Colocada en lo alto del universo y conteniendo en sí toda la belleza de las meras criaturas, la Santísima Virgen es el enganche de oro que une la Creación al divino Redentor. ¿Cuál es su papel junto a cada uno de nosotros?
Cuando Nuestro Señor Jesucristo nació, hubo una alegría en toda la naturaleza, y ésta se revistió de un nuevo esplendor: los astros brillaron con más intensidad, el aire se volvió más puro, las aguas de los manantiales quedaron más cristalinas, las plantas tomaron mayor vigor, los animales se alegraron y se volvieron más saludables; los hombres buenos adquirieron más esperanza.
¿Por qué? Porque venía al mundo aquel que, siendo el propio Dios, vinculaba a sí todo ese conjunto por medio de la naturaleza humana.
La Coronación de la Virgen en el Cielo Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Tampa (EE. UU.)
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Al mirar la menor de las piedras, la menor de las plantas, el menor de los animales o el menor de los hombres, debemos pensar en esto: su naturaleza está, en cierto modo, presente en Jesús y, por tanto, vinculada a Dios, participando de su gloria en lo más alto del Cielo, en el océano de esplendor de santidad de la Trinidad Beatísima.
Un abismo cubierto por la Santísima Virgen
No obstante, el espíritu humano, sediento de orden y de razonabilidad en todas las cosas, busca un ser que llene el abismo infinito aún existente entre Nuestro Señor Jesucristo y la mera Creación: un ser tan cercano al Hombre Dios que estuviera por encima de los ángeles; y aun siendo pura criatura humana, englobara también a todas las demás naturalezas.
Ese ser es precisamente Nuestra Señora. Fue puesta a una altura insondable, y en una plenitud de gloria, de perfección y de santidad inimaginables. Por encima de Ella está solamente la humanidad de su divino Hijo y la Santísima Trinidad.
Por un misterio, también insondable, María Santísima engendró virginalmente a Nuestro Señor Jesucristo, permaneciendo virgen antes, durante y después del parto por acción del Espíritu Santo, de quien, de esta manera, se convirtió en su verdadera esposa.
La dignidad de ser Madre del Verbo Encarnado, Esposa del Espíritu Santo e Hija predilecta del Padre eterno la coloca, aun siendo una criatura puramente humana, por encima de los ángeles.
Creada con la misión de obtener la venida del Mesías
María es el enganche de oro que une la Creación a Nuestro Señor Jesucristo. Puesta en lo alto del universo, contiene en sí toda la belleza de las meras criaturas.
¿Cuál es el papel de esa criatura tan excelsa?
La Santísima Virgen siempre ha sido representada como si estuviera en oración en el momento en que recibió el anuncio del arcángel San Gabriel.
Sin duda, estaría pidiendo la venida del Salvador que habría de rescatar la humanidad y fundar la institución que dispensaría la gracia en tal abundancia, que los hombres se volverían virtuosos con mayor frecuencia y facilidad y, así, la verdad, la belleza, el bien, la grandeza, el amor a Dios podrían constituirse en el mundo y llevar a las almas al Cielo.
No había criatura humana que tuviera el valor y la virtud suficientes para impetrar y alcanzar tal gracia. Ella fue creada especialmente con la misión de obtener la venida del Mesías esperado.
Sus sufrimientos durante la Pasión
En cierto momento, la Virgen Santísima recibió la revelación de la Pasión por la cual pasaría su divino Hijo y de los sufrimientos atroces que vendrían sobre Él y sobre Ella. Nuestra Señora debía padecer en unión con aquel que sufrió como nunca ningún hombre había sufrido ni sufriría hasta el fin del mundo. A la Passio —Pasión— de Jesús se uniría la compassio —compasión, el “cosufrimiento”— de María.
Para que los hombres pudieran ser salvados y dar gloria a Dios, consintió en ser la Madre del Redentor y soportar esos tremendos sufrimientos.
¿Es posible concebir lo que la Virgen sufrió durante la Pasión?
Imaginemos qué sentiría cualquier madre que, andando por la calle, oyera de repente un alarido y, al acercarse, viera a su hijo recibiendo latigazos, echando sangre por todos los poros, padeciendo dolores indecibles, cargando una cruz, objeto de la salvajería de un populacho brutal, vil, que se reía de él, le decía atrocidades y lo llevaba, junto con esa cruz, para que fuera crucificado y muriera en el más horroroso de los martirios, en lo alto de una montaña.
Esa madre se desmayaría, quedaría psicótica, loca, y según el caso podría llegar a morir.
Ahora bien, la Virgen quería a Nuestro Señor Jesucristo incomparablemente más de lo que cualquier madre pudiera querer a su hijo. En primer lugar, porque es la mejor Madre que hubo y habrá; pero también porque tuvo un Hijo incomparablemente mejor que cualquier otro.
Es difícil imaginar la gracia y encanto manifestados por el Señor como Hijo: ¡todo su respeto, ternura, veneración, delicadeza, grandeza! ¿Cómo habrán sido los treinta años de intimidad entre Él y la Virgen durante los cuales Ella lo vio crecer en gracia y santidad delante de Dios y de los hombres, y amó, con amor perfecto, cada etapa de la perfección que iba desarrollándose en Él? ¿A qué extremo de adoración no llegaría con relación a Él?
Pues bien, Ella ve a ese Hijo suyo, el propio Dios, la santidad misma, tratado de esa manera por aquel populacho.
Cuando se encontró con Él durante la Vía Dolorosa, cuando lo abrazó, lo besó y recibió la gloria enorme de tener su rostro virginal y su túnica teñidos con la sangre divina; cuando recogió sus gemidos, y subió junto a Él hasta lo alto del Calvario; cuando vio sus estertores finales, y gritar: “Elí, Elí, lemá sabaqtaní —Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, y después decir: “Todo está consumado”, inclinar la cabeza y exhalar su espíritu… Al contemplar todo esto, ¿cuál no habrá sido la envergadura de su sufrimiento?
Ella pedía el perdón para cada uno de nosotros
En esos momentos en que María Santísima sufrió de un modo indecible, conservó una serenidad tan perfecta que se mantuvo de pie todo el tiempo junto a la cruz, con una resignación y una fuerza que hace de Ella el modelo de criatura humana puesta en el sufrimiento.
Hasta el último instante, le decía al Padre eterno: “Consiento que esto le ocurra a mi Hijo, para que os dé la gloria debida, salve las almas para Vos, oh Padre mío, y para que ellas gocen de la felicidad eterna junto a Vos en el Cielo”.
Dicen los teólogos que desde lo alto de la cruz el Señor, cuya inteligencia es infinita, conocía a todos los hombres por los cuales habría de derramar hasta la última gota de su sangre. Veía, individualmente, todos los pecados que cada uno cometería, sufría por todos esos pecados y daba su vida para rescatar a los pecadores que correspondieran a la gracia de la Redención.
Creo que para que la compasión de la Virgen fuera completa, Ella también nos conoció individualmente en aquella ocasión, y rezó a favor de cada uno de nosotros. De manera que, mientras el Verbo de Dios veía aquella multitud de pecados que se desprendería de los hombres a lo largo de los siglos, Ella pedía perdón para cada uno, y Él iba perdonándolos por la petición hecha por Ella, pues al ser inocente Ella merecía el perdón que nosotros no merecíamos.
Por consiguiente, a causa de las súplicas de María cada uno de nosotros obtuvo el don de ser bautizado, de conocer la Iglesia Católica, de recibir los demás sacramentos, de tenerle devoción a Ella y de mantenerse fiel a la Iglesia en estos días tormentosos en que vivimos. Será también por el favor de Ella que alcanzaremos el Cielo.
Nuestra Madre y Abogada
Dios es Juez, pero la Virgen, como Madre, es naturalmente la Abogada de sus hijos.
Es propio al papel de madre el defender a su hijo, por muy miserable, inmundo, asqueroso y crápula que sea. Ella le perdona y le pide a Dios que lo perdone también. Es solidaria con su hijo incluso cuando el padre lo abomina completamente.
El Descendimiento Puerta de la capilla de Santa Catalina Catedral de Santa María, Burgos (España)
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Nuestra Señora, Madre supremamente buena, rezó por cada uno de nosotros y, considerando que las llagas del Señor fueron causadas, en parte, por nuestros pecados, le pidió: “Dios mío, Hijo mío, por mi inocencia, por mi virginidad, por el amor que sabéis que os tengo, os pido por ese hijo pecador. En nombre de esa llaga que os hace sufrir a causa de él, os pido que lo perdonéis”. Y así cada uno de nosotros fue perdonado.
Entonces fue cuando por medio de la Virgen Dios vino a nosotros en la Encarnación y se dio el Nacimiento del Salvador, y es por intermedio de Ella que vamos a Él y recibimos los beneficios de la Pasión y Cruz, es decir, de la Redención.
Por eso, muerto el Señor, María Santísima continuó siendo la gran intercesora ante Él, la Abogada que nunca abandonó a hombre alguno, por más pecador que fuera. Hasta el punto de que la teología enseña que si San Pedro, después de haber cometido el pecado horroroso de negar al divino Maestro, no se desesperó, se arrepintió y se salvó, fue por los ruegos de María, que le consiguió la gracia del arrepentimiento y el perdón.
Y si Judas Iscariotes, el mercader pésimo que vendió al Señor por treinta monedas, hubiera recurrido a Nuestra Señora, Ella lo recibiría con toda bondad y misericordia, y le obtendría también el perdón. Tras la muerte del Salvador, es la Santísima Virgen la que reúne a los Apóstoles a su alrededor, está con ellos en Pentecostés, acompaña a la Iglesia en sus primeros pasos y es su gran protectora a lo largo de toda su existencia, presente en las batallas donde los guerreros católicos vencieron a los ejércitos enemigos de la fe, presente en los combates contra las herejías, y en la lucha que noche y día cada hombre libra contra sus defectos, para adquirir mayores virtudes.
Y aunque no nos acordemos de Nuestra Señora, Ella está acordándose de nosotros desde lo alto de los Cielos, pidiendo por nosotros con una misericordia que ninguna forma de pecado puede agotar. Basta que nos dirijamos a esta clementísima Madre para que, llena de bondad, nos atienda y nos limpie el alma, dándonos fuerzas para practicar la virtud y transformarnos de pecadores en hombres buenos.
Nunca nos faltarán fuerzas para los sacrificios necesarios para la práctica de la Ley de Dios, siempre que se las pidamos a la Virgen. Los que se dirigen a Ella lo reciben todo; los que se apartan de Ella no reciben nada.
Reina del universo
María Santísima es llamada por la Iglesia la Puerta del Cielo. Por esta puerta es por donde todos los hombres reciben las gracias: por Ella nuestras oraciones llegan a Dios, y también todas las gracias bajan a los hombres. Todo nos viene por intercesión de Nuestra Señora.
San Luis Grignion de Montfort utiliza una bella imagen para ilustrar esta realidad. Imaginemos a una persona del pueblo que quiere hacerle un regalo al rey, pero no posee otra cosa que ofrecerle sino una manzana. Sin embargo no tiene valor de presentársela al monarca, por ser un obsequio muy común. Entonces le pide a la madre del rey que le ofrezca esa manzana.
La madre del soberano coloca la fruta en una bandeja de plata y le dice: “Hijo mío, esa persona es hija mía también y me ha pedido que os regale esto”. El rey sonríe y la recibe como si fuera una esfera de oro.
Imagen Peregrina del Inmaculado Corazón de María que lloró en San José Pinula (Guatemala), fotografiada el 25 de abril de 2018
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A veces, las mejores acciones de los hombres tienen el valor de una manzana; no obstante, ofrecidas por las manos virginales de María y acompañadas de su sonrisa, Dios las recibe con encanto, agradece y las recompensa. Cuanto más unido a la Virgen estemos, más podremos practicar la virtud y hacernos agradables a su divino Hijo.
Como enseña la doctrina católica, si María Santísima es de tal manera la distribuidora de todos los dones, Ella es la Reina del universo. Y si gobierna el universo entero, también es verdad que debemos consagrarnos a Ella como sus siervos, deduce San Luis María Grignion de Montfort, para hacer en todo su voluntad.
Alguien dirá: “Pero yo siento mi flaqueza, mi imperfección. ¿Acaso Nuestra Señora querrá una elevación de esas para mí, tan lleno de pecados?”. Respondo: No tengo duda, porque Ella no retrocede ante el pecado de ningún hombre.
Misericordia de Nuestra Señora
En nuestra época, la Santísima Virgen está sufriendo agresiones terribles, pues los pecados están bastante cargados de maldad. Sin embargo, Ella no quiere el fin de la humanidad, sino que desea el perdón para ésta. Y cuando, en Fátima, prenunció castigos para el mundo, y dijo incluso que varias naciones desaparecerán, al mismo tiempo anunció la misericordia, pues, ante los castigos, por lo menos cierto número de hombres contemporáneos se arrepentirá e irá aún al Cielo. Y muchos han de vivir perdonados por Ella, para entrar en el Reino de María. Por eso afirmó: “¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!”.
Debemos pedirle a María Santísima que venza nuestros obstáculos, aniquile nuestras maldades y que sea verdadera para el mundo contemporáneo, como para cada uno de nosotros, la promesa del triunfo de su Inmaculado Corazón, convirtiéndonos en apóstoles de los últimos tiempos, perfectos hijos y esclavos suyos. Por esa forma, el Reino de María sustituirá al reino del demonio sobre la faz de la tierra.
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista “Dr. Plinio”. São Paulo. Año XVIII. N.º 212 (Noviembre, 2015); pp. 18-25.