La más sublime convivencia con Cristo Redentor

Publicado el 08/26/2019

Participar del mismo calvario, beber del mismo cáliz, cargar la misma cruz: he aquí la clave de la sublime convivencia que Nuestro Señor Jesucristo vino a establecer con los hombres a través de la Redención.

 


 

Dios creó a los seres humanos con instinto de sociabilidad y dispuso que las relaciones armoniosas con sus semejantes fueran una de las mayores fuentes de felicidad para quienes están en esta tierra.

 

Judit – Iglesia de San Germán de

Auxerre, París

Ahora bien, cuando las personas logran poquito a poco que esas relaciones terrenales alcancen su plenitud, enseguida desean incluir en ellas a los ángeles y, en cierto sentido, al propio Dios. Conviviendo familiarmente ya en este mundo con aquellos que habitan en las alturas celestiales, se vuelven partícipes de las alegrías que los espíritus angélicos gozan en la visión beatífica.

 

Colores que representan los matices de la convivencia

 

Variada, misteriosa y llena de simbolismo se presenta la historia de la convivencia entre los hombres del Antiguo Testamento. Se diría que, en ese aspecto, la humanidad centelleó a lo largo de los milenios con distintos colores, similares a los de las piedras preciosas.

 

El reencuentro de José con sus hermanos en Egipto (cf. Gén 45–46) podría ser imaginado envuelto en un bonito color amatista, pues esta piedra refleja con su brillo suave y sereno las alegrías del trato retomado, después de una larga y dolorosa separación.

 

La fuerte, leal e incondicional amistad entre David y Jonatán (cf. 1 Sam 20), ¿no será tan rara y valiosa como el verde profundo de una esmeralda?

 

Y cómo no comparar el vigoroso color rojo del rubí a la singular perspicacia y heroico coraje de Judit al cortarle la cabeza al jefe de los enemigos de Israel para defender a su pueblo y el santuario de su Dios (cf. Jdt 8–13).

 

Siguiendo adelante en la estela de estas comparaciones, cabría preguntarse a qué se asemeja el límpido fulgor de la más excelente de las piedras, el diamante, cuyo fantástico brillo parece que refleja algo de la nueva y sublime relación que la Sabiduría eterna ha querido establecer con la humanidad cuando “apareció en el mundo y vivió en medio de los hombres” (Bar 3, 38).

 

Encarnándose en el seno de María Santísima, Nuestro Señor Jesucristo inauguraba una etapa de la Historia. Nos enseñó a amar al prójimo de la forma más excelsa, santa y perfecta que se pueda imaginar, y nos dio pruebas superabundantes de ese amor a lo largo de la Pasión.

 

Convivir suave y armoniosamente en medio del dolor, mantener la unión en el auge de la contrariedad, estar dispuesto a inmolarse por el otro sin esperar retribución, he aquí algunas de las enseñanzas transmitidas por el Salvador al final de su vida pública, como corolario de su doctrina.

 

Tal convivencia, al mismo tiempo dulcísima y cuajada de sufrimientos, se mostró más fuerte, luminosa y cristalina que el diamante, al atraer a las almas con su inmaculado esplendor.

 

El indispensable papel del sufrimiento

 

“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16, 24-25). En este pasaje de la Escritura, el Señor establece el sufrimiento como elemento necesario para acompañarlo y conseguir su amistad.

 

Cargar con la cruz significa no sólo estar dispuesto a aceptar el dolor y la contrariedad, sino hacerlo por amor. De los que le son más cercanos Jesús espera una intimidad completa, que los lleve a discernir sus divinos anhelos y designios, y a padecerlo todo con Él, por Él y para Él.

 

Sin embargo, ya entre los Apóstoles encontramos diferentes grados de correspondencia a esa invitación. Al oír el primer anuncio de la Pasión, San Pedro reprendió al Maestro, mereciendo recibir de Él esta grave censura: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!” (Mc 8, 33).

 

San Juan, por el contrario, tuvo una actitud perfecta cuando, apoyándose sobre el pecho de Jesús durante la Última Cena, le preguntó quién le iba a entregar (cf. Jn 13, 23-25). Más que escuchar la respuesta salida de los labios del Redentor, trató de auscultar los anhelos del Sagrado Corazón y amó los insondables designios de Dios, sin poner obstáculos a que se consumaran todos los sufrimientos de su Señor.

 

El amor incondicional de este apóstol lo llevó a, unido a María Santísima, decir fiat a la voluntad del Padre eterno y a la obra de la Redención, haciéndolo digno de estar junto a la cruz de Cristo (cf. Jn 19, 26).

 

Diversidad de reacciones de cara al sufrimiento

 

Ahora bien, no sólo los apóstoles, sino todos los hombres, buenos y malos, pasan inevitablemente por el “divino desafío” de decir fiat a los sufrimientos que ante ellos se presentan en este valle de lágrimas. Y también entre nosotros hay distintas maneras de reaccionar de cara a esa realidad.

 

Algunas personas, acomodadas a la situación en la que se encuentran, hacen de todo para evitar cualquier molestia o preocupación, y prefieren creer en la triste ilusión de un mundo “perfecto”, sin dificultades ni angustias. Se asemejan a San Pedro cuando atrajo sobre sí la reprobación del Salvador: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”.

 

Otras, sedientas de beneficios, gozos mediocres y alegrías pasajeras, pueden ser contadas entre el gran número de los egoístas que, incluso sabiendo que no es posible desterrar por completo de sus vidas el sufrimiento, “andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas” (Flp 3, 18-19).

 

Aparición de Jesús a San Francisco

de Asís – Iglesia de San Roque,

Quebec (Canadá)

Pocos son, infelizmente, los que ante las inevitables aflicciones de esta tierra las enfrentan con serenidad, resignación y alegría.

 

Hombres y mujeres configurados con Cristo

 

Pero Dios no abandona al mundo a los desvaríos del pecado, ni deja de suscitar almas que le indiquen a la humanidad el camino de la rectitud, del desprendimiento y de la verdadera caridad. Esas almas son llamadas a ser, junto con Cristo, clavadas en la cruz (cf. Gál 1, 19) y a abrazar el dolor de forma como la Providencia quiera enviarlo, pues el miento las configura con el Señor de una manera perfectísima.1

 

En la vida de los santos encontramos numerosos hechos que ilustran esa sublime realidad, tantas veces manifestada en su propio cuerpo por la presencia de los sagrados estigmas y por otros fenómenos sobrenaturales.

 

Un gran ejemplo de amor a la cruz nos lo dio San Francisco de Asís. Varón lleno de Dios, alcanzó tan alto grado de unión con Cristo que, después de un éxtasis, mereció volverse físicamente semejante al Crucificado, al quedársele impresas en su carne las llagas de Jesús.2 Como explica San Buenaventura, su biógrafo e hijo espiritual, que así “como había imitado a Cristo en las acciones de su vida, así también debía configurarse con Él en las aflicciones y dolores de la pasión antes de pasar de este mundo”.3

 

¿Qué decir entonces de Santa Teresa de Jesús, cuyo corazón era frecuentemente traspasado por un ángel con un dardo incandescente, que la dejaba abrasada en grande amor de Dios? ¡El dolor que le causaba la transverberación le hacía dar quejidos y lamentos! Sin embargo, la paz y consuelo que sentía en esos instantes eran tales que de modo alguno deseaba evitar o disminuir ese sufrimiento.4

 

Merece la pena recordar igualmente a Santa Gema Galgani, elegida por la Providencia para vivir intensamente la gloria de la cruz. Esta joven escogida tuvo también la inmensa gracia de llevar en su cuerpo los sagrados estigmas, como prueba del gran amor y predilección que el Redentor y su Madre Santísima tenían por ella.5

 

¡Sigamos su ejemplo!

 

Todos los bautizados estamos llamados a la santidad y, por tanto, a padecer por amor a Dios los sufrimientos que Él quiera enviarnos, teniendo la certeza de que las fuerzas para enfrentarlos nos vendrán de Él mismo. Así, cuando abracemos nuestra cruz y sintamos nuestra flaqueza clamando dentro de nosotros, miremos más allá de la dureza y negrura del simple leño. ¡Fijemos nuestras vistas en quien en ella está clavado y lancémonos en sus brazos, que nos invitan a convivir con Jesús en esa hora suprema!

 

Y, a ejemplo suyo, en los momentos más terribles busquemos auxilio en aquella que no sólo sufrió y enfrentó con Él toda la Pasión, sino que fue también, por su amor y fidelidad adamantina, su máximo consuelo, adornando con lágrimas de brillante el Sacrificio redentor.

 

1 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 4.ª ed. Madrid: BAC, 1962, p. 341.

2 Cf. SAN BUENAVENTURA. Vida de San Francisco. Leyenda Mayor. Madrid: San Pablo, 2004, p. 134.

3 Ídem, ibídem.

4 Cf. AUCLAIR, Marcelle. La vida de Santa Teresa de Jesús. 14.ª ed. Madrid: Palabra, 1982, pp. 111-113.

5 Cf. SANTA GEMA GALGANI. Autobiografía. In: La gloria de la cruz. Madrid: BAC, 2002, p. 33.

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