La hediondez del pecado y la belleza de la confesión

Publicado el 09/22/2017

Con su dolorosísimo padecimiento en la cruz, Jesucristo pagó el precio de nuestros pecados y nos reabrió las puertas del Cielo. Sin embargo, infelizmente el hombre continúa ofendiéndolo, cada vez que transgrede los mandamientos divinos. Y el perdón infinito de Nuestro Señor se ofrece cada vez a aquel que, con un firme propósito de enmienda, procura la asistencia de un confesor. Acompañemos la conclusión de algunas consideraciones del Dr. Plinio sobre el Sacramento de la Reconciliación, dirigidas a un auditorio de jóvenes oyentes.

 


 

La metáfora de las esculturas de jóvenes que adquieren la vida insuflada por Dios, y modelan o deforman su fisionomía moral conforme practiquen la virtud o se entreguen al vicio, nos ayuda a comprender cómo el pecado ofende al Señor. Este pensó, desde toda la eternidad, en crearnos con las maravillas que depositó en cada uno de nosotros. No hay hombre que no sea una obra prima de Él. El más cojo y estropeado, el más desagradable de trato, posee un lado de alma por el cual fue llamado a tener una determinada perfección moral como ningún otro tuvo ni tendrá.

 

Cada hombre representa más para su genitor que una escultura para su artífice. El padre ama más al hijo que el escultor a la escultura. A hora bien, crear es superior a engendrar. Así, Dios ama más a la criatura de lo que un padre ama a su hijo, o de lo que un artista ama su realización en piedra. Con su visión simultánea del pasado, del presente y del futuro, Dios acompaña los pasos de todos y de cada uno de los individuos. Y no apenas nuestros movimientos externos, nuestras actitudes y gestos, sino, sobre todo, lo que llevamos en nuestra alma, a todo instante. Conoce lo que pensamos, queremos y sentimos, ya sea con relación al bien, ya sea con relación al mal. Con su augusta omnipresencia, ve a cada criatura como si sólo ella existiese.

 

Nuestro Señor sufrió teniendo en vista nuestros pecados

 

Como consideramos en aquella metáfora, el escultor se aflige con la “escultura” que decae. Sin embargo, no se puede decir lo mismo de Dios con relación al hijo que peca. El Padre Eterno, causa de su propia felicidad, posee en el Cielo una alegría completa e imperturbable, que ninguna ofensa o acontecimiento contrario a sus designios en este mundo es capaz de incomodar. Dios no sufre.

 

Desde lo alto de la cruz, Jesucristo discernió nuestros

actos de virtud, así como nuestros pecados, y

por estos sufrió acerbamente, hasta el grito de

“¡todo está consumado!”

No obstante, sí podemos decirlo en lo tocante al Hombre Dios, unido hipostáticamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnado en el seno purísimo de María Virgen, para redimir al género humano. Desde lo alto de la cruz, Jesucristo discernió todos nuestros actos de virtud, habiéndose dado por bien pagado. Y también todos nuestros pecados, sufriendo porcausa de ellos, con gemidos y estertores, al punto de exclamar: Padre mío, Padre mío, ¿por qué me abandonaste? (Mt 27, 46), y de, por fin, gritar: Todo está consumado (Jn 19, 30).

 

Nuestro Señor padeció con la intención de salvarnos, acompañando con su presciencia divina lo que habríamos de hacer. Conforme a las explicaciones de algunos estudiosos, desde el punto de vista médico, Jesús, como todo condenado a la crucifixión, estaba con los brazos extendidos y los pies sobre un pequeño apoyo, tal como aparece en las imágenes del Crucificado. Permaneciendo mucho tiempo en esa posición, la persona comienza a sentir falta de aire. Para respirar mejor, es obligada a levantarse o a bajarse un poco. Ahora bien, cada vez que el Redentor hacía esos movimientos – y a medida que el aire disminuía eran más frecuentes e intensos – los clavos en sus pies y en sus manos sagradas rasgaban más sus músculos. De tal manera que Él huía de una aflicción hacia un dolor, y de un dolor hacia una aflicción.

 

Nuestro Señor dio por bien empleado todo ese martirio, por amor a sus “esculturas”. ¡Cómo le habría sido fácil ordenar a las legiones de ángeles de su Padre que viniesen a liberarlo de aquella situación, haciéndolo bajar de un modo triunfante del patíbulo al cual había sido condenado! Enseguida caminaría serenamente en dirección a la casa de Anás y Caifás, al pretorio de Pilatos, con tanta suavidad que sus verdugos quedarían estupefactos de pavor. ¡Qué victoria magnífica!

 

Sin embargo, quiso padecer aquel tormento hasta el fin, transponer los umbrales de la muerte y abrirnos las puertas del Cielo. Todo para salvar a cada uno de los hombres. Esta es la realidad.

 

Nobleza y elevación del arrepentimiento

 

Debemos tener presente ese sacrificio inaudito que costó nuestra salvación, cuando hagamos el examen de conciencia y traigamos a la luz los pecados que cometimos. “¿Qué hice? ¡Le infligí tantos otros tormentos a Aquél que tanto me amó! Desfiguré mi alma con las faltas cometidas. Fui relapso, flojo, no evité las ocasiones de pecado, cedí a las tentaciones, ofendí a Nuestro Señor. No combatí mis defectos como debería y estos me dominaron. Ahora bien, ¡el Creador me concedió tantos dones! Después de que fui bautizado y hasta cierto tiempo de mi infancia, era una persona inocente. Los ángeles revoloteaban a mi alrededor, cantando la nueva maravilla que Dios había creado, o sea, yo mismo. ¡Y ahora pienso en qué estado se encuentra mi alma! ¡Dios mío, pequé!”

 

Esa actitud caracteriza el verdadero arrepentimiento. ¡Cómo la contrición es noble, razonable, elevada! Delante de alguien así contrito, se tiene el deseo de arrodillarse a su lado y pensar: “Cómo yo querría que esa lepra del pecado fuese curada en su alma. Madre de Dios, María Santísima, Vos podéis todo con vuestras súplicas irresistibles; sois la Corredentora del género humano; por vuestro intermedio recurro a Dios. Salvad este hermano mío. Arrancadlo de tal pecado y de tal vicio. Estoy dispuesto a sufrir por él, con tal de que mejore.”

 

¡Cuán bello es ver a alguien que, estando en un triste estado de culpa, hace su examen de conciencia para confesarse enseguida! ¡Qué maravilla hay en esa actitud de alma!

 

Sin embargo, a veces el espíritu humano es tan miserable, que todas esas consideraciones no le bastan. Él no se arrepiente. Piensa: “el pecado es tan agradable, que voy a volver a cometerlo”. No obstante, sin que se dé cuenta, conserva en el fondo del corazón un resto de amor a Dios. Un ángel le susurra en el oído palabras de temor, recibe una gracia y piensa: “¡Qué locosoy! Me transformé en un trapo moral. Si no me arrepiento y continúo pecando, y muero en esta situación, seré condenado al infierno por toda la eternidad. ¡Oh, horror! Expulsado de la presencia de Dios para siempre, porque no lo amé como debía. Y a cualquier momento puedo morir… ¡Con el auxilio de la gracia y la protección de Nuestra Señora, no voy a pecar más!”

 

La necesidad del firme propósito

 

Además del arrepentimiento, es necesario el firme propósito de nunca más ofender a Dios. La palabra “nunca” merece ser analizada en profundidad. La persona tiene que pensar en lo que le cumple renunciar para no volver a caer. Y establecer un programa de enmienda que le posibilite permanecer en la práctica de la virtud.

 

Digamos, por ejemplo, que ella sea obligada a hacer determinado recorrido, todos los días, para ir al trabajo, al colegio, etc. En el camino hay un puesto de revistas donde, además de periódicos, también están expuestas revistas inmorales que constituyen para ella una ocasión próxima de pecado.

 

O la persona se siente fortalecida por la gracia y nunca más pondrá su mirada en el puesto de revistas, o tiene que tomar la deliberación de cambiar de trayecto, para evitar de una vez por todas aquella proximidad peligrosa con el pecado: “Voy a andar por el otro lado, aunque sea un camino más largo. Esto sirve para humillarme y para formar mi voluntad en la línea del bien.”

 

Importa, pues, estudiar lo que se debe hacer para no caer nuevamente.

 

Otro ejemplo: las malas compañías. El pecador arrepentido debe pensar: “Tal individuo tiene sobre mí una influencia pésima y me conduce al pecado. ¿Si él fuese portador de una enfermedad contagiosa, yo lo evitaría? Probablemente. Ahora bien, él transmite, con sus defectos y maldades, la peor de las enfermedades, que es la falta grave contra Dios, ¿y no voy a evitarlo? ¿Dónde está el firme propósito de enmienda?”

 

Cómo es igualmente bello ver a una persona que pesa esas circunstancias y siente en su interior la fuerza, inspirada por la gracia, de decir: “No voy a cometer más pecados”, ¡y cumple su propósito!

 

El erguimiento después de años de caídas

 

A veces la persona no tiene esa fuerza, pero desea seriamente no caer, y sabe que en la hora de la tentación, a ruegos de Nuestra Señora, obtendrá la gracia de resistir. Le dice a la Santísima Virgen: “Ved qué harapo soy. Me siento débil, ni siquiera siento el deseo de que me concedáis el vigor de alma necesario para vencer la tentación. Sin embargo, voy a rezar todo lo que pueda y voy a hacer algún esfuerzo, Madre mía, para caminar en dirección a Vos. En este momento estoy dispuesto a no cometer pecados. ¿Estaré así mañana? ¡Ah, Madre mía…! No sé. Pero deseo querer. Tened pena de mí y obtenedme el perdón.”

 

Después de esa oración, ella recibe una gracia y persevera en el buen camino.

 

Hay casos de personas que caen innumerables veces en el pecado y, por fin, se yerguen definitivamente. Ya comentamos en otras ocasiones el hecho conmovedor narrado por Louis Veuillot – célebre escritor católico francés del siglo XIX – en su libro Perfume de Roma. Él cuenta que, durante su visita a la Ciudad Eterna, estando al lado del muro de una vieja iglesia, reparó en una piedra en la cual se distinguían ciertas inscripciones. Las leyó, las anotó y las publicó: “Año tal, tal fecha: ¡perdón, Dios mío, pequé! Me confesé en el día tal. Día tanto: perdón, Dios mío. Pequé, y más gravemente. Me confesé…”

 

Al manifestar su arrepentimiento y el firme

propósito de enmienda, el penitente recibe la

absolución del sacerdote: se hizo de nuevo la paz

entre el Creador y la criatura

En síntesis, se trataba de un diario de caídas y ascensiones sucesivas, a lo largo de los años. Poco a poco esa alma iba mejorando, adquiriendo nuevas energías morales, y subió lentamente la inmensa montaña de la vida espiritual. En cierto momento recibió una gracia insigne, se enmendó de modo completo y escribió en la piedra: “¡Aleluya! ¡Magníficat! ¡En este año, no pequé más!”

 

Impresionado, Louis Veuillot comenta que si esa piedra estuviese salpicada con sangre de mártires vertida en el Coliseo, él no la veneraría más de lo que, como entonces, se le presentaba “teñida” de sangre un alma contrita y humillada.

 

¡Cómo eso es verdad! Y esa sangre, nosotros la podemos verter por la práctica asidua de la confesión, seguida de la Comunión.

 

La paz restablecida entre el Creador y la criatura

 

Después del examen de conciencia, contrita, detestando cada uno de sus pecados, la persona se dice a sí misma: “No tuve vergüenza de cometerlos, no debo tener vergüenza de declararlos al sacerdote. Voy a contarlos para humillarme.”

 

Se dirige al confesonario, se arrodilla y afirma: “¡Padre, anduve mal! Hice tales cosas, con tales agravantes. ¡Perdonadme!”

 

Esa es la hora verdaderamente celestial. El ministro de Dios yergue su mano y traza la señal de la salvación, diciendo: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.”

 

Sucede entonces algo que escultor alguno podría dar a una estatua viva: la gracia para no pecar más. El pecador se había inclinado delante del padre como un miserable gusano que se arrastra por la tierra y, ¡de repente, se vuelve una mariposa y comienza a volar! Es la belleza indecible del alma que se arrodilla desfigurada por el pecado y se yergue limpia y justificada. Aceptando la penitencia impuesta por el sacerdote, recibe la absolución.

 

Una vez más, están selladas las paces entre el pecador y Dios, entre el Creador y la criatura.

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(Revista Dr. Plinio, No. 102, septiembre de 2006, pp. 10-13, Editora Retornarei Ltda., São Paulo).

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