¿Son siempre los malos más astutos que los hijos de la luz? ¿Cómo revertir esa situación? El camino ya está indicado…
P. Francisco Teixeira de Araújo, EP
Atardecía en las proximidades de Alejandría, en Egipto. Era en torno al año 360. Unos remeros, indiferentes a los esplendores de la puesta del sol, se esforzaban por aumentar la velocidad de su bote, que subía el río Nilo llevando a un hombre de venerable aspecto: Atanasio, patriarca de Alejandría. Estaba huyendo de los soldados que el emperador Julián, el Apóstata, había enviado para prenderlo, y que tras él iban en una galera. En determinado momento, al hacer una curva alrededor de una isla, la pequeña embarcación quedó unos instantes fuera de la vista de los perseguidores, y entonces el santo obispo les ordenó a los remeros:
—Dad media vuelta, vamos al encuentro de la galera.
Cuando las dos embarcaciones se cruzaron, el comandante de la patrulla imperial preguntó a los hombres del bote:
—¿Habéis visto por casualidad a Atanasio subiendo el río?
—Sí. Hace poco iba en una canoa justo después de aquella curva —respondió el mismo Atanasio.
Y mientras los esbirros remaban con toda sus fuerzas, en la vana esperanza de alcanzar al astuto patriarca, éste retomaba tranquilamente la lectura de un rollo de los Libros Sagrados…1
Campeón de la ortodoxia y gigante en la lucha contra el arrianismo, San Atanasio tuvo la gloria de atraer hacia sí la enemistad de todos los adversarios de Cristo. Tenía, por tanto, muchos opositores… Víctima de calumnias y persecuciones, fue desterrado cinco veces y pasó en el exilio diecisiete de sus cuarenta y cinco años de episcopado —dos en Tréveris, siete en Roma y ocho en cuevas de los desiertos de Egipto—, pero siempre tratando de encontrar los medios para ejercer su ministerio y desenmascarar a los enemigos de la Iglesia.
Un día, forzado por el emperador, compareció a un conciliábulo promovido por los arrianos. Éstos habían contratado una mujer de mala vida para que “testificara” públicamente contra él. Y la infame lo acusó de haber mantenido relaciones pecaminosas con ella.
Mientras estaba derramando su torrente de bajezas, los arrianos hervían de fingida indignación y exigían a gritos la deposición de Atanasio, quien lo escuchaba todo serenamente. En determinado momento susurró unas palabras al oído de su secretario. Éste entonces se acercó a la mujer y la interrumpió con una pregunta:
—¿Juras que me conoces y que de verdad he hecho todo lo que estás diciendo?
Ella, que nunca había visto a San Atanasio, no lo dudó:
—Lo juro.
Desenmascarada así la impostora, se dio por concluido el simulacro de juicio.2
Parte integrante de la virtud de la prudencia
Estos dos episodios demuestran cómo Atanasio tenía, en alto grado, una virtud característica de un gran número de santos, pero muy poco comentada y elogiada: la virtud de la sagacidad, o de la astucia.
¿Pero la astucia puede ser considerada una virtud? Así como la inteligencia y otros dones naturales, aquella puede ser usada tanto para el bien como para el mal. Es una virtud propiamente dicha cuando se ejerce desinteresadamente para, por ejemplo, ayudar al prójimo en sus necesidades, o actuar con más eficacia en la obra evangelizadora de la Iglesia, teniendo como objetivo la salvación de las almas y la gloria de Dios.
Santo Tomás3 se refiere a ella como siendo una parte integrante de la virtud cardinal de la prudencia, es decir, de la virtud por la cual el hombre emplea los medios adecuados para conseguir el fin santo que tiene en vista. La solercia, enseña el Doctor Angélico, es la “habilidad para la rápida y fácil invención del medio”.4 Y el padre Royo Marín, aventajado discípulo y hermano de hábito del Aquinate, así lo define: “Sagacidad (también llamada solercia y eustoquia), es la prontitud de espíritu para resolver por sí mismo los casos urgentes, en los que no es posible detenerse a pedir consejo”.5
La palabra latina solertia, empleada por el Doctor Angélico en la Suma Teológica, también se traduce habitualmente por sagacidad, perspicacia, astucia; sin embargo, estos tres vocablos se refieren más a una cualidad especulativa: la agudeza de espíritu. La solercia apunta hacia algo más práctico: la capacidad de, en un vistazo, percibir la situación, tomar una decisión y pasar a la acción.
Dos ejemplos sublimes
El divino Maestro nos ordena que la pongamos en práctica: “Sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10, 16). Con estas palabras, nos está recomendando que seamos inocentes, sí, pero también astutos. Porque la inocencia sin astucia puede resultar en necedad.
Sin embargo, Cristo nos anima no sólo con palabras, sino también con el ejemplo (cf. Lc 20, 1-8.20-26). Así, cierto día se encontraba Él enseñando en el templo cuando los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos le interpelaron:
—¿Con qué derecho haces estas cosas?
Bien podía haber replicado el Hijo de Dios que lo hacía por su propia autoridad. Pero prefirió actuar de un modo diferente. Quizá, entre otros motivos, para darnos una lección de solercia.
—También os voy a hacer una pregunta: el bautismo de Juan ¿era del Cielo o de los hombres?
Una cuestión embarazosa: si afirmaban que “del Cielo”, recibirían el jaque mate: “¿Por qué no le habéis creído?”; si respondían “de los hombres”, corrían el riesgo de ser apedreados por el pueblo. Tras una breve confabulación, se vieron obligados a rendirse:
—No lo sabemos.
—Pues entonces tampoco
os digo con qué derecho hago estas cosas —les dijo Jesús.
Forzados a reconocer su derrota, los enemigos del Salvador cambiaron de táctica: con vistas a acusarlo ante el gobernador romano, contrataron a espías para observarlo y tenderle una trampa. Se acercaron éstos, fingiendo ser hombres de bien, y le lanzaron una pregunta capciosa:
—Dinos, Maestro, ¿es lícito o no pagar impuesto al César? —Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios —les respondió Jesús.
Réplica tan eficaz que el evangelista termina la narración del episodio con una simple observación: “Y no pudieron acusarlo ante el pueblo de nada de lo que decía; y se quedaron mudos, admirados de su respuesta” (Lc 20, 26). Es decir, en términos más populares, les tapó la boca. Al darnos ese ejemplo el divino Maestro nos está invitando a que le imitemos.
Una corta frase, pronunciada en el momento exacto…
Bien que lo imitaron los santos a lo largo de los siglos. Hasta tal punto que quien se propusiera escribir una obra titulada Antología de las santas astucias tendría materia para centenares de volúmenes.
Pocas, no obstante, tan brillantes como aquella de San Pablo (cf. Hch 21, 27-33). Estaba en Jerusalén cuando los judíos lo cogieron, lo apalearon y lo habrían matado si el tribuno romano no hubiera intervenido con sus tropas. Éste mandó que el sanedrín se reuniera en su presencia e intimó al Apóstol a que presentara su defensa. En un segundo evaluó la situación en la que se encontraba y, sabiendo que el sanedrín se componía de fariseos y de saduceos, dijo en voz alta:
—Hermanos, soy fariseo, hijo de fariseo, y se me está juzgando por la esperanza en la resurrección de los muertos.
Resultado: estalló un altercado entre los acusadores; por un lado, los fariseos, favorables a la doctrina de la resurrección de los muertos y la existencia de los ángeles; por otro, los saduceos férreos enemigos de una cosa y de la otra.
—No encontramos nada malo en este hombre. ¿Y si le ha hablado un espíritu o un ángel?… —gritaban algunos fariseos.
Finalizó el “juicio”: los fariseos habían librado a Pablo de sus propias manos… y de las de los saduceos. ¿Quién lo iba a decir? ¡El ardoroso Apóstol defendido en el sanedrín por sus más acérrimos adversarios! Una corta frase, pronunciada en el momento exacto, produjo un prodigioso viraje.
Una queja del divino Redentor
Como si creyera ser insuficiente incentivarnos con palabras y ejemplos a la práctica de esa virtud, nuestro Redentor fue más allá: “los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz” (Lc 16, 8). Esta afirmación suena como una queja en nuestros días, en los que, según palabras del recordado Papa Juan Pablo II, la humanidad “parece extraviada y dominada por el poder del mal”.6 Es como si el divino Maestro dijera: “Infelizmente, los enemigos de mi Iglesia son más expertos en su pésimos designios que los hijos de ella en la lucha por la salvación de las almas”.
¿Cómo puede suceder esto? La explicación nos la da el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira:7 eso ocurre cuando los buenos aman poco a la Luz, Jesucristo; si los hijos de la luz amasen a la Santa Iglesia más que los hijos del mundo aman sus intereses personales, serán más astutos que ellos; y viceversa.
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