¿Es el silencio una simple ausencia de ruido o de comunicación? No siempre… A menudo habla más que las palabras, abriendo los oídos del alma a las sublimidades de lo sobrenatural.
Quién de nosotros ha conocido las acaloradas discusiones en las plazas o incluso las tradicionales conversaciones en familia? ¿O tiene la costumbre de buscar una buena lectura para pasar una tranquila tarde de entretenimiento?
“Es el silencio guarda de la religión y en el que está nuestra fortaleza”, afirma el gran San Bernardo. Monja carmelita del convento de Écija (España).
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Infelizmente, no muchos. Somos la generación de los smartphones, ipods, tablets… Los momentos de alegre convivencia o de plácido recogimiento parecen haber sido relegados por nuestra sociedad tecnológica a un pasado ya remoto. Por lo tanto, ¿no sería anacrónico hablarle al mundo actual sobre la voz del silencio?
¡Todo lo contrario! Este mundo nuestro de la comunicación instantánea necesita, más que nunca, de la fecundidad y del esplendor escondido en él.
La expresividad de ciertos silencios
El silencio no puede ser considerado solamente por su aspecto negativo, es decir, la simple exclusión de palabras o aparente falta de comunicación, porque, cuántas veces, mucho habla. Ésta es una verdad conocida por la experiencia personal. A menudo dejamos trasparecer lo que ocurre en nuestro interior mediante el silencio. A través de él afirmamos, negamos, consentimos, reprobamos o manifestamos nuestra alegría o recriminación en relación con algo, a veces con más significado que si hubiéramos dicho unas frases.
De este modo, en diversas ocasiones el silencio es un extraordinario instrumento capaz de transmitir más ideas que las propias palabras. Incluso Jesús en el momento de la crucifixión, después de dirigir aquellas imperecederas palabras al buen ladrón —“hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43) —, le ofreció un frío silencio al mal ladrón, que le valió más que un colosal discurso. “¡Cuánta expresividad tiene el silencio de una persona como Nuestro Señor Jesucristo!”.1
Apartarse del bullicio para oír a Dios
El Antiguo Testamento narra, por ejemplo, que el Señor le prescribió a Moisés que los israelitas le presentaran sus ofrendas “en el desierto” (cf. Lv 7, 38), lo cual es símbolo de aislamiento, soledad y silencio. Y cuenta que Judit, al enviudar, “vivía en una habitación que había mandado construir sobre la terraza de su casa” (Jdt 8, 5); y ahí en el recogimiento, hacía penitencia y ayunos, llevando una vida de relación con Dios.
En efecto, para vivir de Dios, con Él y para Él, muchas personas abandonan el bullicio del mundo y abrazan el aislamiento, porque así se escucha mejor su voz. “Los mayores santos evitaban cuanto podían la compañía de los hombres, y elegían el vivir para Dios en su retiro”.2 No sin razón enseña San Juan de la Cruz: “Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”.3
1 CORRÊA DE OLIVEIRA,
Plinio. Devoção ao Sagrado Coração de Jesus. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XIV. N.º 155 (Febrero, 2011); p. 10.
2 KEMPIS, Tomás de. Imitação de Cristo. L. I, c. 20, n.º 1. Lisboa: Verbo, 1971, p. 30.
3 SAN JUAN DE LA CRUZ. Ditos de luz e de amor, n.º 98. In: Obras Completas. 7.ª ed. Petrópolis: Vozes; Carmelo Descalço do Brasil, 2002, p. 102.