LA VOZ DE LOS PAPAS – Buscad en Dios la fuerza

Publicado el 08/08/2017

La indiferencia de los obispos franceses ante los crímenes cometidos por Felipe I, motivó esta célebre carta de San Gregorio VII al episcopado de ese país. Les ordena que resistan al rey, amenazándolo con el entredicho. Si permanece impenitente, debe ser depuesto; si los obispos no quisieren acatar las órdenes del Soberano Pontífice, también serán depuestos.

 


 

Desde hace algún tiempo nos están llegando noticias del reino de Francia, otrora famoso y poderosísimo, pero cuya gloria empezó a declinar por la proliferación de las malas costumbres y por la desaparición de insignes virtudes.

 

Verdaderamente estamos en una época en la que el más alto honor y toda clase de belleza, al parecer, van disminuyendo intensamente; las leyes son descuidadas, la justicia es conculcada, todo lo que es feo, cruel, miserable e intolerable permanece impune, hasta el punto de que lo licencioso se establece como hábito.

 

Todo es dolor, nada merece alabanza

 

Después, hace varios años que, bajo el amparo del poder real, ninguna ley o autoridad prohíbe o castiga crimen alguno, y no faltan hombres que, ante el deseo de vengar injurias recibidas, toman las armas y luchan para hacer justicia por sus propias manos. En consecuencia, se han multiplicado las muertes, los incendios y otras calamidades derivadas de la guerra.

 

Todo es dolor, nada merece alabanza. E incluso ahora abundan los que, bajo el dominio de la maldad, como una pestífera enfermedad, cometen todo tipo de horrendos y facinerosos crímenes. No respetan ni lo humano ni lo divino: perpetran perjurios, sacrilegios, incestos, y por cualquier bagatela se traicionan unos a otros; van a ciudades vecinas, capturan a hermanos y extorsionan todos sus bienes, haciendo que su vida acabe en la extrema miseria. Aprisionan a los fieles que regresan de su peregrinación de Roma y los meten en cárceles, imponiéndoles los peores tormentos, en la expectativa de obtener rescates por encima de sus posibilidades.

 

Cabeza y causa de todo esto es vuestro rey, que de hecho no es rey, sino un tirano incitado por el demonio. Toda su vida está contaminada por la vergüenza y por el crimen. Gobierna de forma miserable, infeliz e inútil a un pueblo al que dejó suelto al viento del pecado, permitiéndole todo lo que está prohibido y animándolo, por su pésimo ejemplo, a practicar el mal. Si esto no bastara, debe añadirse el libertinaje de los eclesiásticos en adulterios, robos nefandos, perjurios y fraudes de todo género, cosas que merecen la ira de Dios. Vuestro rey roba como el peor de los ladrones hasta a los comerciantes que vienen de otros países, atraídos por la buena reputación de Francia. Él, que debería ser el defensor de las leyes, se ha convertido en el más voraz de los depredadores.

 

No es de extrañar que, actuando así, la fama de sus malas acciones extrapole los límites del reino y cause confusión incluso fuera de sus dominios.

 

Veis al lobo destrozando el rebaño

 

No obstante, nadie escapa del supremo Juicio. Por eso os rogamos y amonestamos con sincera caridad: precaveros para que no recaiga sobre vosotros la imprecación de las Escrituras: “¡Maldito quien trate de impedir que su espada se sacie de sangre!” (Jer 48, 10).

 

Como bien podéis comprender, se aplica al hombre carnal que omite la predicación de la Palabra. Y vosotros, hermanos, no estáis exentos de culpa. Lejos de resistir con vigor sacerdotal, como propugna el profeta Isaías (cf. Is 61), apoyáis todo lo que hemos descrito más arriba. Decimos esto gimiendo y a disgusto, temiendo mucho que merezcáis por vuestra actitud, no la sentencia de los pastores, sino la de los mercenarios,1 pues veis con vuestros propios ojos cómo el lobo destroza el rebaño del Señor y tratáis de esconderos, en vez de ladrar como perros intrépidos.

 

Tanto más tememos por vosotros cuanto no vemos qué excusa podréis presentar para tal comportamiento, y no encontramos otro motivo para vuestro silencio sino la conciencia de estar haciendo el mal o, al menos, una negligencia culposa que os lleva a no importaros con la perdición de los pecadores.

 

Vuestro cometido episcopal no os permite huir de vuestros deberes pastorales, eso no lo ignoráis. Obráis en error si os preocupáis solamente con las formas para consideraos fieles, pues podemos afirmar con certeza que quien impide el naufragio de un alma pecadora es mucho más fiel que quien, por omisión, deja que alguien sea devorado por el pecado.

 

Haced valer vuestro prestigio para advertir al rey

 

Sobre el temor que os pueda asaltar, debo recordaos que se requiere virtud para defender la justicia en las circunstancias actuales. El que corrige de acuerdo con la justicia se expone a peligros que, por cierto, son benéficos para la salvación de su propia alma. El recelo de morir no os otorga el derecho de no cumplir con vuestros deberes sacerdotales.

 

En consecuencia, suplicamos y reiteramos con nuestra autoridad apostólica que os congreguéis y, haciendo valer vuestro nombre y prestigio, os dirijáis al rey para advertirlo contra la confusión y el peligro por los que pasa su reino. Mostradle cuán criminales son sus acciones. No escatiméis argumentos para inducirlo a cambiar de actitud. Pedidle que repare los crímenes enunciados antes, porque, como bien sabéis, causará infinitas discordias y enemistades si no lo hace.

 

Exhortadle a que se arrepienta de sus actuales delitos, se corrija de los vicios adquiridos en su juventud y repare sus males mediante la contrición; actuando así, merecerá un reinado digno, justo y glorioso, y su actitud servirá de ejemplo para que otros también abandonen el mal.

 

Si, por no temer ya a Dios, no os escucha y, para desgracia de su alma y de su pueblo, persiste en el endurecimiento de su corazón, no podremos retener por más tiempo la espada de nuestra repulsa, como ya lo hemos advertido públicamente.

 

En este caso, espero que vosotros, movidos y obligados por la autoridad apostólica, pongáis en práctica la obediencia que debéis a la Santa Iglesia Romana, Católica y Apostólica, apartándoos de él y prohibiendo en toda Francia cualquier celebración pública del culto divino. Porque, si no hay otra salida, deseamos valernos de esta severidad para, con la ayuda de Dios, salvar el Reino de Francia.

 

Pero si, como tememos, continuáis tan tibios como hasta ahora y optáis por permanecer en el error, os privaré del oficio episcopal por ser cómplices de sus crímenes.

 

Dios es testigo de que actuamos con la conciencia limpia, en el dolor profundo de ver a tantos súbditos de tan noble reino perderse por culpa de un solo hombre. No podemos callar ni fingir que no lo vemos. Acordaos de lo que dice la divina sabiduría: “Es engañoso temer a los hombres, quien confía en el Señor vive seguro” (Prov 29, 25). Actuad, pues, con recta conciencia; sin tenerle miedo a la ruina que pueda veniros de los hombres, buscad en Dios la fuerza, como valientes soldados de Cristo, llamados a una vocación excelsa y a la gloria futura.

 

San Gregorio VII. “Carta a los obispos franceses”, 10/9/1074: PL 148, 362-365

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