La felicidad: ¿dónde encontrarla?

Publicado el 09/19/2016

Como a Eva Lavallière, el mundo trata de hacernos creer que la felicidad se encuentra en el prestigio o en los bienes materiales y no en Dios. La historia de esa rica y brillante comediante francesa nos demuestra que esto es un lamentable error.

 


 

En el París de la Belle Époque, adonde acudían visitantes del mundo entero en busca de la “felicidad” proporcionada por los placeres, una joven provinciana empezó a destacar en 1891 como una de las principales estrellas en el universo de las artes escénicas: Eva Lavallière.1

 

En el auge de la fama y de la infelicidad

 

Comediante genial a los 25 años de edad, favorecida por notable belleza y envidiable voz, pronto se convirtió en una de las más famosas actrices de la época. Magnates de las finanzas, intelectuales de prestigio, personalidades de la política y de la nobleza no perdían la oportunidad de verla y aplaudirle en los escenarios de la Ciudad de la Luz. Ricos admiradores y “amigos” vertían sobre ella una lluvia de dinero y de valiosos regalos. Así acumuló una considerable fortuna. Se decía que changeait de château comme de chapeau (cambiaba de castillo como de sombrero).

 

De modo que, según los criterios humanos, no le faltaba de nada para ser feliz: tenía a su disposición todos los deleites, tanto los lícitos como los pecaminosos, que la entonces capital mundial del placer podía proporcionar. Y los sorbía a grandes tragos.

 

Pero ¿realmente era feliz? Ella misma respondería a esta pregunta.

 

Primero, al sacerdote que sirvió de instrumento para su conversión le confiaría: “En medio de mis mayores triunfos, traía de la escena una indecible tristeza: llegaba a llorar”.2 Y algún tiempo más tarde, en una conversación con una amiga íntima, abriría de par en par el abismo de su infelicidad: “He sufrido toda mi vida y tan cruelmente que a menudo me veía obcecada con la idea del suicidio. Una noche, estando en Londres, cuando había sido más aplaudida que nunca, fui después del espectáculo hasta el parque del teatro, que daba al Támesis, y sentí tal horror a la vida que, inclinada al borde del río, pensé: ¿Y si termino ya con esto?”.3

 

La gracia llama a la puerta del alma

 

Se encontraba en esa situación cuando, en 1917, alquiló un castillo en la ciudad de Chanceaux sur Choisille, donde se instaló con una criada que le servía al mismo tiempo de amiga y dama de compañía.

 

 
 
 

Bajo la dirección del párroco, aquella rica, famosa e infeliz

mujer, rememoró en pocos días las verdades elementales

de la fe y recuperó la vida sobrenatural Arriba a la derecha,

Eva Lavallière fotografiada en 1894 o 1895 en el Estudio

Nadar; en las otras imágenes, postales antiguas del castillo

de Chanceaux sur Choisille y de la iglesia parroquial donde

se dio su conversión

Allí la gracia divina fue a llamar a la puerta del alma de esa rica, famosa e infeliz mujer, cuya vida había transcurrido hasta entonces como si Dios fuera quella cosa con la quale o senza la quale tutto rimane tale e quale (una cosa con la cual o sin la cual todo queda igual). Bajo la dirección del párroco de Chanceaux, el padre Auguste-Désiré Chasteigner, rememoró en pocos días las verdades elementales de la fe y recuperó, mediante una sincera confesión, la vida sobrenatural. Entonces —¡después de tantos años!— pudo recibir la Sagrada Eucaristía.

 

En esa alma regenerada por la gracia ya no había sitio para la comendiante. Cuando el P. Chasteigner le preguntó si pensaba regresar a París para reaparecer en los escenarios, oyó esta categórica respuesta: “¿Cómo? ¿Me ha sacado del lodo y quiere echarme en él nuevamente? ¡Nunca!”.4

 

Y su decisión no se quedó en meras palabras: cortó toda relación con sus amistades, admiradores y compañeros de antaño, hasta el punto de que ni siquiera abrió las cartas que le enviaban.

 

La mujer más perfectamente feliz

 

¡Qué cambio en la vida de Lavallière! En lugar de los placeres y aplausos de otrora, se veía llena de sufrimientos y humillaciones. A las comodidades proporcionadas por su inmensa fortuna, le sucedieron las privaciones de la pobreza, porque, tras reservarse para su subsistencia una renta insignificante, había donado todos sus bienes a obras pías o directamente a personas necesitadas.5 Encima, a esto le sobreviene una grave y dolorosa enfermedad, al parecer, enviada por la Providencia para acrisolar su alma.

 

Ahora debería estar, de acuerdo con los criterios humanos, nadando en un océano de infelicidad. Sin embargo, la realidad era bastante diferente, conforme ella misma lo atestigua.

 

En una carta de febrero de 1918 destinada al P. Chasteigner, escribió: “Estamos bañadas de felicidad con la idea de volver a verle, de rever la pequeña iglesia donde recibimos al Señor y obtuvimos la conversión”.6 A un miembro de la Academia Francesa, que la entrevistó en 1926, le afirmó: “¡Me siento tan feliz! ¡No puede calcular lo feliz que estoy!”.7 Y, al final, cuando se despidió del académico, subrayó: “Dígales a los que hablen de mí, a todos los que me conocen, dígales que soy la mujer más feliz… la más perfectamente feliz…”.8

 

Se la llevó Dios de la fugaz felicidad terrena a la eterna del Cielo en 1929.

 

Vivir en función de Dios

 

¿Cómo se explica que, de la infelicidad a punto de encontrarse al borde del suicidio, en poco tiempo se hubiera vuelto la mujer “más perfectamente feliz”?

 

Muy sencillo. La fuente de la infelicidad de Eva Lavallière estaba en el egocentrismo: cuanto más su vida giraba en torno de su persona, de sus intereses, más tristeza sentía. Cuando, por fin, olvidada de sí misma, empezó a vivir en función de Dios, pudo afirmar: “¡Me siento tan feliz! ¡No puede calcular lo feliz que estoy!”.

 

Vivir en función de Dios, he aquí la única fuente de verdadera alegría. En las primeras líneas de sus famosas Confesiones, San Agustín —el cual, al igual que Lavallière, sólo encontró la felicidad después de perder gran parte de su existencia buscándola donde no podía hallarla— sintetiza esa realidad en una frase genial: “Señor, nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.9

 

Por lo tanto, quien desea llevar una vida feliz se debe preguntar: “¿Qué he de hacer para agradar a Dios, mi Creador, mi principio y último fin?”.

 

El santo es un hombre feliz

 

Con sintético y agudo espíritu francés, San Francisco de Sales afirma: “Un santo triste es un triste santo”. Ahora bien, alegría y santidad son términos inseparables e incluso, en cierto sentido, sinónimos; luego se puede decir: “Un santo infeliz es un santo inexistente”. Porque el santo es, por definición, un hombre feliz, que cumplió su misión en esta tierra.

 

Explica Mons. João Scognamiglio Clá Dias: “Sabemos que el centro de nuestra vida y la fuente de la alegría es Jesucristo, nuestro Señor; sin embargo, las ilusiones del mundo apuntan a una seudo felicidad basada en una buena carrera, en la adquisición de un valioso patrimonio, en una posición de prestigio, en un ventajoso matrimonio o, quizá, en negocios lucrativos. En una palabra, la felicidad para los que piensan así está en la materia y no en Dios. He aquí el lamentable error”.10

 

Por consiguiente, el que de hecho desea alcanzar la felicidad debe buscarla en el lugar adecuado: en la práctica fiel y amorosa de los Mandamientos.

 

¿Quiere ser feliz? ¿Quiere ser muy feliz? Comparta su alegría con sus hermanos en la fe, enseñándoles el camino de la verdadera felicidad y ayudándoles a seguirlo. Nuestros bienes temporales se reducen cuando los distribuimos entre los demás. Con los bienes espirituales, no obstante, pasa lo contrario: cuanto más los repartimos, más ricos somos.

 


 

1 Eugénie Marie Pascaline Fenoglio, conocida como Ève Lavallière, nació en la ciudad de Toulon el 1 de abril de 1866. Obtuvo sus primeros éxitos en 1886, en una compañía de teatro ambulante que recorría la región del sur de Francia. Se trasladó a París en 1889.

2 SKANSEN, Per. A conversão de Eva Lavallière. Río de Janeiro: Civilização Brasileira, 1934, pp. 59-60.

3 Ídem, p. 60.

4 Ídem, p. 40.

5 Cf. Ídem, p. 15.

6 Ídem, p. 131.

7 Ídem, p. 13.

8 Ídem, p. 17.

9 SAN AGUSTÍN. Confesiones. L. I, c. 1, n.º 1.

10 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El camino hacia la felicidad. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año XI. N.º 125 (Diciembre, 2013); p. 12.

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