El sufrimiento no sería nada si no se asociase a la Pasión redentora de Jesucristo, la que lo vivifica y le confiere méritos sobrenaturales abundantísimos.
Aunque los merecimientos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo son superabundantes, dispuso la voluntad divina que los hombres se aprovechasen de ellos, en muchas circunstancias, uniendo sus propios sacrificios a los de nuestro Redentor. Así nos lo enseña la Santa Iglesia.
De donde, para conseguir tocar y convertir un alma determinada, por ejemplo, serían suficientes los méritos infinitos alcanzados por Jesús, sin los cuales nada obtendríamos. Sin embargo, es un deseo superior de Dios que esa conversión se efectúe mediante el concurso de nuestros sufrimientos, asociados a los de Nuestro Señor.
Y si deseamos, por lo tanto, ardientemente una inmensa transformación moral para la sociedad contemporánea, o una renovación de la vida de la Iglesia, cumple que suframos todo lo necesario, consumiéndonos en ese sufrimiento como una antorcha ardiente. Tales son los designios de nuestro Divino Salvador para que, de hecho, su dolorosísima Pasión fuese útil para una determinada alma, grupo social, o incluso ciclo de civilización.
Uno de tantos y tan lindos simbolismos de la liturgia eclesiástica se acostumbra a aplicar a esa necesidad de unir nuestros dolores a los de Jesús. Se trata de la gota de agua que el sacerdote vierte en el cáliz con vino durante el ofertorio, la cual representaría el sufrimiento humano depositado en el océano del sufrimiento divino, para ser inmolados juntos al Padre Eterno.
Aunque quizás ese simbolismo no tenga fundamento en la historia litúrgica, no obstante expresa adecuadamente un pensamiento piadoso suscitado por ese ritual de la celebración eucarística. Y siempre que observo al padre hacer esa mezcla del agua con el vino, me acuerdo de esa idea formativa: es la gota de nuestro sufrimiento en el mar de dolores de Nuestro Señor Jesucristo.
Por otro lado, el hecho de que esa gota de agua también sea transubstanciada una vez se disuelve en el vino, se reviste de una belleza extrema. Es decir, lo que no era materia para la consagración, se acaba convirtiendo en una sola cosa con la especie del vino y se transubstancia en la Sangre preciosísima de Cristo. Esto manifiesta muy bien el valor descomunal de nuestros méritos, tan menguados de por sí, cuando son unidos a los méritos infinitamente valiosos de Nuestro Señor.
El sufrimiento humano completa el plano de la Creación
Se podría, ahora, profundizar la razón de ser de ese vínculo entre nuestro sacrificio y el de Jesús. Al considerar los designios divinos, llegaríamos a la conclusión de que, habiendo Dios creado seres inteligentes y dotados de voluntad, dejó intencionalmente que una parte de la belleza de la creación fuese completada por esos seres. Surgen de ahí una serie de cosas lindas de la naturaleza, gracias al ingenio humano. Por ejemplo, el capullo del gusano de seda es una obra que salió de las manos del Omnipotente, con la intención manifiesta de que el hombre lo utilizase para fabricar el rico tejido que orna los muebles, que decora los ambientes, o con el cual se confeccionan magníficas piezas de vestuario. Tanto el gusano como el capullo, feos de por sí, ofrecen al talento de los artífices la materia para realizar maravillas.
Y así, mil otros elementos que se encuentran en la creación, haciéndola semejante a esos dibujos punteados en su contorno general, para ser completados y coloreados por los niños.
El hombre, entendiendo la creación, amándola y perfeccionándola, recibe de Dios la honra incomparable de ser elevado a la dignidad de continuador suyo en su plan para el mundo.
Ahora bien, habiendo sucedido que Dios, además de Creador se hizo Redentor, disponiendo que Jesucristo padeciese y muriese en la Cruz para salvarnos, también era natural que el hombre fuese asociado a la Redención, esa obra prima de la creación. Y que él, por lo tanto, tuviese un sufrimiento complementario para ofrecer al Padre Eterno, unido al sacrificio del Verbo Encarnado.
La grandeza de las almas que sufren por las otras
Tenemos, entonces, las más diversas y conmovedoras formas de padecimiento del hombre en esta tierra de exilio.
Es bello el sufrimiento del apóstol, con su carácter expiatorio o imprecatorio, como un acto de amor y de holocausto desinteresado, tantas veces mezclado con luchas y dificultades de toda especie. Es bello cuando él necesita llevar a buen término su faena apostólica en un medio determinado y surgen las incomprensiones, las calumnias y los escarnios precipitándose sobre el apóstol. Él enfrenta todos los obstáculos pareciendo abandonado por Dios. ¿Por qué?
Porque es necesario que sufra, así como es necesario que actúe y rece. Sin ese sacrificio del apóstol, Nuestro Señor podría rechazar la aplicación de los méritos de su Pasión a ese ambiente, a tal otro medio, a tal otra alma.
Para suplir la debilidad de los hombres en el ofrecimiento de su sacrificio, existen en la Iglesia almas que tienen la vocación de sufrir por otras. Yo tendría ganas de arrodillarme delante de esas personas deseosas y capaces de padecer por el prójimo, y de decirles – servatis servandis – como San Juan Bautista a Nuestro Señor: “No soy digno de desatar las correas de sus sandalias”. De tal manera me emociona y me entusiasma esa forma de apostolado, merecedora de mi respeto y profunda veneración.
Claro, las almas más especialmente llamadas por Nuestro Señor para asociarse a su sufrimiento nos entusiasman, pues se entregan a algo que pocos tienen coraje de abrazar. Muchos están listos para actuar, algunos para rezar. ¿Dónde están los dispuestos a sufrir? ¿Dónde encontraremos a alguien que desee sacrificarse con este sentimiento: “Yo sufro, le pido a Nuestra Señora que conforte mi flaqueza, pero acepto y doy este paso”?
Un holocausto digno de completa admiración y gratitud
En uno de sus famosos escritos, Huysmans nos cuenta que en Lourdes hay un Carmelo cuyas monjas tienen como misión sufrir y expiar para conseguir conversiones y curas en el Santuario. Sin embargo, en el momento de las lindas “procesiones con velas”, de las curas milagrosas, de las grandes transformaciones morales, de la glorificación de Nuestra Señora en medio de la felicidad del pueblo, nadie se acuerda del convento de las carmelitas, donde existen religiosas enfermas, muriéndose, sufriendo arideces interiores y desolaciones tremendas, para que los otros estén en la alegría o siendo objeto de la benevolencia divina. No importa: a los ojos de Nuestra Señora, la fuente de toda esa alegría está en ese Carmelo.
Lo más bonito es que las monjas asumen el compromiso de no pedir la propia cura. Pregunto: ¿habrá en la tierra algo más digno de admiración que esa forma de holocausto?
A ese respecto, vale la pena recordar un hecho lindo de la vida de Santa Teresita del Niño Jesús. Ella deseaba ardientemente ser de todo en la Iglesia: misionero, padre, apóstol laico… Y ese deseo intenso llegaba a constituir para ella un verdadero suplicio. Pero a partir del instante en el que entendió el valor del sufrimiento, a través del cual podría obtener gracias para las almas que cumplían esas vocaciones – y de ese modo atender su anhelo de hacer todo en todos los lugares al mismo tiempo –, ella encontró entonces el ánimo para sufrir y encontró la paz para su alma.
Se comprende que delante de una persona así nos emocionemos hasta el último extremo posible. Y que la veneremos, respetemos y le exterioricemos nuestra gratitud en toda la medida que nos sea dado agradecerle.
(Revista Dr. Plinio, No. 71, febrero de 2004, p. 20-25, Editora Retornarei Ltda., São Paulo).