LA VOZ DE LOS PAPAS – Sacerdocio y santidad

Publicado el 09/09/2016

¡Ay del presbítero que no sabe comportarse a la altura de su dignidad, que profana el santo nombre de Dios, ante quien debe ser santo!

La corrupción de los mejores es la peor.

 


 

Comenzaremos, queridos hijos, Nuestra exhortación llamándoos a la santidad de vida que requiere vuestra dignidad. Cualquiera que ejerce el sacerdocio no lo ejerce sólo para sí, sino también para los demás: “Porque todo pontífice tomado de entre los hombres, en favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios” (Hb 5, 1).

 

Lo corrompido no puede servir para dar la salud

 

El mismo pensamiento expresó Jesucristo cuando, para mostrar la finalidad de la acción de los sacerdotes, los comparó con la sal y con la luz. El sacerdote es, por lo tanto, luz del mundo y sal de la tierra.

 

San Pío X fotografiado por Felici

Nadie ignora que esto es así, sobre todo cuando se comunica la verdad cristiana; pero ¿es posible ignorarlo ya que este ministerio no vale casi nada si el sacerdote no apoya con su ejemplo lo que enseña con su palabra? Los que le escucharon podrían decir, con falta de respeto, es verdad, pero no sin razón: “Confiesan que conocen a Dios, pero lo niegan con los hechos” (Tt 1, 16); y así rechazarían la doctrina del sacerdote y no gozarían de su luz. Por eso el mismo Jesucristo, constituido como modelo de los sacerdotes, enseñó primero con el ejemplo y después con la palabra: “Jesús hizo y enseñó” (Hch 1, 1).

 

Si el sacerdote descuida su santificación, de ningún modo podrá ser la sal de la tierra, porque lo corrompido y contaminado en manera alguna puede servir para dar la salud; y donde falta la santidad es inevitable que entre la corrupción. Por eso Jesucristo, continuando con aquella comparación, a tales sacerdotes les llama sal insípida que “para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres” (Mt 5, 13). […]

 

Con gran razón insistía así San Carlos Borromeo en sus discursos al clero: “Si nos acordáramos, queridísimos hermanos, de cuán grandes y cuán dignas cosas ha puesto Dios en nuestras manos, ¡qué fuerza tendría esta consideración para llevarnos a vivir una vida digna de sacerdotes! ¿Qué no ha puesto el Señor en mi mano, cuando ha puesto a su propio Hijo unigénito, coeterno y consubstancial a sí mismo? En mi mano ha puesto todos sus tesoros, sacramentos y gracias; ha puesto las almas, que es lo más precioso para Él, a las que ha amado más que a sí mismo, a las que ha redimido con su sangre; en mi mano ha puesto el Cielo, para que yo pueda abrirlo y cerrarlo a los demás… ¿Cómo podría, pues, ser yo tan ingrato a tan gran dignación y amor hasta el punto de pecar contra Él, de ofenderlo en su honor, de contaminar este cuerpo que es suyo, de profanar esta dignidad, esta vida consagrada a su servicio?”.1 […]

 

Cristo no cambia con el pasar de los siglos

 

Ahora bien, es necesario determinar en qué consiste esta santidad, de la cual no es lícito que carezca el sacerdote; porque el que lo ignore o lo entienda mal está ciertamente expuesto a un peligro muy grave.

 

Piensan algunos, y hasta lo pregonan, que el mérito del sacerdote consiste únicamente en emplearse sin reserva al bien de los demás; en consecuencia, dejando casi por completo de lado aquellas virtudes por las cuales el hombre se perfecciona a sí mismo (que ellos llaman virtudes pasivas), afirman que toda actividad y todo esfuerzo han de concentrarse en la adquisición y en el ejercicio de las virtudes denominadas activas.

 

Sorprende cuánta falsedad y cuánto daño encierra esta doctrina. De ella, Nuestro predecesor, de feliz memoria, escribió muy sabiamente: “Sólo creerá que ciertas virtudes cristianas están adaptadas a ciertos tiempos y otras a otros tiempos quien no recuerde las palabras del Apóstol: ‘A quienes de antemano conoció, a éstos los predestinó para hacerse conformes a la imagen de su Hijo’ (Rm 8, 29). Cristo es el maestro y paradigma de toda santidad y a su medida deben conformarse todos los que aspiran a la vida eterna. Cristo no conoce cambio alguno con el pasar de las épocas, ya que ‘Él es el mismo ayer, hoy y siempre’ (Hb 13, 8). A los hombres de todas las edades fue dado el precepto: ‘Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón’ (Mt 11, 29). Para toda época se ha manifestado Él como obediente hasta la muerte; en toda época tiene fuerza la sentencia del Apóstol: ‘Aquellos que son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias’ (Ga 5, 24)”.2 […]

 

Al mismo tiempo que insistimos en todo esto, no podemos dejar de advertirle al sacerdote que no ha de vivir sólo para buscar su propia santidad, pues es el obrero que Cristo salió a contratar “para su viña” (Mt 20, 1). Por consiguiente, a él le corresponde arrancar las malas hierbas, plantar las buenas semillas, regarlas y velar para que el enemigo no siembre luego entre ellas la cizaña.

 

Por lo tanto, guárdese el sacerdote, no sea que, al dejarse llevar por un afán inconsiderado de su perfección interior, descuide alguna de las obligaciones de su ministerio, que al bien de los fieles se refieren: predicar la Palabra de Dios, oír confesiones, asistir a los enfermos, principalmente a los moribundos, instruir en la fe a los que no la conocen, consolar a los afligidos, reconducir a los que yerran, imitando en todo a Cristo, que “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hch 10, 38).

 

Mas, en medio de toda esta actividad, que esté siempre profundamente grabada en su espíritu la advertencia insigne de San Pablo: “Ni el que planta es algo, ni tampoco el que riega; sino Dios, que hace crecer” (1 Co 3, 7). […]

 

Sólo la santidad nos hace tales como lo exige nuestra vocación

 

En realidad, sólo hay una cosa que une al hombre con Dios, que lo hace agradable a sus ojos y ministro no indigno de su misericordia: la santidad de vida y de costumbres. Si esta santidad, que es la supereminente ciencia de Jesucristo, faltare al sacerdote, le falta todo. Pues, sin ella, el propio caudal de una cultura refinada (que Nos mismos Nos esforzamos en promover entre el clero) y la propia destreza y pericia en el obrar, aunque puedan producir algún beneficio para la Iglesia o para los individuos, con frecuencia son, no obstante, lamentable causa de perjuicios.

 

Pero aquel que esté adornado de santidad y por ella se distinga, por ínfimo que sea [en el grado de la jerarquía eclesiástica], ¡cuántas obras no puede emprender y llevar a buen término para la salvación del pueblo de Dios! Numerosos testimonios de todos los tiempos lo demuestran. Una prueba de ello, cuyo recuerdo no es muy lejano, la tenemos en Juan Bautista Vianney, ejemplar pastor de almas, a quien Nos regocijamos en haber decretado el honor debido a los Beatos.

 

Ordenación sacerdotal en las catacumbas –

Grabado de inicios del s. XX publicado

por Gérard Desgodets

Únicamente la santidad nos hace tales como lo exige nuestra vocación divina, es decir, hombres crucificados para el mundo y para quienes el mundo está crucificado; hombres que caminen en una nueva vida y que, como enseña San Pablo, se muestren ministros de Dios “en las fatigas, en las vigilias, en los ayunos; con la castidad, con la ciencia, con la longanimidad, con la bondad; con el Espíritu Santo, con la caridad sincera, con palabras de verdad” (2 Co 6, 5-7); hombres que se dirijan exclusivamente hacia las cosas celestiales y que pongan todo su esfuerzo en llevar también a los demás hacia ellas.

 

El sacerdote ha de ser eximio en la oración

 

Y puesto que, como todos saben, la santidad de vida en tanto es fruto de nuestra voluntad, en cuanto es fortalecida por Dios mediante el auxilio de la gracia, Dios mismo nos ha provisto colmadamente para que no careciésemos jamás, si no queremos, del don de la gracia; lo cual lo logramos principalmente por la oración.

 

En efecto, entre la santidad y la oración existe necesariamente una relación tal, que no es posible la una sin la otra. En este sentido, muy conforme a la verdad es la frase del Crisóstomo: “Pienso que resulta patente para todos que es sencillamente imposible vivir virtuosamente sin el auxilio de la oración”;3 y San Agustín, agudamente, llega a esta conclusión: “Verdaderamente sabe vivir bien quien sabe orar bien”.4

 

Jesucristo mismo confirma estas enseñanzas por la exhortación constante de su palabra, y más todavía con su ejemplo. Para orar se retiraba a los desiertos o subía solo las montañas; pasaba noches enteras en esta ocupación; iba frecuentemente al Templo, y hasta rode lo y oraba en público; por último, clavado en la cruz, entre los dolores de la muerte, suplica a su Padre con lágrimas y gemidos.

 

Tengamos, pues, como cierto y probado que el sacerdote, a fin de mantener dignamente su posición y cumplir con su deber, ha de entregarse ante todo a la oración. Con demasiada frecuencia es de lamentar que lo hace más por costumbre que por fervor; que a las horas fijadas reza el Oficio con descuido o lo sustituye por unas cortas oraciones personales, y después ya no se acuerda de dedicar ningún otro momento del día para hablar con Dios, elevando su corazón a las cosas celestiales.

 

El sacerdote, sin embargo, mucho más que nadie, debe obedecer al precepto de Cristo: “Es preciso orar siempre” (Lc 18, 1); cuyo precepto seguía San Pablo quien insistía con tanto empeño: “Perseverad en la oración, pasando en ella las vigilias con acción de gracias” (Col 4, 2); “Orad sin cesar” (1 Ts 5, 17). […]

 

Temamos por su caída

 

¡Ay del sacerdote que no sabe mantenerse en su posición y que por su infidelidad profana el santo nombre de Dios, ante quien debe ser santo! La corrupción de los mejores es la peor. “Grande es la dignidad de los sacerdotes, pero su ruina también es grande si pecan; alegrémonos por su elevación, mas temamos por su caída; no es tan alegre el haber estado en lo alto, como triste el haber caído desde allí”.5

 

¡Ay, pues, del sacerdote que, olvidado de sí mismo, pierde el gusto por la oración, rehúye el alimento de las lecturas piadosas y jamás se vuelve dentro de sí para escuchar la voz de su conciencia que le acusa! Ni las heridas más enconadas de su alma, ni los gemidos de la Iglesia, su madre, conmoverán a ese desdichado, hasta que no caigan sobre él estas terribles amenazas: “Endurece el corazón de este pueblo, tápale los oídos, ciérrale los ojos, no sea que vea con sus ojos, oiga con sus oídos y comprenda con su corazón, y así se convierta y yo le cure” (Is 6, 10).

 

Que el Señor, rico en misericordia, aleje de cada uno de vosotros, mis queridos hijos, tan triste presagio; Él ve el fondo de Nuestro corazón y sabe que está libre de todo rencor hacia quienquiera que sea, más bien está movido por el amor de pastor y padre hacia todos: “Pues ¿cuál ha de ser nuestra esperanza, nuestro gozo, nuestra corona de gloria ante nuestro Señor Jesucristo a su venida? ¿No sois vosotros?” (1 Ts 2, 19).

 

Auxiliar y socorrer a la Iglesia en sus tribulaciones

 

Mas vosotros mismos, dondequiera que estéis, bien conocéis en qué desdichados tiempos se encuentra la Iglesia, por secretos designios de Dios. Considerad también y meditad cuán sagrado es el deber que os incumbe, de tal suerte que, pues habéis sido dotados por ella de dignidad tan alta, os esforcéis también por estar a su lado y por asistirla en sus tribulaciones.

 

Por eso, ahora más que nunca, se necesita en el clero una virtud no pequeña; una virtud absolutamente ejemplar, vigilante, activa y dispuesta finalmente a hacer y padecer grandes cosas por Cristo. Nada hay que con tanto ardor se lo supliquemos a Dios y lo deseemos para todos y cada uno de vosotros.

 

Que entonces florezca en vosotros con esplendor inalterable la castidad, el mejor ornato de nuestro orden; pues por su brillo el sacerdote se hace semejante a los ángeles, aparece más digno de veneración ante el pueblo cristiano y es más fecundo en frutos de santidad.

 

Crezca continuamente en vosotros el respeto y la obediencia, solemnemente prometidos a los que el Espíritu Santo ha constituido como pastores de la Iglesia; sobre todo que la sumisión debida a justo título a esta Sede Apostólica una cada día más vuestros espíritus y vuestros corazones con estrechos lazos de fidelidad.

 

El árbol divino – Grabado de finales

del s. XIX publicado por Friedrich Pustet,

Ratisbona (Alemania)

Triunfe también en cada uno de vosotros la caridad, que no busca en nada su propio provecho, a fin de que, ahogados los estímulos de la envidiosa rivalidad y la ambición insaciable que atormentan al corazón humano, todos vuestros esfuerzos, con una fraternal emulación, tiendan al aumento de la gloria divina. Una gran “multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos” (Jn 5, 3) espera los frutos de vuestra caridad; os esperan, principalmente, esas masas de jóvenes, querida esperanza de la sociedad y de la religión, que por doquier se hallan rodeados de engaños y de ocasiones de corrupción. Aplicaos con entusiasmo no sólo en impartir la sagrada catequesis, cosa que de nuevo recomendamos encarecidamente, sino en darles toda la ayuda posible que os inspiren vuestro consejo y vuestra prudencia, para merecer bien de todos.

 

¡No hagamos tal agravio a nuestra gloria!

 

Socorriendo, protegiendo, sanando o apaciguando, tened siempre el mismo objetivo, como sedientos, de ganar y conservar almas para Jesucristo. ¡Mirad con cuánta diligencia, fatiga y denuedo trabajan, incansables, sus enemigos en su afán de arruinar las almas!

 

La Iglesia Católica se alegra y gloría en su clero principalmente por esta prerrogativa de la caridad, que anuncia el Evangelio de la paz cristiana, lleva la salvación y la civilización hasta los pueblos bárbaros. Gracias a sus inmensos trabajos, a veces con el precio de su sangre, el Reino de Cristo se extiende cada día más y la santa fe brilla más augusta con nuevos triunfos.

 

Y si, queridos hijos, en respuesta a las muestras de vuestra caridad os encontráis el odio, el insulto, la calumnia, como suele ocurrir con frecuencia, no sucumbáis a la tristeza, “no os canséis de hacer el bien” (2 Ts 3, 13). Tened ante vuestros ojos esas legiones, tan insignes en número como en mérito, de todos cuantos, a imitación de los Apóstoles, en medio de los más crueles oprobios soportados por el nombre de Jesucristo, iban contentos, bendiciendo a los que les maldecían (cf. 1 Co 4, 12). Somos hijos y hermanos de los santos, cuyos nombres brillan en el libro de la vida, y cuyos méritos celebra la Iglesia: “No hagamos tal agravio a nuestra gloria” (1 M 9, 10).

 

San Pío X. Exhortación apostólica “Hærent animo” (fragmentos), 4/8/1908 Traducción: Heraldos del Evangelio

 


 

1 SAN CARLOS BORROMEO. Hom. Orat. II in syn. Dioec. XI, a. 1584

2 LEÓN XIII. Testem benevolentiæ, 22/1/1899.

3 SAN JUAN CRISÓSTOMO. De præcatione. Orat. I.

4 SAN AGUSTÍN. Sermo LV (α), nº. 1.

5 SAN JERÓNIMO. In Ezech. L. XIII, c. 44; v. 30.

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