Hay algunos elementos que forman parte de la condición humana tan indisociables de ésta como nuestra propia sombra: ¿no sería ridículo que alguien intentara huir de ella? Ahora bien, a causa del pecado original la vida en la tierra se llenó de lucha, de esfuerzo y de dolor (cf. Gén 3, 16-19). Ni siquiera quedó exento de esas tribulaciones el Hombre Dios, el cual fue “probado en todo, como nosotros, menos en el pecado.” (Heb 4, 15). El período de Cuaresma, iniciado el primer día de este mes, viene a recordarnos a propósito cómo el mismo Jesús, absolutamente inocente y supremo modelo, quiso, no obstante, sufrir.
Muchas veces nos sentimos afligidos al considerar los sufrimientos futuros, como Cristo también se afligió en el Huerto de los Olivos (cf. Mt 26, 37-39). En ese momento le pidió al Padre soportar el dolor y fue escuchado. Jesús tenía muy presente, en efecto, que huir de la cruz no nos evita el sufrimiento, porque éste —al igual que la sombra— tarde o temprano nos alcanza. En cambio, el que le promete a otro una vida sin dolor no le ofrece más que un funesto espejismo, que siempre acabará mal. De hecho, ¿dónde está el hombre que nunca ha sufrido?
Es más, en esta tierra no pasamos sólo por un único sufrimiento. Tras el primero vendrá el segundo, después el tercero… Los padecimientos, en realidad, nos acompañarán toda la vida, hasta aquel último denominado muerte. Y esto sucede así porque nuestra existencia en este mundo está constituida de lucha (cf. Job 7, 1), de aflicción particular, individual, lo que confiere cierta forma de aislamiento a toda persona: ella, a solas, ante el propio dolor.
Sin embargo, en esos momentos… ¿estamos solos de verdad? Físicamente, podrá serlo, pero nunca espiritualmente: nos acompañan los que, como San José, fueron sometidos a pruebas terribles y triunfaron, convirtiéndose en intercesores de los que ahora pasan por tribulaciones similares. Pero sería un grave error definir al hombre como una “máquina de sufrir”: es, más bien, como un bellísimo brillante en potencia que a fuerza de golpes revela su luz interior. La Providencia permite el dolor para purificarnos y por eso sufriremos más cuanto mayor sea la luz que estamos llamados a irradiar. De modo que si alguien quiere saber si es grande su vocación, pregúntese cuánto sufre por Dios y por su gloria.
Siempre que sea aceptado con resignación por amor a Él, el dolor es la moneda con la que se compra la felicidad eterna. Por lo tanto, quienes buscan en este mundo un máximo de placer pueden encontrarse con las manos vacías en la hora del juicio, mientras que un sufrimiento extremo en la tierra nos conquistará un máximo de felicidad en el Cielo.
De esta suprema verdad son testigos las tres personas más augustas que hayan vivido en este valle de lágrimas. Salvada la debida proporción, José, María y Jesús sufrieron todo lo que en esta tierra se puede sufrir. En contrapartida, no hay en el Cielo gloria comparable a la de ellos… Y desde allí ahora interceden por los que, sufriendo hoy en el mundo, esperan llegar a las alegrías celestiales.