Desde lo alto de la cruz Cristo rescató a la humidad y nos hizo coherederos de la vida sobrenatural, integrándonos en una sociedad mística cuya constitución es análoga a la de su cuerpo natural: la Santa Iglesia.
Imaginemos una gota de agua cayendo del cielo sobre un determinado árbol. Al posarse sobre una de sus hojas, la balancea levemente, y después se desliza hasta la punta, precipitándose en caída libre en la superficie espejada de un pequeño lago. Al entrar en aquel cuerpo acuático origina una serie de olas concéntricas que van aumentando de diámetro hasta que llegan a las orillas.
crucifijo de la Casa Rey David, Mairiporã (Brasil)
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También podemos imaginar un glóbulo rojo que recorre los vasos sanguíneos de un ser humano. Impulsado por el corazón, recibe oxígeno en los pulmones y lo lleva, purificado, hacia otras partes del cuerpo.
A la vista de estas dos imágenes, se podría concluir que ambas son insignificantes, pues reflejan fenómenos comunes y corrientes que suceden en nuestro entorno. Ahora bien, calificarlos de esta manera sería dar muestras de superficialidad, porque, a ojos de un ser dotado de inteligencia, todo lo que ocurre en el orden de la Creación obedece a las sapientísimas leyes del Creador y acaba simbolizando una realidad superior a la mera naturaleza.
Un gran espejo del Creador
Tal afirmación parece ser gratuita, pues ¿realmente todo lo que existe en la esfera material tendrá tanta relación con el mundo sobrenatural?
La respuesta es sin duda afirmativa, porque, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, el universo es un gran espejo del Creador: “Dios creó el mundo para manifestar y comunicar su gloria. La gloria para la que Dios creó a sus criaturas consiste en que tengan parte en su verdad, su bondad y su belleza”.1
De este modo, “todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Las múltiples perfecciones de las criaturas (su verdad, su bondad, su belleza) reflejan, por tanto, la perfección infinita de Dios”.2
Toda la Creación plasmada por el Altísimo tuvo como principio a Él mismo, en cuanto Trinidad Santísima, conforme lo pone de relieve el Catecismo: “Dios, que ha creado el universo, lo mantiene en la existencia por su Verbo, ‘el Hijo que sostiene todo con su palabra poderosa’ (Heb 1, 3) y por su Espirito Creador que da la vida”.3
Cristo: cabeza y modelo de la Iglesia
Por eso al inicio de los tiempos todas las criaturas eran bellas y santas. El hombre, perfectamente equilibrado por el don de integridad, vivía en el paraíso terrenal, gozando de la amistad de Dios. El pecado de nuestros primeros padres, no obstante, manchó la Creación y destruyó la armonía original. Se hizo necesario que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, uniéndose a la naturaleza humana, la redimiera y elevara: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).
Y desde lo alto de la cruz el Hombre Dios rescató a la humanidad, nos compró la gracia con sus méritos, nos hizo coherederos de la vida sobrenatural y nos integró en una sociedad mística cuya constitución es análoga a la de su cuerpo natural: la Santa Iglesia.
Fue formada tomando a Cristo como modelo y teniéndolo como cabeza. “Así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros” (Rom 12, 5), nos dice el Apóstol. De ese Cuerpo Místico forman parte todos los que han sido beneficiados por la Redención.
Los miembros del Cuerpo Místico de Cristo
El hecho de que exista esa analogía entre la Iglesia y el cuerpo humano no significa, empero, que no haya importantes diferencias entre ambas realidades. Santo Tomás de Aquino señala como primera de ellas que los miembros del cuerpo natural se encuentran todos juntos concomitantemente, cosa que no sucede con los miembros del Cuerpo Místico. En él están comprendidos hombres de todas las épocas: desde el comienzo de la humanidad hasta los últimos siglos, pues, como afirma San Pablo, Dios “nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los Cielos. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo” (Ef 1, 3-4).
Con todo, el Doctor Angélico explica que incluso entre los que son contemporáneos no hay simultaneidad en el orden de la gracia: “Unos carecen de la gracia, habiendo de poseerla más tarde, mientras que otros la tienen. Así pues, se consideran como miembros del Cuerpo Místico no sólo los que lo son en acto, sino también los que lo son en potencia”.4
Dicha distinción puede parecer demasiado abstracta. No obstante, en el pensamiento del Aquinate todo tiene una profunda razón de ser. Con esa formulación pretende acentuar la situación de los miembros de la Iglesia que, por haber pecado gravemente, ya no poseen la gracia: no forman parte en acto de esa sociedad mística, sino en potencia, en la medida en que pueden recuperar la vida divina recurriendo al sacramento de la Reconciliación.
Misa dominical en la Casa Lumen Maris, Ubatuba (Brasil). En la página anterior, crucifijo de la Casa Rey David, Mairiporã (Brasil)
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También forman parte del Cuerpo Místico de Cristo los bienaventurados y los ángeles, que están fuera del tiempo y pertenecen a la Iglesia gloriosa. “Los hombres y los ángeles se ordenan a un mismo fin, que es la gloria de la bienaventuranza divina. Por eso el Cuerpo Místico de la Iglesia está compuesto no sólo por los hombres, sino también por los ángeles. Cristo es la cabeza de toda esta multitud, porque está más cerca de Dios”.5
De manera que Cristo, explica Santo Tomás, “en primer lugar y principalmente, es cabeza de los que están unidos a Él en acto por la gloria. En segundo lugar, de aquellos que le están unidos en acto por la caridad. En tercer lugar, de aquellos que le están vinculados por la fe. En cuarto lugar, de aquellos que están unidos a Él sólo en potencia”.6
Un cuerpo que también tiene alma
De una manera similar al hombre, constituido de cuerpo y alma, la Iglesia posee un alma: el Espíritu Santo.
En la encíclica Mystici Corporis, Pío XII afirma que “a este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes estén íntimamente unidas, tanto entre sí, como con su excelsa cabeza, estando como está todo en la cabeza, todo en el cuerpo, todo en cada uno de los miembros”.7
Vale la pena señalar que el Paráclito actúa no sólo sobre los que ya son miembros efectivos del Cuerpo Místico, sino también prepara de un modo misterioso y divino a aquellos que vendrán a formar parte de él. En este sentido, escribe el P. Emilio Saura, célebre teólogo tomista: “A unos los anima y vivifica en acto; a otros, en potencia”.8 Y añade más adelante: “La gracia que cada uno recibe, sea santificante o simplemente preparatoria, les viene de Cristo cabeza; pero es el Espíritu quien la da y quien con ella llega al miembro que la recibe, al que perfecciona más o menos, según la medida del don que le comunica. A unos llegará y los vivificará; son los miembros en acto. Llegará a otros y no los vivificará, sino que los dispondrá para la vivificación”.9
Inmensa responsabilidad de cada bautizado
Para formar parte de ese Cuerpo Místico, que es la Iglesia, son indispensables tres condiciones: haber recibido las aguas regeneradoras del Bautismo, profesar íntegramente la verdadera fe y no haberse separado de ella voluntariamente o haber sido apartado por la legítima autoridad, mediante excomunión, a causa de gravísimas culpas.10
Desde la perspectiva que le es propia, el Concilio Vaticano II esclarece: “A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica”.11
Analizando este fragmento, el P. Royo Marín pone de relieve la responsabilidad de cada uno de los bautizados en lo que sucede en el conjunto de ese Cuerpo Místico y afirma con seguridad: “En la Iglesia todo es social y colectivo”.12
Pentecostés, por Jaume Huguet Museo de Valladolid (España)
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Todas las acciones u omisiones del cristiano, buenas o malas, repercuten inevitablemente en el conjunto, haciendo que su propia vitalidad sobrenatural aumente o disminuya. Cualquier acto de virtud, por pequeño que sea, realizado por un cristiano eleva el nivel sobrenatural de toda la Iglesia; lo mismo que cualquier pecado, aunque fuera venial, “disminuye y recorta algo de aquella vida divina que Cristo nos mereció con su sangre preciosa y que circula incesantemente por las venas de la Iglesia. ¡Tremendo misterio, tan sublime en su aspecto positivo como aterrador en el negativo!”.13
Al comentar la misteriosa participación de las acciones y omisiones dentro del Cuerpo Místico, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira resalta que “todo mérito que adquirimos representa no sólo un enriquecimiento para nosotros, sino para la Iglesia entera. En cambio, toda gracia que mengua o se extingue en un hombre empobrece a toda la Iglesia. En el hecho de que los méritos y deméritos de alguien proyecten efectos sobre otros hombres consiste el dogma de la comunión de los santos”.14
Y para profundizar en esta importante verdad, añade: “Los méritos infinitamente preciosos de Jesucristo, y nuestros méritos, constituyen, por la comunión de los santos, el capital de la sociedad sobrenatural que es el Cuerpo Místico. Ese capital es designado por el nombre de ‘tesoros de la Iglesia’. […] Cada vez que alguien resiste a una tentación, toma una resolución virtuosa, hace una oración, practica un acto de penitencia o una obra de misericordia espiritual o temporal, aumenta el tesoro de la Iglesia”.15
La gota, el glóbulo y el Cuerpo Místico
Hechas estas consideraciones, regresemos ahora a las imágenes que abrían el presente artículo, tratando de interpretarlas dentro de nuestro contexto.
La pequeña gota que imaginábamos cayendo en un árbol, escurriéndose por él y sumergiéndose en un lago, puede ser comparada a las acciones de cada uno de los bautizados que, tras producir breves efectos en el mundo material, representado por la hoja del árbol, repercute con fuerza en el mundo sobrenatural al cual el hombre está destinado, figurado por las olas concéntricas del agua.
Nuestra Señora de París Casa Rey David, Mairiporã (Brasil)
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El glóbulo rojo, sin embargo, nos muestra cómo una buena acción trae beneficios para quien la practica y para el cuerpo entero, que es purificado y vivificado por ella, en virtud de la fuerza de recíproca unión, pues ésta, “aunque íntima, junta entre sí los miembros de tal modo que cada uno disfruta plenamente de su propia personalidad”,16 como describe Pío XII en la mencionada encíclica, congregándolos para provecho de todos y cada uno, por la unión del Espíritu Santo.
María: vínculo que nos une a Cristo
Cristo es, como hemos visto, modelo y cabeza de la Iglesia, la cual, por la acción del Espíritu Santo, completa y llena su acción redentora. “La cabeza mística, que es Cristo, y la Iglesia, que en esta tierra hace sus veces, como un segundo Cristo, constituyen un solo hombre nuevo, en el que se juntan Cielo y tierra para perpetuar la obra salvífica de la cruz; este hombre nuevo es Cristo, cabeza y cuerpo, el Cristo íntegro”.17
Y al igual que en el ser humano hay un miembro que une la cabeza al resto del cuerpo natural, el cuello, no podríamos dejar de mencionar aquí a María Santísima, vínculo que une a Cristo a los otros miembros.
Instrumento para la Encarnación del Verbo y Medianera de todas las gracias, Ella está por encima de las demás criaturas. Habiendo engendrado al Hijo unigénito del Padre, engendra también en el plano sobrenatural a todos los otros hijos de Dios. María es el guion que une el mundo natural al sobrenatural, el ápice de la excelencia de la Creación, modelo de completa unión de la criatura con el Creador, reflejo — tan perfecto como pueda caber en un ser creado— de la infinita belleza, verdad y bondad divinas.
1 CCE 319.
2 CCE 41.
3 CCE 320.
4 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 8, a. 3.
5 Ídem, a. 4.
6 Ídem, a. 3.
7 PIO XII. Mystici Corporis, nº 26.
8 SAURAS, OP, Emilio. El Cuerpo Místico de Cristo. Madrid-Valencia: BAC; Biblioteca de Tomistas Españoles, 1952, p. 739.
9 Ídem, ibídem.
10 Cf. PÍO XII, op. cit, nº 10.
11 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 14.
12 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 6.ª ed. Madrid: BAC, 1988, p. 109.
13 Ídem, ibídem.
14 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Corpo Místico de Cristo e Comunhão dos Santos. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año VI. N.º 58 (Enero, 2003); p. 28.
15 Ídem, ibídem.
16 PÍO XII, op. cit., nº 28.
17 Ídem, nº 34.