“La cabeza y los miembros nacen de una misma madre”, nos recuerda San Luis María Grignion de Montfort. De tal modo están unidos los bautizados que todo hijo verdadero de la Iglesia debe tener a Dios por Padre y a María por Madre.
Hace ciento sesenta años se publicaba una obra destinada a convertirse en un clásico de la espiritualidad mariana. San Luis María Grignion de Montfort compuso el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen a comienzos del año 1700, pero el manuscrito permaneció prácticamente desconocido durante más de un siglo. Finalmente, en 1824 fue descubierto casi por casualidad, y en 1843, cuando se publicó, tuvo un éxito inmediato, revelándose como una obra de extraordinaria eficacia en la difusión de la “verdadera devoción” a la Virgen Santísima.
Mi escudo episcopal se inspira en esa doctrina
A mí personalmente, en los años de mi juventud, me ayudó mucho la lectura de este libro, en el que “encontré la respuesta a mis dudas”, debidas al temor de que el culto a María, “si se hace excesivo, acaba por comprometer la supremacía del culto debido a Cristo” (Don y misterio, BAC 1996, p. 43). Bajo la guía sabia de San Luis María comprendí que, si se vive el misterio de María en Cristo, ese peligro no existe. En efecto, el pensamiento mariológico de este santo “está basado en el misterio trinitario y en la verdad de la Encarnación del Verbo de Dios” (Ídem, ibídem).
La Iglesia, desde sus orígenes, y especialmente en los momentos más difíciles, ha contemplado con particular intensidad uno de los acontecimientos de la Pasión de Jesucristo referido por San Juan: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a Ella al discípulo a quien amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn 19, 25-27).
A lo largo de su historia, el pueblo de Dios ha experimentado este don hecho por Jesús crucificado: el don de su Madre. María Santísima es verdaderamente Madre nuestra, que nos acompaña en nuestra peregrinación de fe, esperanza y caridad hacia la unión cada vez más intensa con Cristo, único salvador y mediador de la salvación (cf. Lumen gentium, n.os 60 y 62).
Como es sabido, en mi escudo episcopal, que es ilustración simbólica del texto evangélico recién citado, el lema Totus tuus se inspira en la doctrina de San Luis María Grignion de Montfort. Estas dos palabras expresan la pertenencia total a Jesús por medio de María: “Tuus totus ego sum, et omnia mea, tua sunt”, escribe San Luis María; y traduce: “Soy todo vuestro, y todo lo que tengo os pertenece, ¡oh mi amable Jesús!, por María vuestra Santísima Madre” (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, nº 233). […]
Pablo VI la proclamó Madre de la Iglesia
Como dice el Concilio Vaticano II, María “es también saludada como miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia y como su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor” (Lumen gentium, n.º 53). La Madre del Redentor también ha sido redimida por Él, de modo único en su Inmaculada Concepción, y nos ha precedido en la escucha creyente y amorosa de la Palabra de Dios que nos hace felices (cf. Ídem, n.º 58).
También por eso María “está íntimamente unida a la Iglesia. La Madre de Dios es figura (typus) de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio: en el orden de la fe, del amor y de la unión perfecta con Cristo. Ciertamente, en el misterio de la Iglesia, que también es llamada con razón madre y virgen, la Santísima Virgen María fue por delante mostrando en forma eminente y singular el modelo de virgen y madre” (Ídem, n.º 63).
El mismo Concilio contempla a María como Madre de los miembros de Cristo (cf. Ídem, n.os 53 y 62), y así Pablo VI la proclamó Madre de la Iglesia. La doctrina del Cuerpo Místico, que expresa del modo más fuerte la unión de Cristo con la Iglesia, es también el fundamento bíblico de esta afirmación. “La cabeza y los miembros nacen de una misma madre” (Tratado de la verdadera devoción, n.º 32), nos recuerda San Luis María. En este sentido, decimos que, por obra del Espíritu Santo, los miembros están unidos y son configurados con Cristo Cabeza, Hijo del Padre y de María, de modo que “todo hijo verdadero de la Iglesia debe tener a Dios por Padre y a María por Madre” (El Secreto de María, n.º 11).
En Cristo, Hijo unigénito, somos realmente hijos del Padre y, al mismo tiempo, hijos de María y de la Iglesia. En el nacimiento virginal de Jesús, renace de algún modo toda la humanidad. A la Madre del Señor “se le pueden aplicar, con más verdad que a San Pablo estas palabras: ‘¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros’ (Gál 4, 19). Yo doy a luz todos los días hijos de Dios, para que Jesucristo, mi Hijo, se forme en ellos en la plenitud de su edad” (Tratado de la verdadera devoción, n.º 33). Esta doctrina tiene su expresión más bella en la oración: “Oh Espíritu Santo, concédeme una gran devoción y una gran inclinación hacia María, un sólido apoyo en su seno materno y un asiduo recurso a su misericordia, para que en Ella tú formes a Jesús dentro de mí” (El Secreto de María, n.º 67). […]
La Iglesia espera la venida gloriosa de Jesús
El Espíritu Santo invita a María a “reproducirse” en sus elegidos, extendiendo en ellos las raíces de su “fe invencible”, pero también de su “firme esperanza” (cf. Tratado de la verdadera devoción, n.º 34).
Lo recordó el Concilio Vaticano II: “La Madre de Jesús, glorificada ya en los Cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza cierta y de consuelo” (Lumen gentium, n.º 68). San Luis María contempla esta dimensión escatológica especialmente cuando habla de los “santos de los últimos tiempos”, formados por la Santísima Virgen para dar a la Iglesia la victoria de Cristo sobre las fuerzas del mal (cf. Tratado de la verdadera devoción, n.os 49-59).
No se trata, en absoluto, de una forma de “milenarismo”, sino del sentido profundo de la índole escatológica de la Iglesia, vinculada a la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo. La Iglesia espera la venida gloriosa de Jesús al final de los tiempos. Como María y con María, los santos están en la Iglesia y para la Iglesia, a fin de hacer resplandecer su santidad y extender hasta los confines del mundo y hasta el final de los tiempos la obra de Cristo, único Salvador. […]
Junto con la Santísima Virgen, con el mismo corazón de madre, la Iglesia ora, espera e intercede por la salvación de todos los hombres. Son las últimas palabras de la constitución Lumen gentium: “Todos los cristianos han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el Cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo, hasta el momento en que todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad” (n.º 69).
San Juan Pablo II. Fragmentos de la “Carta a la Familia Monfortiana”, 13 de enero de 2004