Mayo es, de todos los meses consagrados por la piedad popular a alguna devoción específica, el más antiguo. Oficialmente reconocido como el mes de María desde hace trescientos años, proviene, no obstante, de una tradición que se remonta a la primera Edad Media; en los tiempos modernos ha contado con numerosos propagadores, entre ellos muchos jesuitas y el famoso San Felipe Neri.
Una de las primeras palabras de María en los Evangelios es su respuesta al ángel: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). De esta manera —la Madre de Dios y Reina del Cielo—, sometía totalmente a la voluntad del Señor los aspectos más centrales de su vida, renunciando absolutamente a influir en ellos con su propio albedrío.
Esta actitud de entrega se basa en la clarividencia que tenía sobre la sujeción derivada de su estado de mera criatura, y cuya comprensión era proporcional a su impar sabiduría. Ora esa dependencia, lejos de inducirla a rebelión, era motivo de alegría, pues había discernido que los caminos de Dios son perfectísimos y que aventajan a los de los hombres como “dista el cielo de la tierra” (Is 55, 9).
Por otra parte, de todos los seres creados, ninguno ha recibido tanto como Ella. Esos dones gratuitos suscitaban en su alma un inmenso agradecimiento que motivaba un extraordinario empeño por retribuirlos, el cual se revestía de un ardiente y purísimo amor. Éste, cuando es vehemente, no descansa hasta llegar a ser uno con el objeto amado, al cual se entrega sin restricciones. Tal era el deseo de María de pertenecer a Dios, de participar de Él, que resultó una unión indisoluble, descrita por San Pablo muy acertadamente: “vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). Ora, el que ama verdaderamente se deshace en manifestaciones de alegría al alcanzar dicha meta.
De ese amor nace en la Virgen su confianza en Dios, fundada en la certeza absoluta de la bondad, rectitud y perfección de sus caminos. Por ello, y de manera sumamente sapiencial, se consagra como esclava de la voluntad divina; y se entrega porque confía, confía porque ama y ama porque cree. Y porque no temió entregarse en las manos de Dios, éste no temió entregarse en las manos de Ella. Es el premio de los esclavos, y su suprema felicidad: al modo de los cantos responsoriales, al “fiat mihi secundum verbum tuum” (Lc 1, 38) se responde “magnificat anima mea Dominum” (Lc 1, 46).
Ahora bien, el camino de la imitación de la Virgen María está abierto a quien lo desee: por una regla de tres, entregarse a Ella como Ella se entregó a Dios. Así pues, la esclavitud de amor consiste en un auge de confianza, de humildad, de sumisión, de dependencia… y resulta un auge de felicidad. En efecto, nuestra gloria está en glorificar a Dios, pero lograrlo redunda en mayor alegría para nosotros mismos. Por eso ya decía Jesús que “el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo” (Mt 20, 27), de forma que, en la cima del Cielo, encontraremos a los que amaron, vivieron y actuaron como esclavos de Dios: otros Cristos, otras Marías”.