LA MEJOR PUERTA ES SIEMPRE LA MÁS ESTRECHA

Publicado el 04/01/2019

Adoración de la Santa Cruz en la basílica de

Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)

El mundo de hoy está cada vez menos habituado al sufrimiento, así como también siempre lo comprende menos. Se huye de él tanto como se puede y cuando irrumpe en nuestra vida se lo considera muchas veces una injusticia. Olvidamos que, de hecho, la existencia en esta tierra —llamada por San Bernardo “valle de lágrimas”— está repleta de luchas y, aunque conlleve alegrías, nos trae muchas aflicciones.

 

Hay que reconocer que la vida del impío siempre es más fácil y agradable. Pensando que no tiene que responder ante un Juez que le pedirá cuentas del cumplimiento de la ley moral, goza sin freno de los placeres que este mundo le ofrece, raramente legítimos y cuántas veces perversos y criminales.

 

Como contrapartida, el impío no conoce la paz: vive dominado por la pasión, a la búsqueda ilimitada de más deleites, siempre mayores, mejores y más intensos. Está constantemente agitado, ante la aflicción de llegar a perder lo que ha ganado, y preocupado en resguardarse de la mentira y de la traición, que componen ese ambiente suyo propio. En algún rincón oscuro de su mala conciencia es atormentado por el fantasma de la ley, de la policía y de la prisión.

 

El justo, por su parte, vive en el mismo mundo, en las mismas condiciones y dificultades, y bajo la misma ley. Además de tener que soportar esa porción de sufrimiento que todo hombre enfrenta, así como las privaciones y restricciones que su rectitud le impone, es frecuentemente perseguido, combatido e incomprendido por los impíos e incluso por los suyos.

 

Podrá recibir en esta tierra, ocasionalmente, un módico premio por el bien practicado, pero esa no es la regla. Sin embargo, vive en paz, porque tiene la conciencia tranquila, y al atardecer de su vida entrega su alma con serenidad. En efecto, el juicio de Dios no constituye para él una perspectiva aterradora. Al final, mueren igualmente el justo y el injusto, el santo y el impío… Jóvenes y ancianos, pobres y ricos, débiles y poderosos, todos nos encontraremos al otro lado. Nuestra vida es un enigma que sólo se resuelve después de la muerte: la gran diferencia es el destino que le sigue.

 

Jesús compró por un precio muy elevado nuestra salvación y de ella nos beneficiamos siempre que sigamos su ejemplo. No obstante, una vez que hemos sido rescatados por nuestro Salvador, ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Él. Al haber existido la Redención seremos juzgados en función de ella. La cruz es para Cristo el trono desde el cual Él reina sobre el mundo y desde el cual juzgará a la humanidad cuando regrese. Desde allí contempla la conversión del buen ladrón y constata la impenitencia del mal ladrón.

 

Así pues, ante el Crucificado se abren únicamente dos caminos, pues seremos puestos a la derecha o a la izquierda: entre la justicia y la misericordia no hay una tercera posición, a pesar de las racionalizaciones ofrecidas por el relativismo vigente. Misericordia para quien acepta las vías de Dios o para quien, habiéndolas abandonado, a ellas regresa; Justicia para quien las rechaza. Por eso Jesús dijo que la puerta del Cielo es estrecha…

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