resguarda la propia honra, sino como quien responde por la honra infinitamente más preciosa de Nuestro Señor Jesucristo, y, en unión con la de Él, la de la Santísima Virgen.
En lo alto de las torres y de las coronas
Paralelamente, esa honra del Hombre Dios también es reivindicada por la Iglesia. Y por esa causa, los católicos tomaron la cruz como símbolo de distinción, como símbolo de todo cuanto hay de más sagrado y de más santo. Y el colocarla en lo alto de todas las cosas fue una preocupación constante de la Civilización Cristiana. Vinieron entonces las manifestaciones características de los tiempos de Fe: la cruz encima de las iglesias y de las catedrales; la cruz en lo alto de las coronas de reyes y emperadores, o adornando los galardones más nobles de las familias de la primera aristocracia, o sirviendo de insignia en las condecoraciones. Y cuando se quería significar la magna importancia de un documento, se lo comenzaba con la cruz.
En fin, en todo lo que el hombre concebía de supremo, estaba la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, trayendo consigo la idea de que, entre todas las maravillas obradas por Él en este mundo, lo más admirable y lo más adorable era haber sufrido y muerto en aquel instrumento de vergüenza. Trayendo consigo, más aún, la réplica a esa humillación, una réplica caballeresca y sobrenatural: ¡la exaltación de la Santa Cruz!
La Cruz glorificada en nuestro interior
Hay, no obstante, otra enseñanza que encontramos en la Cruz. Nuestro Señor Jesucristo es el Redentor del género humano. Él había de redimirlo aceptando la muerte. Por eso soportó la agonía en el Huerto de los Olivos y los flagelos de la Pasión, caminó hasta el Calvario y se dejó crucificar, a fin de cumplir la misión que lo trajo al mundo.
A partir de ese momento, la Cruz se convirtió en la afirmación de los sufrimientos, de los tormentos y de las dificultades que el hombre acepta para realizar los designios de Dios sobre él en la tierra. Entonces enfrenta todo, a ejemplo de Nuestro Señor, para seguir la suprema voluntad divina. Tal es la lección que nos da la Cruz: abrazar el dolor, el sacrificio, el holocausto, en un acto de fidelidad del hombre a su propia vocación.
Para exaltar la Cruz en nosotros y fuera de nosotros, nada mejor que seguir el ejemplo de Aquella que más amó el símbolo de nuestra Redención.
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Fidelidad esta que implica no sólo la lucha de una vida entera para que la religión católica venza y la Cruz de Nuestro Señor sea elevada sobre todas las cosas, sino también la victoria en nuestros combates interiores. En efecto, continuamente trabamos una batalla dentro de nuestras almas, en la cual se oponen virtudes y pecados. Este antagonismo redunda en un atrito y en una fricción interna que, en determinados momentos, llega a ser dolorosa. Pues bien, es necesario que veamos esta lucha de frente, y que tengamos siempre la iniciativa audaz de derrotar el pecado. Esta batalla es, de cierto modo, la glorificación de la Cruz de Nuestro Señor dentro de nosotros.
La verdadera alegría está en la Cruz
Esta consideración encierra un importante corolario. Desde los orígenes del cristianismo, los hombres se bautizaron a la sombra de la Cruz, se casaron bajo su protección, la colocaron en el mejor lugar de sus hogares, y, al llegar al último instante de sus vidas, murieron mirando hacia ella. Es decir, la Cruz ha marcado toda la existencia del católico. Es una expresión más de la idea fundamental de que lo cotidiano terreno fue hecho para el sufrimiento y para el heroísmo. Y quien habla de heroísmo, habla de cruz.
La verdadera alegría de la vida no consiste en disfrutar de placeres grandes o pequeños, en tener hartura en el comer y en el beber, ni en cualquier otra especie de comodidad. La auténtica satisfacción de la vida es aquella sensación de limpieza de alma que se posee cuando fijamos de frente nuestra cruz y le decimos “sí”. De este modo, actuamos como Nuestro Señor Jesucristo que, sin esperar la llegada del
sufrimiento, lo previó y se dirigió al lugar donde habría de encontrarlo. Él se entregó porque quiso, y, con paso valeroso, cargó su Cruz hasta la cima de la montaña donde sería inmolado.
Por lo tanto, evitemos la ilusión de las alegrías efímeras, y muchas veces falsas, que nos prometen las diversiones mundanas, las vanidades y los éxitos temporales, porque no constituyen la verdadera esencia de nuestra existencia. Militia est vita hominis super terram – la vida del hombre es un combate constante, decía el santo Job. Como afirmamos, la esencia de la vida es una lucha dentro y fuera de sí, aceptando el sufrimiento de frente y haciendo de él nuestra alegría. Esto es verdaderamente la exaltación de la Cruz en nosotros.
Y no existe una católico sincero que no sea un ardoroso amigo de la Cruz, que, confiado en la misericordiosa asistencia de María Santísima, no comprenda y no quede feliz al saber que las dificultades y penas ocupan una parte sobresaliente en su peregrinar por esta tierra de exilio. Conociendo y aceptando esa condición de batallador – contra sus propios defectos, así como contra la impiedad –, y uniéndose a los méritos infinitamente preciosos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, él abrirá para sí las puertas de la bienaventuranza eterna.
(Revista Dr. Plinio, No. 30, septiembre de 2000, pp. 16-20, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)