Según una de las definiciones dadas por la gran Santa Teresa de Jesús, “la humildad es la verdad”. Por lo tanto, la persona humilde no es aquella que se atribuye a sí misma pecados que no cometió, defectos que no tiene, o una condición inferior a la que posee. Tampoco será humilde quien se imagina más de lo que es. Según este pensamiento de Santa Teresa, humilde es quien tiene una noción enteramente verídica sobre sí mismo.
La humildad y el sentido del respeto en Doña Lucilia
En ese sentido, creo poder decir que mi madre tenía una humildad auténtica. Percibía bien su posición y sus cualidades de alma, y por tales razones quería, naturalmente, ser objeto del respeto debido. A propósito, no necesitaba exigirlo, pues siempre era tratada con deferencia.
Sin embargo, ese mismo sentido de su propia dignidad la llevaba a percibir quién era superior a ella, a cualquier título. Y exactamente en esa percepción relucía, de manera especial, su virtud de la humildad. Es decir, tenía alegría al constatar que alguien estaba por encima de ella, así como también sentía gusto al comentar tal superioridad. Más aún, aunque no se comparase de forma explícita con nadie, Doña Lucilia dejaba entender, en sus comentarios, que la contemplación de esa superioridad hacía parte de su amor a lo maravilloso y le causaba alegría de alma.
Atenciones con el profesor de piano de su hija
El Dr. Plinio cuando niño, al lado de su hermana Rosée, haciendo sus ejercicios de piano.
|
Un ejemplo de cómo mi madre nos enseñaba a respetar las superioridades ajenas, eran sus atenciones con el profesor de piano de mi hermana Rosée. Era un hombre inteligente, entendía muy bien su oficio, pero al fin y al cabo era apenas un profesor de piano en una ciudad pequeña como la “San Pauliño” de aquel tiempo.
Pude presenciar en diversas ocasiones el trato que mi madre le dispensaba a ese señor. Ella a veces asistía a las clases dadas por él a mi hermana, y al final lo acompañaba hasta la puerta de la calle. Era un modo de demostrar su atención a una pequeña superioridad.
La visita del Rey de Bélgica a São Paulo
En ese sentido, me acuerdo de otro episodio.
Cerca de 1920, estuvo de visita en São Paulo el Rey Alberto de Bélgica. Según publicaron los periódicos, el cortejo real debería pasar frente a la casa donde entonces residíamos, en el barrio de los Campos Elíseos, con los principales automóviles en el siguiente orden: adelante el del Gobernador del Estado; enseguida el del Presidente de la República; después el del monarca belga, seguido por el que conduciría a su esposa, la Reina Elizabeth; por fin, vendría el de la Condesa de Caraman-Chimay, primera dama de honor de la soberana.
En aquel día yo me encontraba de cama, enfermo. Mi cuarto quedaba en la esquina de la casa, en el punto de encuentro de las dos calles por donde seguiría el cortejo. A pesar de mi estado, mi madre quería que yo asistiese al paso del séquito. Quiso prepararme, destacando las demostraciones de coraje y de heroísmo que el monarca belga había dado durante la Primera Guerra Mundial.
– Hijo mío – me dijo ella –, hoy vas a ver a uno de los más grandes hombres de nuestros días, el Rey Alberto de Bélgica. Héroe de guerra, porque defendió con denuedo el territorio de su reino contra los alemanes, aun cuando quedó reducido a una pequeña provincia. Y no abandonó el país, sino que resistió hasta el fin. También elogió a la reina, la cual, aunque era bávara – y alemana por lo tanto –, en la guerrahabía tomado corajosamente el partido del país que la había adoptado. También me habló de la Condesa de Caraman-Chimay, una dama de alta nobleza.
Terminada la explicación, mi madre me dijo:
Reflejo vivo de aquello que consideraba una síntesis perfecta, Doña Lucilia supo unir una bondad extrema a una enorme respetabilidad. Arriba, en París, en 1913.
|
– Ahora nos quedamos al lado de la ventana, y cuando pasen los automóviles voy a comentar a cada persona. Cuando el cortejo apareció, vimos limusinas iluminadas por dentro y andando despacio, para permitir que el pueblo viese a los personajes.
Mi madre fue mencionando a tal persona y a tal otra persona. Yo ya había visto fotografías de muchas de ellas en los periódicos. Pasaron el Rey y la Reina. Cuando pasó la Condesa de Caraman- Chimay, sentada en todo el centro del automóvil, sola, majestuosa, con una diadema y unos tules, mi madre exclamó:
– Mira la Condesa de Caraman-Chimay. ¡Es esa! Y comentó el modo de sentarse de la condesa, la nobleza de su actitud, etc. Eran comentarios que no sólo me hacían conocer más, sino que me incentivaban a admirar aquella superioridad. Era un objetivo de mi madre: modelarme para considerar con admiración todo cuanto fuese más que yo.
En el “baile blanco” del Conde Penteado
Menciono un último ejemplo de ese empeño de Doña Lucilia, tomado de nuestro ámbito familiar. La madre de ella, Doña Gabriela Ribeiro dos Santos, era una señora de belleza extrema y de mucho prestigio en la sociedad paulista. Mi madre, siempre con el intuito de formarnos, nos contaba algunos hechos en los cuales relució ese prestigio de mi abuela.
Uno de ellos ocurrió durante una fiesta en la residencia del Conde Penteado, la casa donde hoy funciona la Facultad de Arquitectura y Urbanismo en São Paulo. Se trataba de un “baile blanco”. Era costumbre, en la Belle Époque, que se promoviesen fiestas en las cuales todas las señoras deberían comparecer con vestidos del mismo color, indicado en la invitación. En el episodio que mi madre narraba, se trataba de un “baile blanco”.
Esas fiestas se desarrollaban hasta la media noche y allí se reunía la mejor sociedad de São Paulo; en cierto momento el reloj tocaba, entraban dos o tres mayordomos, se inclinaban delante de la dueña de casa y decían: “Señora, está servido”.
Había un murmullo entre los invitados, porque llegaba la hora política de la fiesta. El dueño de casa iba de salón en salón, hasta escoger a la señora que él más quería distinguir. Todos los invitados se quedaban conversando, fingiendo que no estaban dando atención, pero especialmente las señoras se quedaban en suspenso, por saber quién sería la escogida. El caballero pasaba por los salones con aire despreocupado, paraba delante de la señora que quería distinguir, hacía una inclinación y le ofrecía el brazo. Por su lado, la esposa de él escogía a otro, formándose rápidamente un cortejo de pares. Todos iban al comedor, donde comenzaba el gran banquete de dos o tres horas.
Cuando se daba el tal “baile blanco”, mi abuela sabía que ella sería una de las posibles escogidas. Mi madre, joven aún, estaba presente, y muchos años después le gustaba recordar cómo Doña Gabriela se quedó conversando con toda naturalidad, fingiendo que no notaba al Conde Penteado que pasaba. En cierto momento él se aproximó, se inclinó profundamente delante de ella y le dijo: “¿Doña Gabriela, Ud. me quiere dar el honor de cenar conmigo?”
Ella se levantó muy levemente, con mucha naturalidad, así como quien le hace una bondad a él: “¡Pero qué amable! Con mucho gusto”. Y se fueron los dos caminando.
Mi madre nos contaba ese episodio para mostrar cómo Doña Gabriela era bien considerada. Mi abuela era tenida por ella como un símbolo vivo de la bondad, y no veía que esta última fuese incompatible con una enorme respetabilidad. Por el contrario, lo natural es que estén unidos el respeto y la bondad.
El Conde Alvarez Penteado, magnate paulista de comienzos de siglo, y su palacete, en el cual quiso distinguir a Doña Gabriela con ocasión del “baile blanco”.
|
Profundamente imbuida de ese sentido del respeto, sólo había una actitud que mi madre jamás tomaba a ese propósito: la de contar delante de otros algo que realzase sus cualidades, las de mi hermana o las mías. Esto sería jactancia.
También tenía un cuidado extremo de no decirme nada que pudiese estimular en mí alguna vanidad. Así, por ejemplo, cuando fui elegido diputado, era natural que hubiese quedado muy contenta. ¡Pero no me dijo nada sobre eso! Ningún elogio.
Ella dirigió nuestra formación tomando siempre actitudes como esas.
________________
(Revista Dr. Plinio, No. 5, agosto de 1988, pp. 8-11, Editora Retornarei Ltda., São Paulo).