San Agustín afirma que “no hay doctrina de la fe cristiana combatida con tanta vehemencia como la de la resurrección de la carne”. Sin embargo, pocas verdades son tan claramente afirmadas en los escritos sagrados.
La resurrección: artículo de fe
“San Agustín”, Iglesia de Santa María Kitchener, Canadá.
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Muy raras son las personas que no han pasado por la dolorosa experiencia de perder a algún ser querido. Los funerales, marcados por el color rojo o negro, aunque envueltos en el respeto y la memoria de aquél que se fue, inevitablemente vuelven todavía más pungentes los momentos de la suprema despedida.
El drama de un fallecimiento y el misterio que ésto siempre trae consigo hace surgir la inquietante pregunta: “¿Qué hay después de la muerte?”
En efecto, todos los pueblos, desde los inicios de la Humanidad, alimentaron la creencia de que habría algo más allá de la tumba. Las dolorosas separaciones serían momentáneas, y en un futuro misterioso, en cierto lugar desconocido, los hombres se habrían de reencontrar.
Soluciones falsas o equivocadas de los antiguos y paganos
A lo largo de la Historia, las más diversas civilizaciones y culturas buscaron solución para ese enigma. Los antiguos egipcios creían que el alma quedaría peregrinando por un tiempo indefinido, después del cual volvería al cuerpo, y éste, por tanto, debería ser conservado. Con este fin, perfeccionaron la técnica del embalsamamiento, y hasta hoy sus momias, en perfecto estado de conservación, pueden ser vistas en museos.
La rica imaginación griega creó el orfismo. Según éste, como castigo por un crimen primordial, el alma era encerrada en el cuerpo tal cual en una prisión, y la muerte podía ser el comienzo de una verdadera vida.
Después del fallecimiento, las almas se dirigirían al Hades, donde bebían de las aguas del río Lete, con el fin de olvidarse de sus existencias terrenas.
El alma que no estuviese libre de sus culpas regresaba al mundo para reencarnarse.
El orfismo llegó, todavía con mucha vitalidad, hasta los primeros siglos de la Era Cristiana. Enseguida, se fue apagando lentamente.
Además de esas creencias, surgieron otras muchas explicaciones, como el panteísmo y el espiritismo. Por fin, el materialismo, negando pura y simplemente la vida sobrenatural, deja un vacío como respuesta a una de las más antiguas cuestiones humanas.
La respuesta cristiana nos es bien conocida, con los destinos del alma bien definidos, sea en el Cielo, contemplando al Creador, sea en el infierno, sufriendo los castigos inherentes a la condición de enemigo de Dios.
Pero con relación al cuerpo, compañero del alma de su jornada terrestre, ¿qué será de él?
La resurrección y la doctrina cristiana
San Agustín defiende que “no hay doctrina de la fe cristiana combatida con tanta vehemencia como la de la resurrección de la carne”.
“Si no hay resurrección de los muertos, ni Cristo resucitó. Si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación, y también es vana nuestra fe”, afirma san Pablo “San Pablo”, Catedral de Bayona, Francia
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Sin embargo, pocas verdades son tan claramente afirmadas tanto en las Sagradas Escrituras como por los autores de los primeros siglos. La enseñanza sobre la resurrección de los cuerpos tiene la condición de dogma, o sea, artículo de fe respecto del cual no puede caber ninguna duda.
A pesar de ello, no faltó quien se atreviera a negarla. Los gentiles la rechazaban como una fábula nueva e increíble. La contestaban también los saduceos y, entre los primeros cristianos, Himeneo y Fileto, a los cuales San Pablo refuta en su primera Epístola a Timoteo (cap. 2). A éstos se pueden sumar los gnósticos, maniqueos y priscilianistas, que tuvieron por secuaces, en la Edad Media, a los albigenses y valdenses. En nuestros días, los protestantes liberales y los racionalistas se empeñan en negar este dogma católico, por considerarlo incompatible con ciertas razones filosóficas. Contra todo este torrente de herejías, la Iglesia presenta el depósito de la Revelación y la segura voz de sus concilios.
Nos podemos apoyar en declaraciones históricas, como por ejemplo, el Credo de los Apóstoles, también llamado de Nicea; el Credo del XI Concilio de Toledo; el Credo de León IX, todavía usado en las consagraciones de los obispos; la profesión de fe del II Concilio de Lyon; el Decreto del IV Concilio de Letrán, contra los albigenses. Además, este artículo de fe tiene por base la creencia ya existente en el Antiguo Testamento y en las enseñanzas del Nue vo Testamento, además de la Tradición Cristiana.
La resurrección en las Escrituras
Las Sagradas Escrituras traen abundantes y claras referencias a la resurrección final de los cuerpos.
El profeta Daniel afirma: “Muchos aquellos que duermen en el polvo de la tierra despertarán, unos para una vida eterna, otros para la ignominia, la infamia eterna” (Dn 12, 2). La palabra “muchos”, aquí, no significa que algunos no resucitarán. Ella debe ser entendida a la luz de su sentido en otros pasajes, como en Is 53, 11-12; Mt 26, 28; Rm 5, 18-19.
La visión de Ezequiel de una planicie cubierta de huesos secos que fueron reordenados y revivificados (Ez 37) se refiere directamente a la restauración de Israel, pero muestra cómo esa figura sólo podía ser inteligible para oyentes familiarizados con la creencia de la resurrección.
El triunfante profeta Isaías proclama: “Revivirán tus muertos, los cadáveres se levantarán; se despertarán jubilosos los habitantes del polvo, pues rocío de luz es tu rocío, y los muertos resurgirán de la tierra” (Is 26, 19).
Finalmente, Job, reducido a la extrema desolación, se siente fortalecido por su fe en la resurrección: “Pues yo sé que mi defensor está vivo, y que él, al final, se alzará sobre el polvo; y después que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño” (Job 19, 25-27).
Ya en el Nuevo Testamento, después de la muerte de Lázaro, Marta manifiesta su creencia: “Sé que [él] ha de resucitar en la resurrección del último día” (Jn 11, 24). Contundente, San Pablo no olvida en poner la resurrección final al mismo nivel de certeza que la resurrección de Cristo “Ahora bien, si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿por qué algunos de vosotros andan diciendo que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado, y si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carecen de sentido” (1 Cor 15, 12-14).
Y por fin, supremo testimonio, el propio Cristo Nuestro Señor, no sólo supone la resurrección de la carne como cosa bien sabida, sino que también la defiende contra los ataques de los saduceos: “Cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos ni ellas se casarán, sino que serán como ángeles en los cielos. Y en cuanto a que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, lo que le dijo Dios: ‘Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob?' Él no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 25-27; Mt 22, 30-32). El Mesías declarará esa verdad en otros pasajes (Jn 5, 28-29; 6, 39-40; 11, 25; Lc 14, 14).
“La enseñanza sobre la resurrección de los cuerpos tiene la condición de dogma, o sea, artículo de fe respecto del cual no puede caber ninguna duda”.
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La doctrina de la resurrección en la Tradición cristiana
Los Padres, Doctores e insignes teólogos siguieron con firmeza el recto camino trazado por el Divino Maestro. En el siglo II, San Policarpo dio el apellido de primogénito de Satanás, al que niegue la resurrección y el juicio 1. Arístides afirma que los cristianos guardan los mandamientos porque esperan la resurrección de los muertos 2, con lo cual demuestra primero la posibilidad de la resurrección, su conveniencia y necesidad, después prueba que el hombre es inmortal, ya que es racional; y como, por otra parte, está compuesto de alma y cuerpo, él no puede conseguir con perfección su fin y su bienaventuranza si el cuerpo no vuelve a unirse con el alma.
San Irineo enseña que nuestros cuerpos, alimentados con el manjar eucarístico, reciben la semilla de la resurrección 3. En el siglo III fue Tertuliano quien con más brillo defendió la resurrección futura. Esta carne que Dios formó con sus manos y según su propia imagen, que animó con su soplo a semejanza de su vida (…) ¿esta carne no resucitará? ¿Esta carne que es de Dios por tantos títulos? 4.
Un testimonio de San Agustín: Resucitará esta carne, la misma que es sepultada, la misma que muere, ésta misma que vemos, que palpamos, que tiene necesidad de comer y de beber para conservar la vida; esta carne que sufre enfermedades y dolores, ésta misma tiene que resucitar, los malos para siempre penar, y los buenos para que sean transformados 5.
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Aunque muy respaldadas por tantos y tan serios testimonios, no deja de ser una maravilla imaginar que, en un día conocido sólo por el Altísimo, al toque de trompetas angélicas, millones de cuerpos emergerán de las profundidades de los océanos, surgirán de las entrañas de la tierra, y juntos, volverán los ojos al Creador, que entonces irá a separar a los suyos (cf. Mt 25, 31-33).
1) Ep. Ad Phipil., VII, 1.
2) Migne, P. G., t. 96, col. 1121
3) Id. ib., col. 1124.
4) Id., e. 2, col. 885.
5) Id., t. 38, col. 1231.