Quien se une a Dios por medio de la fe, participa de alguna forma del poder divino y se vuelve, en cierto sentido, tan fuerte como fuerte es Dios mismo.
Nuestra vida en esta tierra de exilio bien puede ser comparada a un barco que recorre el inmenso mar: durante la bonanza se desliza con suavidad en medio de las tranquilas aguas; sin embargo, en otros momentos un fuerte viento empieza a soplar, las olas se agitan, el cielo se oscurece e instantes después se desencadena una tempestad que azota la frágil embarcación. Llega el tiempo de las probaciones, las dificultades y los dramas.
Barcos en mitad de la tormenta, por Thomas Buttersworth
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Pero navegar en aguas revueltas no supone una tragedia para quien tiene fe. La práctica de esta virtud teologal nos lleva a considerar los obstáculos que surgen en nuestro peregrinar por este valle de lágrimas no como un motivo de tristeza, sino como prenda del premio eterno.
Ahora bien, ¿qué viene a ser exactamente la virtud de la fe?
En qué consiste la virtud de la fe
En el sacramento del Bautismo son infundidos en nuestra alma, junto con la gracia santificante que nos hace verdaderos hijos de Dios, las virtudes y los dones, los cuales confieren dinamismo a nuestro organismo sobrenatural, dándonos la capacidad de hacer el bien y evitar el mal de forma meritoria a los ojos de Dios.
La disposición estable para actuar bien se llama virtud, que consiste en la repetición constante de los actos que nos conducen a vivir rectamente, en oposición al vicio, que es el hábito del mal.
Cuando las adquirimos mediante el ejercicio y perfeccionamiento de los dones humanos, desarrollándose por el esfuerzo de la voluntad y actuando sobre una aptitud específica, las virtudes se llaman naturales; en cambio, cuando es el mismo Dios quien las infunde en nuestras almas, pasan a ser calificadas de sobrenaturales, al tenerle a Él como fuente y punto de referencia.
Entre las virtudes infusas se encuentran las llamadas teologales — fe, esperanza y caridad—, las cuales, como su nombre indica, nos llevan a conocer y a amar a Dios. Siendo esencialmente sobrenaturales, además de ser dones divinos, se dirigen al Creador en sus actos. Son el guía interior del hombre, capacitándolo para las actividades sobrenaturales que deberán alcanzar su plenitud en el Cielo, y se desarrollan cada día por el ejercicio que se le da, con el auxilio de la gracia.
Santo Tomás de Aquino afirma que la fe es la primera entre las virtudes, porque por medio de ella nuestro fin último, el Creador, nos llega al entendimiento. En efecto, “el conocimiento natural no puede llegar hasta Dios como objeto de la bienaventuranza según el modo en que tienden hacia él la esperanza y la caridad”.1
Cristo calma la tempestad Iglesia de San Pedro Burdeos (Francia)
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La fe constituye también la puerta a través de la cual entran las demás virtudes y es en función de ella que se cree en aquello que la gracia muestra de forma un tanto oscura, habilitando al hombre a dar su firme asentimiento a la Revelación. Se asemeja a una facultad auditiva espiritual, que nos permite oír las armonías del Reino de los Cielos y, de algún modo, la voz de Dios, incluso antes de ser admitidos en la visión beatífica, confiriéndole a la existencia humana una perspectiva sobrenatural.
Nos hace participar de la omnipotencia divina
Los milagros realizados por Jesús durant e su vida terrena estaban condicionados a que quien se beneficiaba de ellos fuera capaz de contemplarlos desde esa perspectiva sobrenatural. Por eso el divino Maestro le dice al ciego de Jericó: “Recobra la vista, tu fe te ha salvado” (Lc 18, 42).
En sentido contrario, les censura a los Apóstoles el poseer una visión naturalista de la vida y de los hechos, impregnada de criterios meramente humanos, y les exhorta: “En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: ‘Trasládate desde ahí hasta aquí’, y se trasladaría. Nada os sería imposible” (Mt 17, 20).
Comentando este pasaje del Evangelio, Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, afirma: “De hecho, la fe es capaz de mover montañas, pues detrás de ella está el poder de Dios, y cuando alguien se une a la fuerza divina por la robustez de tan valiosa virtud se vuelve tan fuerte como el propio Dios”.2 Es decir, la fe nos hace participar de la omnipotencia divina.
Antídoto extraordinario contra las tentaciones
Además, esta virtud orienta el intelecto hacia la verdad y, al unirse a la caridad, dispone la voluntad a un fin bueno, como enseña el Doctor Angélico: “En cuanto el entendimiento está orientado hacia la verdad por la fe, ésta realiza su orden a un bien. Pero, además, en cuanto informada por la caridad, realiza la ordenación al bien que es objeto de la voluntad”.3
De ese modo, la fe es un antídoto extraordinario contra las tentaciones que proceden del demonio, del mundo o de la carne. Si el demonio nos tienta para que no cumplamos los Mandamientos, por la fe creemos que hay un solo Señor y Legislador, a quien debemos obedecer. Si el mundo nos seduce con una prosperidad ilegítima o nos atemoriza con adversidades, creemos que Dios recompensa los sufrimientos de los buenos y castiga a los malos. Si la carne nos instiga con deleites momentáneos, creemos que esta vida es pasajera y, si somos fieles, gozaremos de la felicidad eterna.
Indispensables son las pruebas, los sufrimientos y las contradicciones para la santificación del hombre, pues hace que la fe se revitalice y genere una obra de perfección. Todo lo que nos ocurre es permitido por la Providencia “para plasmar en cada uno de nosotros el momento culminante en el cual vence Dios o el demonio en el campo de batalla interior del alma”.4
Debemos, por tanto, pedirle al Padre que nos haga “fortes in fide” (1 Pe 5, 9), pues esta virtud infunde coraje y llena el espíritu de entusiasmo. “Es el ungüento para todos nuestros dolores, es el ánimo y la alegría en medio de los sufrimientos de este gran desierto —nuestro exilio terreno— hasta alcanzar un día la felicidad eterna en la gloria celestial”.5
Barcos en mitad de la tormenta, por Thomas Buttersworth
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Creer en la hora de la insensibilidad
Crecer en la virtud de la fe conduce a una confianza inquebrantable. El abandono en las manos de Dios y la resignación a su voluntad son el testimonio más elocuente de la presencia de esa virtud.
Pero eso no significa que quien la practica no pase por períodos de insensibilidad, en los cuales se ve asaltado por aflicciones, inseguridades e incertidumbres. Conforme afirma el Apóstol, en esta vida “caminamos en fe y no en visión” (2 Cor 5, 7).
Hasta las almas más santas pasan por esas pruebas, y tal vez el ejemplo más paradigmático haya sido la gran Santa Juana de Arco. A partir de cierto momento se sintió abandonada por las luces sobrenaturales que la acompañaban, pero instantes antes de su muerte en la hoguera, en medio de la tragedia de una injusta condena y atormentada por la duda, gritó desde dentro de las llamas: “¡Las voces no me han mentido!”.6
Les dejaba a los hombres un supremo mensaje: en la hora del aparente abandono por parte de Dios es necesario tener en el fondo del alma la fe de que las voces de la gracia no mienten nunca. “Así que nadie debe dudar de la fe, sino creer más en lo que es de fe que en las cosas que ve; porque la vista del hombre puede engañarse, mientras que la ciencia de Dios es siempre infalible”.7
Fundamento de las grandes obras
Fe y caridad son virtudes inseparables. Quien cree en Dios sabe que es amado, sustentado y acompañado por su infinito amor. La fe ofrece también una meta a nuestra esperanza.
“La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve. Por ella son recordados los antiguos. Por la fe sabemos que el universo fue configurado por la palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo invisible” (Heb 11, 1-3), escribe San Pablo a sus compatriotas, después de haber recibido del Redentor las más sublimes revelaciones.
En la conjugación de esas tres virtudes teologales, que, como hemos visto, nos sitúan en una perspectiva divina, el hombre se ve capacitado de hacer grandes obras, como un poco más adelante enseña el propio San Pablo, recordando las grandes figuras del Antiguo Testamento: “Por la fe, Abel ofreció a Dios un sacrificio mejor que Caín; por ella, Dios mismo, al recibir sus dones, lo acreditó como justo; por ella sigue hablando después de muerto. Por la fe fue arrebatado Henoc, sin pasar por la muerte; no lo encontraron, porque Dios lo había arrebatado; en efecto, antes de ser arrebatado se le acreditó que había complacido a Dios” (Heb 11, 4-5).
Y añade: “Sin fe es imposible complacerlo, pues el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan. Por la fe, advertido Noé de lo que aún no se veía, tomó precauciones y construyó un arca para salvar a su familia; por ella condenó al mundo y heredó la justicia que viene de la fe” (Heb 11, 6-7).
Al estar dirigida su epístola a los hebreos, el Apóstol se detiene muy especialmente en el patriarca del pueblo elegido: “Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba. Por la fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios. Por la fe también Sara, siendo estéril, obtuvo vigor para concebir cuando ya le había pasado la edad, porque consideró fiel al que se lo prometía. Y así, de un hombre, marcado ya por la muerte, nacieron hijos numerosos, como las estrellas del cielo y como la arena incontable de las playas” (Heb 11, 8-12).
Santa Teresa de Jesús Iglesia de Nuestra Señora de la Gloria Juiz de Fora (Brasil)
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Almas llenas de fe
En el Nuevo Testamento no nos faltan ejemplos de práctica de esa admirable virtud. Desde la fundación de la Iglesia, Dios siempre eligió almas selectas para que, llenas de fe, marcaran la Historia con sus obras.
Una de esas almas fue Santa Teresa de Jesús, grande y admirable mujer que brilló en el firmamento de la Iglesia en el siglo XVI. Habiendo reformado el Carmelo, hizo de cada uno de los conventos que fundó un baluarte de fe, habitado por corazones incendiados en la caridad.
San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, también edificó su obra en la fe, robusta y lógicamente enraizada en la más pura doctrina. Eso le permitió dar nuevo vigor al fervor en el seno de la Iglesia, en una época marcada por el protestantismo y por la frivolidad renacentista.
Podríamos discurrir aquí sobre otras innumerables almas que nos dieron su más noble testimonio de fe, pero esto excedería los límites de este artículo. Guardemos esos nombres llenos de gloria y saquemos una valiosa enseñanza de sus ejemplos: quien quiera hacer grandes obras, debe empezar por robustecer su fe.
En esta vida pasajera, en la cual las obras no son más que una escalera para la eternidad, marca la Historia quien cree y actúa en función de la fe, pues quien sólo actúa sin fe desaparece con el polvo del tiempo.
1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 4, a. 7.
2 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¿Cómo enfrentar las desilusiones? In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 2012, v. VI, p. 395.
3 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., a. 5, ad 1.
4 CLÁ DIAS, op. cit., p. 400.
5 Ídem, p. 401.
6 BOURRE, Jean-Paul. Guerrier du rêve. Paris: Belles Lettres, 2003, p. 240.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Exposição sobre o Credo. Introdução. 5.ª ed. São Paulo: Loyola, 2002, p. 21.