En la primavera de 1916, Lucía, Francisco y Jacinta llevaban una tranquila vida de pastorcitos, en la pequeña aldea de Aljustrel, hasta entonces prácticamente desconocida, incluso por los portugueses. Lucía, la mayor, aún no había cumplido los 10 años. Se complació la Divina Providencia en elegir a estos inocentes niños para hacerles un encargo de enorme importancia y repercusión a nivel mundial.
Un celestial mensajero
Ahora bien, cuando Dios llama a alguien para realizar una misión especial, no sólo le proporciona a esa persona los dones naturales y sobrenaturales adecuados para ella, sino que la prepara con antelación, bien haciendo resonar la voz de la gracia en lo más íntimo de su alma, bien por medio de un mensajero empíreo.
En el caso de los videntes de Fátima, la Soberana del Cielo y de la tierra quiso que un príncipe de la corte celestial viniera a prepararlos. ¿Quién era él?
El reino luso, destinado a cruzar los mares y abrir continentes enteros para la propagación de la fe, todavía no había terminado de nacer y Dios ya le había designado un ángel para que lo amparase. Con motivo de su Bautismo, en 1109, Don Alfonso Enríquez, primer rey de Portugal, fue consagrado a él; y con el transcurso de los siglos la devoción popular al Ángel Protector de los Portugaleses iba estableciéndose. En 1504, el Papa León X oficializó su culto al instituir la fiesta del Ángel Custodio del Reino.
Éste ángel fue el escogido por la Madre de Dios para preparar a los pastorcitos de Fátima. Y él cumplió su particular incumbencia en tres apariciones sucesivas durante el año de 1916.
Primera aparición: “Soy el Ángel de la Paz”
En su libro titulado Era una Señora más brillante que el sol, el P. João de Marchi1 realiza un detallado relato de dichas apariciones, que resumimos en las siguientes líneas.
En un luminoso día de primavera de aquel año, los niños habían llevado el rebaño a pastar a un lugar llamado Loca do Cabeço. Todo estaba tranquilo. Después de rezar sus oraciones habituales, se pusieron a jugar. Sobresaltados por un fuerte viento que, de repente, empezó a sacudir los árboles, levantaron la mirada y vieron que, sobre el olivar, caminaba hacia ellos un joven resplandeciente como el brillo de un cristal atravesado por los rayos del sol, y que enseguida los tranquilizó diciéndoles: —¡No temáis! Soy el Ángel de la Paz.
A continuación se arrodilló, se postró con la frente en tierra y rezó:
—¡Dios mío! ¡Yo creo, adoro, espero y os amo! Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman.
Después de pedirles que repitieran esa oración, se levantó y agregó: —Rezad así. Los Corazones de Jesús y María están atentos a la voz de vuestras súplicas.
Dicho esto, desapareció, dejando a los pastorcitos en un aura sobrenatural tan intensa que casi no se daban cuenta de su propia existencia, y permanecieron largo tiempo repitiendo esa angélica oración. “Al día siguiente, aún sentíamos el espíritu envuelto en esa atmósfera, que sólo muy lentamente fue desapareciendo”,2 escribiría más tarde sor Lucía.
Segunda aparición: “Soportad el sufrimiento”
Al cabo de un tiempo, ya en verano, reapareció el ángel mientras los tres niños estaban jugando junto a un pozo, en el patio de la casa de Lucía. En esta ocasión les anunció que tenían una importante misión y les instó a que empezaran sin demora: —¿Qué hacéis? ¡Rezad!
¡Rezad mucho! Los Corazones Santísimos de Jesús y María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofrecedle constantemente al Todopoderoso oraciones y sacrificios. —¿Cómo hemos de sacrificarnos?, preguntó Lucía.
—De todo lo que podáis, ofreced un sacrificio a Dios, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido, y una súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así sobre vuestra patria la paz. Yo soy el ángel de su custodia, el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión el sufrimiento que el Señor os envíe.
Tercera aparición: “Consolad a vuestro Dios”
Entre el final del verano y el principio de otoño regresó por última vez el celestial mensajero, trayéndoles un don de infinito valor. Habían terminado los inocentes niños su frugal merienda y, en lugar de empezar a jugar, se fueron a orar a una gruta cercana. Allí, de rodillas y con el rostro en tierra, rezaban la plegaria que les había enseñado el ángel: —¡Dios mío! ¡Yo creo, adoro, espero y os amo!…
El resplandor de una luz desconocida les hizo que interrumpieran su oración. Se levantaron y vieron al ángel, el cual sostenía en su mano izquierda un cáliz y sobre él una hostia, de la que caían unas gotas de sangre. Dejando el cáliz y la hostia suspensos en el aire, se postró en tierra junto a los pastorcitos y les hizo repetir tres veces esta oración:
—Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los que Él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.
Se levantó a continuación, le dio la Sagrada Forma a Lucía y les presentó el cáliz a Francisco y a Jacinta diciendo: —¡Tomad y bebed el cuerpo y la sangre de Cristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos! Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios.
Hecho esto, se postró de nuevo en tierra y rezó con ellos tres veces más la oración: — Santísima Trinidad, … Finalmente se retiró y no volvió nunca más.