Debemos alegrarnos no sólo con las buenas cosas que ocurren en nuestras vidas, sino también pensar en las alegrías extraordinarias de la Asunción, tras la cual María Santísima fue coronada como Reina del Cielo y de la tierra.
El día de la Asunción, Nuestra Señora estaba en la plenitud de su santidad. Su alma purísima, que durante toda su existencia terrena no había dejado ni un instante de progresar en la vida espiritual, había llegado a un clímax que la hacía poseer la perfección perfectísima, la belleza bellísima, la virtud virtuosísima.
Se encontraba en el apogeo de los apogeos; su amor a Dios nunca fue mayor como el de aquel momento.
Amor entusiástico de todos los ángeles
Podemos imaginar el estado de espíritu de quien sabía estar lista para gozar de la visión beatífica, llevada por un cortejo interminable de ángeles, de los cuales recibía los mayores homenajes posibles, como nunca ninguna reina del mundo había recibido o recibiría. Además, la Santísima Virgen era capaz de comprender la naturaleza, luz primordial y gracia de cada ángel, el amor que tenían a Dios y el amor del Altísimo por cada uno. Poseía también un conocimiento perfecto de la veneración del culto de hiperdulía que millones y millones de ángeles le rendían, quienes dirigiéndose a Ella la aclamaban con el mayor de los respetos y amor, y sentía una alegría completa al oír esas alabanzas, consciente de merecerlas por ser Madre de Nuestro Señor Jesucristo y espejo fidelísimo suyo.
La Coronación de María Santísima, por Fra Angélico – Galería Uffizi, Florencia (Italia)
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¿Qué sería para una mera criatura humana, como era Nuestra Señora, el verse objeto del amor entusiástico de los espíritus celestiales, alegres por recibir en los Cielos a su Reina?
Coronada como Reina del Cielo y de la tierra
Después de haber recorrido con su pensamiento y su mirada todos esos ángeles y haberse encontrado con las almas santas que ya habían subido al Cielo tras la muerte de Nuestro Señor Jesucristo, después de haberse encontrado con su esposo San José e intercambiado con él un saludo lleno de un respeto y afecto de los cuales ni siquiera nos hacemos una idea, la Asunción había alcanzado su término. Había llegado la hora de la coronación.
Sería reconocida por la Santísima Trinidad como Reina de los ángeles y de los santos, del Cielo y de la tierra, lo que dio motivo a una fiesta en el Cielo. No lo digo como hipérbole, pues pienso que allí tuvo lugar una auténtica fiesta, aunque en términos y modos que no podemos imaginar.
La coronación marcó el auge total y pleno de su alegría, ahora ya sin sombra, sin mancha, sin incerteza, sin preocupación, sin la menor nube. Había sido reconocida como Reina por ser Madre de Nuestro Señor Jesucristo, Hija del Padre eterno y Esposa del divino Espíritu Santo.
¿Qué significó para la Virgen el primer instante de la visión beatífica —instante eterno, porque el Cielo es eterno—, la primera alegría de la visión directa de Dios? Pues bien, la Asunción era el camino a recorrer para llegar hasta allí y María Santísima lo sabía y deseaba ardientemente. Teniendo esto en mente, es posible aquilatar los océanos —yo diría, las infinitudes— de alegrías que inundaron su alma santísima en aquel día.
Nuestros dolores serán transformados en alegrías
¿Podemos sacar algún provecho de estas consideraciones y encontrar en ellas una aplicación para nuestra vida espiritual? Evidentemente que sí.
Nosotros también estamos llamados a subir al Cielo. Instantes después de nuestra muerte, nuestras almas serán juzgadas, presentadas a Nuestra Señora y, por su misericordia, en cierto momento gozaremos de la visión beatífica.
Estando en las delicias del Cielo, disfrutaremos de la familiaridad con los ángeles, con los santos. Nos encontraremos nuevamente unos con otros, y una de las mayores fuentes de alegría que allí tendremos será recordar los dolores de esta tierra y todo lo que aquí hemos pasado.
Al encontrarnos a alguien con quien teníamos desavenencias, diremos:
—Oh, mi querido señor, ¿se acuerda usted de aquellos desacuerdos nuestros? ¿De las molestias que le causé? Fíjese que a causa de eso pasé en el Purgatorio tanto tiempo…
El otro responderá:
—Yo también le molesté, pero Nuestra Señora nos perdonó y en función de ello se estableció entre nosotros un vínculo de amistad aún mayor. ¿Recuerda los favores que Ella nos concedió? ¿Y fulano y mengano, que eran tan amigos nuestros?
—Sí, ¿dónde estarán? —preguntará el primero.
—Mire, allí están —contestará el otro.
No tengo la menor dificultad en admitir que habrá fiestas en el Paraíso celestial, en las cuales todos juntos alabaremos de un modo especial a María Santísima. Los dolores que padecemos en el momento presente serán transformados en alegrías superabundantes, en satisfacciones insondables, que nos inundarán durante toda la eternidad.
Eternidad perpetuamente nueva, animada, emocionante
Queridos míos, nuestra vida puede durar 30 años, 50 años, pero pasa.
Representa menos que un minuto cuando nos ponemos ante la perspectiva de la eternidad. Sufrimos ahora; después, no obstante, ¡cuántas alegrías tendremos! Y una de las mayores será mirar a Nuestra Señora.
Hay una historia medieval, bastante conocida, referente a cierto hombre que pidió insistentemente el poder verla. La Madre de Dios se le apareció y quedó encantado. Pero cuando Ella se fue, él se había quedado ciego de un ojo. Entonces un ángel le preguntó si quería verla nuevamente, con la condición de perder la visión del otro. Pensó un poco y respondió: “¡Quiero! Vale la pena quedarse ciego para ver a Nuestra Señora una vez más. ¡Cualquier tiniebla es aceptable, siempre que, por un instante, pueda dirigir la mirada hacia esa luz!”.
La Santísima Virgen vino de nuevo. La estuvo contemplando largamente y cuando la celestial visitante se marchó ¡él había recuperado la vista por completo!
Si tan magnífico es ver a Nuestra Señora, ¡imagínense lo que significa contemplar a Nuestro Señor Jesucristo! Y luego la esencia de Dios en la visión beatífica… Todo eso eternamente, ¡por los siglos de los siglos!
Y pregunto entonces: en comparación con esa eternidad fija, inmóvil, pero perpetuamente nueva, impecable, en extremo interesante, curiosa de ver, animada, emocionante, ¿qué es esta vida pasajera? Es absolutamente nada, es escoria. Ante ella tenemos la impresión de que la vida presente es, más que una realidad, una pesadilla.
Cuanto más sufrimos, más debemos acordarnos de la gloria
Así pues, pensar que en la eternidad vamos a tener alegrías similares a las de Nuestra Señora, y que nuestra ida al Cielo en algo se asemejará con su Asunción al Paraíso celestial es, a mi ver, la mejor de las meditaciones.
Suele representarse a la Virgen con el corazón rodeado de rosas blancas, para recordar su pureza, y atravesado por siete puñales. Evidentemente son puñales espirituales, que simbolizan su alma herida por la espada de dolor prenunciada por el profeta Simeón.
Me gustaría ser pintor para representar a María Santísima subiendo al Cielo con el corazón a la vista y que salieran de esos puñales la más intensa luz que se pueda imaginar. Porque su gran gozo provenía de los tormentos que había sufrido, de las luchas que había aceptado…
Esa será también nuestra gloria. Cuanto más suframos en esta tierra, más debemos acordarnos de la gloria que tendremos al subir al Cielo, y de la felicidad que gozaremos por los siglos de los siglos.
En la letanía de Todos los Santos hay una jaculatoria que siempre me impresionó mucho: “Señor, que eleves nuestros corazones a desear las cosas celestiales”. Haciendo meditaciones como esta es cuando percibimos la grandeza de las “cosas celestiales”, y esto nos da alegría y entero consuelo para soportar las cosas de la tierra.
Extraído, con adaptaciones, de la revista “Dr. Plinio”. São Paulo. Año XVII. N.º 197 (Agosto, 2014); pp. 18-23.