La verdadera caridad

Publicado el 03/11/2019

El vocablo “caridad” ha perdido a los ojos de un gran número de personas su principal significado. Es entendido casi exclusivamente como el acto de ayudar al prójimo desde el punto de vista humanitario. Ahora bien, ¿en qué consiste la verdadera cariad?

 


 

En la primera Carta a los corintios leemos la siguiente afirmación de San Pablo: “Quedan estas tres: la fe, la esperanza y la caridad. La más grande es la caridad” (13, 13). Tales palabras subrayan la importancia de esta virtud sin la cual nunca conseguiremos escalar los altos pináculos de la santidad.

 

Al atardecer de esta vida seremos examinados en el amor,1 es decir, según la caridad. Y al llegar a la visión beatífica sólo esta virtud teologal subsistirá, pues la fe se volverá visión y la esperanza se convertirá en posesión.

 

La única y verdadera caridad

 

En nuestros días, no obstante, el vocablo caridad ha perdido a los ojos de un gran número de personas su principal significado. Es entendido casi exclusivamente como el acto de ayudar al prójimo desde el punto de vista humanitario, proporcionándole alimentos, vestuario o incluso auxilio psicológico. Y, como es obvio, no es posible reducir el sol de las virtudes teologales a tareas terrenas muy nobles, pero desvinculadas del mundo sobrenatural.

 

Infundida en el alma en el momento del Bautismo, la verdadera y única caridad es la virtud teologal que nos hace amar a Dios con todo nuestro corazón, sobre todas las cosas, y al prójimo por amor a Dios, o sea, porque Dios está en él o al menos para que llegue a estarlo.2

 

Por eso el Apóstol alerta: “Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo caridad, de nada me serviría” (1 Cor 13, 3).

 

Cuando son destituidas del amor a Dios, esas acciones no pasan de actos de filantropía. Su valor es meramente temporal, y tanto pueden colaborar con la construcción del Reino de Dios como contribuir para apartarnos de él.

 

Al contrario, si está animada por la virtud de la caridad, la ayuda material es dada al prójimo con el objetivo inmediato o remoto, directo o indirecto, de auxiliarlo a alcanzar el Cielo.

 

Robusta caridad de una santa niña

 

Un hecho ocurrido con Santa María Magdalena de Pazzi, gran mística italiana, ilustra bien la esencia de la definición arriba presentada. Cierta vez, cuando era pequeña, su madre le preguntó intrigada:

 

—Hija mía, ¿por qué algunos días te quedas todo el tiempo a mi lado, sin separarte un instante?

 

En su inocencia, la niña le respondió:

 

—Porque los días que comulgáis, siento en vos el perfume de Jesús.

 

San Pedro y San Juan curando a un

paralítico – Museo de San Pío V,

Valencia (España)

Ya en su infancia la virtud de la caridad era tan robusta en aquella alma, que la santa actuaba impulsada por ella, sin afectos desordenados. Amaba a las personas en la justa medida en que la llevaran al único Ser deseado por su corazón.

 

Esencia de la perfección cristiana

 

Todas las virtudes sólo se solidifican y pueden ser así llamadas siempre que a ellas esté unida la caridad. En efecto, un acto en sí bueno, pero cuyo objetivo sea únicamente lograr ventajas personales y vanidades, sin intención de agradar a Dios, no merece el título de virtud. Por lo tanto, “la caridad no solamente es la síntesis, sino el alma de todas las virtudes”.3

 

“La caridad no pasa nunca” (1 Cor 13, 8) y quien se mantiene sereno ante el infortunio, aceptando “los sufrimientos, las privaciones, las humillaciones, los reveses de la fortuna, las fatigas, las enfermedades, en una palabra, todas esas cruces providenciales que Dios nos envía para probarnos, para que se arraigue en nosotros la virtud y facilitarnos la expiación de nuestras faltas”,4 ése sí que será un discípulo de Jesús que avanza en el camino del amor santificador.

 

Al ser Dios la caridad misma, debemos tomarlo como principal ejemplo en la práctica de esa virtud, amándolo como Él nos amó al dejarse crucificar en lo alto del Calvario. Cuando el Señor nos invita a seguirlo cargando nuestra cruz y renunciando a nosotros mismos, no hace otra cosa sino llamarnos a esa inmersión en la caridad, desprovista de cualquier egoísmo y coronada en el servicio y en la inmolación por amor a Él y al próximo.

 

Ejemplo de heroica caridad

 

Esa es la disposición que encontramos en la vida de los santos, como lo demuestra, por ejemplo, un episodio ocurrido con San Clemente María Hofbauer en el período en el que desarrollaba su apostolado en Polonia.

 

Tenía la costumbre de salir por las calles de Varsovia para pedir limosnas para el sustento de los niños de su orfanato —lo cual hacía con gran alegría y sin medir esfuerzos—, y cuando pasó delante de un comercio y percibió la vivacidad de la gente que allí estaba, decidió entrar, con la esperanza de ser bien acogido…

 

Se puso entonces al lado de uno de los hombres allí presentes que, por el modo de vestir, aparentaba cierto poder adquisitivo, y le dirigió una delicada petición de ayuda para sus niños. Su interlocutor, no obstante, tomado por un fuerte arrebato de cólera, lo recibió de manera hostil y arrogante, insultándolo gratuitamente.

 

Movido por la caridad y procurando únicamente el bien de sus niños y de aquella pobre alma, que había dejado trasparecer por sus actos el estado de ceguera y egoísmo en que se encontraba, el santo permaneció sereno ante las agresivas palabras que acababa de oír. Sin embargo, el hombre, no satisfecho con las injurias pronunciadas, terminó por escupir vergonzosamente en la cara del limosnero.

 

Con la categoría y el equilibrio que sólo un gran santo posee, San Clemente cogió tranquilamente su pañuelo, se limpió la cara y, a semejanza del divino Maestro, que delante de numerosos malos tratos permaneció como un humilde cordero, le dijo:

 

—Esto es para mí; ahora deme alguna cosa para mis huerfanitos.

 

Este espléndido acto de humildad y amor a Dios fue suficiente no sólo para convertir a aquella alma empedernida, sino para edificar a todos los que tuvieron la gracia de presenciar la bellísima escena.5

 

La limosna más valiosa

 

El hecho de soportar con heroica mansedumbre una descortesía de otra persona por amor a Dios constituye un acto de virtud mayor que distribuir semanalmente alimentos a los pobres. Sí, muchas veces a los ojos del Altísimo es más valiosa la limosna imperecedera y, por así decirlo, invisible, hecha al alma de un hermano, que la ayuda perecedera.

 

Imagen del Sagrado Corazón de Jesús perteneciente

a los Heraldos del Evangelio

Ya en el nacimiento de la Iglesia nos encontramos a San Pedro y a San Juan en la puerta del Templo, curando a un paralítico que les pedía una ayuda material… No tenían ni oro ni plata, pero actuaban en nombre del Señor de todas las riquezas creadas (cf. Hch 3, 6). ¿Acaso no fue más provechoso para el enfermo su curación que unas simples monedillas? Y más provecho aún que la curación material, ¿no fue para él saber de la existencia de Jesús, de su doctrina y de su poder?

 

El propio divino Maestro, al exhortar al pueblo después de la multiplicación de los panes, los incentiva a trabajar no por el alimento que perece, sino por el que perdura para la vida eterna (cf. Jn 6, 27). De este modo, nos indica que un hijo de Dios no puede preocuparse sólo con los bienes materiales, sino que debe estar constantemente repitiendo para sí mismo y para los suyos: “Sursum corda – Levantemos los corazones”.

 

Practicar la caridad es sobre todo procurar el bien espiritual del prójimo, soportando con paciencia sus defectos y pasando por encima de cualquier antipatía, despropósito o disputa, a fin de promover siempre la unión. A eso nos exhorta San Pablo: “No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás” (cf. Flp 2, 3-4).

 

¿Cuántas veces nuestro prójimo no está esperando de nosotros la limosna de nuestro buen ejemplo, de nuestra mansedumbre, de nuestra rectitud?

 

Para ser santo, basta amar

 

Muchos todavía ven la santidad como una utopía, aconsejada por la Iglesia, pero imposible de ser alcanzada por el común de los hombres.

 

Desconocen que la perfección de los santos consiste en hacerlo todo bajo la influencia de la caridad. Hemos sido llamados a perfeccionarnos en esa virtud. Estemos atentos, pues la práctica de la caridad, que cubre una multitud de pecados (cf. Prov 10, 12), no está lejos de nosotros, sino al alcance de nuestras manos. Basta que no cerremos el alma a la gracia, que siempre nos indicará la vía más conforme al Sagrado Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad.

 

 

1 Cf. SAN JUAN DE LA CRUZ. Dichos de luz y amor, n.º 59. In: Vida y Obras. 5.ª ed. Madrid: BAC, 1964, p. 963.

2 Cf. TANQUEREY, Adolphe. Compêndio de Teologia Ascética e Mística. 6.ª ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1961, p. 575.

3 Ídem, p. 160.

4 Ídem, p. 162. 5 Cf. AZEREDO, CSsR, Óscar Chagas. São Clemente Maria Hofbauer. Aparecida: Santuário, 1928.

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