Todo en la doctrina católica presenta fulgores inéditos, siempre que la consideremos con la debida atención. Como no podía dejar de ser, esto se observa de manera evidente en el Padre nuestro.
Recorría Jesús toda Galilea predicando el Evangelio del Reino y curando toda dolencia. Enormes multitudes acudían a Él, porque su fama se había extendido por los países circunvecinos. Un día subió a un monte y se puso a enseñar: Bienaventurados los pobres en el espíritu… Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen… Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto… (cf. Mt 4, 23-25; 5, 1-48).
Más que a la multitud que Cristo tenía ante Él, su divina mirada consideraba sin duda en ese momento también a todas las almas fieles que a lo largo de los milenios escucharían atentamente sus palabras.
Por lo tanto, tenía en vista a cada uno de nosotros cuando nos enseñó la más perfecta de las oraciones: “Vosotros orad así: Padre nuestro que estás en el Cielo…” (Mt 6, 9). Tan consolador apelativo —¡Padre nuestro!— sólo podría brotar de los labios del Hijo unigénito de Dios. Asumió nuestra carne y nos reveló que tenemos un Padre en el Cielo.
“Resumen de todo el Evangelio”
La Oración dominical —u Oración del Señor— ha servido de guía para la piedad de los cristianos de todos los tiempos. Con respecto a ella, varios Padres y doctores de la Iglesia hicieron entusiásticos comentarios. Tertuliano la califica de “resumen de todo el Evangelio”.1
Jesús predicando a los Apóstoles Catedral de Lisieux (Francia)
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Para San Cipriano,2 es un compendio de la doctrina celestial. En esa misma línea, San Agustín asegura: “Si vas discurriendo por todas las plegarias de la santa Escritura, nada hallarás que no esté contenido y encerrado en la oración dominical”.3
Y el Doctor Angélico escribe: “En la oración dominical no sólo se piden las cosas lícitamente deseables, sino que se suceden en ella las peticiones según el orden en que debemos desearlas, de suerte que la oración dominical no sólo regula, según esto, nuestras peticiones, sino que sirve de norma a todos nuestros afectos”.4
De hecho, en el Padre nuestro, las peticiones se despliegan como los siete colores del arco iris de la Nueva Alianza; son un camino luminoso que nos lleva hasta los tesoros de la misericordia divina. Las tres primeras súplicas ponen en ejercicio las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), porque se dirigen directamente a Dios: “tu nombre”, “tu Reino” y “tu voluntad”; las cuatro siguientes imploran, en su conjunto, protección y auxilio en el ejercicio de las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza) y constituyen el llamamiento de los hijos a su Padre: “danos”, “perdona nuestras ofensas”, “no nos dejes caer” y “líbranos”.
Siete peticiones, presentadas en perfecto orden
Empieza con la reconfortante invocación: “Padre nuestro que estás en el Cielo”. Y siguen las siete peticiones, en el orden en el que deben ser hechas, conforme observa Santo Tomás:
Santificado sea tu nombre: Imploramos aquí lo primordial, es decir, la gloria de Dios. Por lo tanto, esta petición incluye a todas las demás. 5 Nos enseña Tertuliano que “cuando decimos ‘santificado sea tu nombre’, pedimos que sea santificado en nosotros que estamos en él, pero también en los otros a los que la gracia de Dios espera todavía para conformarnos al precepto que nos obliga a orar por todos, incluso por nuestros enemigos”.6
Venga a nosotros tu Reino: Esta petición tiene como objetivo nuestra participación en la gloria de Dios y, para ello, impulsados por la esperanza, imploramos la “venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo”,7 a fin de que Él reine definitivamente en todos los corazones.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo: Para que los hombres se merezcan entrar en la gloria celestial, pedimos que todos observen los Mandamientos de la Ley divina. “Por la oración, podemos ‘discernir cuál es la voluntad de Dios’ (Rm 12, 2; Ef 5, 17) y obtener ‘constancia para cumplirla’ (Hb 10, 36). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los Cielos, no mediante palabras, sino ‘haciendo la voluntad de mi Padre que está en los Cielos’ (Mt 7, 21)”.8
Danos hoy nuestro pan de cada día: En esta súplica no buscamos solamente nuestro sustento material. “Esta petición y la responsabilidad que implica sirven además para otra clase de hambre de la que desfallecen los hombres […]. Hay hambre sobre la tierra, ‘mas no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios’ (Am 8, 11). Por eso, el sentido específicamente cristiano de esta cuarta petición se refiere al Pan de Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía”.9
Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: Imploramos perdón por todos nuestros pecados, en los que cambiamos la amistad de Dios por el amor desordenado a alguna criatura. Y como garantía para que seamos atendidos, le ofrecemos el sacrificio de perdonar “a los que nos ofenden”. Nuestra petición no será escuchada si no hemos cumplido esa exigencia.10 A esto también nos incita el Apóstol: “perdonaos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo” (Ef 4, 32).
No nos dejes caer en la tentación: Después de haber implorado con humildad el perdón de nuestros pecados, suplicamos a Dios vigilancia, fortaleza y sobre todo el auxilio de la gracia para en adelante no volver a ofenderlo.
Y líbranos del mal: En esta última súplica de la Oración del Señor, el “mal” no es algo abstracto, sino que designa a una persona, Satanás, “el ángel que se opone personalmente a Dios y a su plan de salvación”. 11 En ella pedimos “para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador”.12
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El que conforma su vida a los principios contenidos en el Padre nuestro, ése es un perfecto cristiano. No dejemos pasar un solo día sin rezarlo. Nos acompaña desde el principio de nuestra caminata rumbo a la salvación, porque nuestros padres y padrinos lo rezaron en la ceremonia de nuestro Bautismo. Y será rezado por el sacerdote ante la tumba, cuando sea depositado nuestro cuerpo en su última morada, a la espera de la resurrección.
TERTULIANO. De oratione, c. 1: ML 1, 1153.
2 Cf. SAN CIPRIANO. De oratione dominica, n.º 9: ML 4, 525.
3 SAN AGUSTÍN. Epistula 130, c. 12, n.º 22: ML 33, 503.
4 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 9.
5 Cf. CCE 2815.
6 TERTULIANO, op. cit., c. 3, 1157.
7 CCE 2818.
8 CCE 2826.
9 CCE 2835.
10 Cf. CCE 2838.
11 CCE 2864.
12 CCE 2854.