Se podría imaginar el fin del mundo así: un día común – como fue hoy y como habrá de ser mañana –, de repente, por una explosión atómica, todo el mundo muere y quedan únicamente los justos. Ellos, sorprendidos por todo eso, pero ultra-aliviados por desaparecer de la tierra el caos y el horror, súbitamente escuchan armonías celestes, sienten perfumes celestiales, ven colores inimaginables. Miran hacia arriba y observan que el propio orden baja del cielo.
Los ángeles esplendorosos, radiantes de belleza, ordenados en todo su ser y dispuestos como un ejército en orden de batalla. ¡Nos podemos imaginar la grandeza de ese espectáculo!
Infierno – Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, Clermont-Ferrand, Francia
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Sin duda, aquellos hombres, hasta entonces horrorizados con el caos y el desorden del fin del mundo, tendrán un júbilo extremo y máximo, al verse mirados con tanta bondad y alegría por esos ángeles que van bajando.
En determinado momento, se escucha la voz de Nuestro Señor y todos los cuerpos resucitan. El júbilo de los últimos hombres fieles llega al auge cuando ven lo más maravilloso de lo maravilloso: la humanidad santísima de Nuestro Señor Jesucristo.
¡Está claro! No hay figura que los ángeles puedan hacer, ni dicha o delicia alguna que pueda representar lo que es Nuestro Señor Jesucristo, Hombre-Dios, en quien resplandece la naturaleza humana en su perfección, unida hipostáticamente al Verbo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Entonces la gloria es máxima, pero se manifiesta a los sentidos del hombre a través del cuerpo sacrosanto de Nuestro Señor Jesucristo. Sólo este gozo vale más que todas las alegrías que los ángeles puedan ofrecer a los hombres en el cielo. Nosotros ya reputábamos inimaginable el júbilo causado por los ángeles, sin embargo, mucho mayor es la felicidad que da la perfección de Nuestro Señor Jesucristo al aparecerse a los hombres.
Entretanto, dice la Teología: Caro Christi, caro Mariæ – la carne de Cristo es la carne de María. Nosotros no podemos tejer adecuadamente estas consideraciones sin pensar en Aquella que, teniendo naturaleza humana, con un cuerpo ya resucitado, está gloriosamente en el cielo, a donde fue llevada por los ángeles. No es posible que María Santísima no esté resplandeciendo en su cuerpo con toda la gloria posible. San Luis Grignion de Montfort dice bien que Dios hizo para los hombres el Paraíso Terrenal, para los ángeles, el Paraíso Celestial – a donde también nosotros debemos llegar –, pero para sí hizo un Paraíso que es Nuestra Señora.
San Anselmo – Catedral de Nueva York, EEUU
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¡Imaginen lo que significa contemplar, por toda la eternidad, ese Paraíso de Dios, en donde puso sus complacencias! Donde el Espírito Santo generó a Nuestro Señor Jesucristo, en el que estuvo como en un sagrario durante nueve meses. Él nació de María Santísima preservando su virginidad; Ella lo alimentó, lo nutrió, lo cargó en sus brazos y después lo acompañó toda la vida hasta lo alto del Calvario; y la última etapa de Ella en la tierra, mientras no llegaba el momento de su muerte, para consolidar la Santa Iglesia ya existente. Se entiende todo lo que esto significa y cuantas glorias deben converger en María Santísima.
¿Qué premio le corresponde a Nuestra Señora por un mínimo cuidado que Ella tuvo con el Niño Jesús? ¡Una sola sonrisa, un solo desvelo! ¿A qué gloria conlleva todo esto? ¿A quién se le ha dado algo comparable a esa gloria? Ella está fuera de toda comparación, por encima de cualquier conjetura.
Todo esto, tomando de Ella apenas los gestos simples y cotidianos; con cuánta mayor razón con las grandes actitudes, en las grandes ocasiones de la Historia. Por ejemplo, al pie de la Cruz, su mérito en el momento en que Nuestro Señor Jesucristo dijo “consummatum est”, y Ella aceptó al mismo tiempo su muerte y la ofreció a Nuestro Señor como corredentora del género humano. ¡No nos hacemos idea de la gloria con que esto es premiado en el Cielo!
Ahora, si no tenemos medida al referirnos a Ella, ¿qué decir entonces de Nuestro Señor Jesucristo?
Seriedad, belleza y gloria del Juicio Final
Por ahí tenemos una idea de la sublimidad de las cosas celestiales y la grandeza para la cual el hombre es llamado. Y, por contraste, cómo ofende a Dios la vulgaridad de la vida contemporánea, ¡qué ultraje eso representa a la Divina Majestad!
Imaginen, por ejemplo, un hippie sucio, cabello en desorden, harapiento – no por pobreza e infortunio, lo que se respeta, sino porque quiere –, sentado al borde del camino, con la mirada y gestos vacíos, viendo quién pasa y causando horror a todo el que no llegue a ser conquistado por el hipismo.
Ese hombre fue educado, tal vez haya sido bautizado y, por tanto, recibido en la Santa Iglesia, haciendo diparte del Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo en cuanto católico, pues el pecador no deja de pertenecer a la Iglesia. El, de por sí, es llamado a ser un príncipe en el Cielo y a ver, como acabo de decir, a Nuestra Señora, a Nuestro Señor Jesucristo en su Humanidad Santísima. Pero profana todo esto para lanzarse en la infamia. Bien se percibe el insulto a Dios que esto le hace, porque fue llamado a una cosa tan diferente y, sin embargo, hace eso consigo mismo. ¡Él tiene que dar una explicación al Creador!
Jesús siendo clavado en la Cruz – Museo de la Semana Santa, Zamora, España
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Pensemos cuál sería la actitud de un rey delante de un hombre al que le hubiera confiado la corona del reino. Si el individuo coge la corona sin respeto y la lleva como quien carga una bola, el rey tiene derecho de llamarlo e interpelarlo inmediatamente, de obligarlo a devolver, mandar detenerlo y después juzgarlo. ¡Es evidente! Ahora, ese rey le concedió mucho menos que Nuestro Señor Jesucristo, derramando por nosotros su Sangre infinitamente preciosa, ofrecida juntamente con las lágrimas inapreciables de María. ¿Y cuánto vale esa ofrenda? Pues bien, ese ofrecimiento se hubiera hecho del mismo modo, exclusivamente por el alma de aquel hippie.
Por tanto, si Nuestro Señor dio todo por cada uno de nosotros, ¿no tiene derecho de exigir que llevemos debidamente ese don, mucho más precioso que una corona: el alma redimida por su Sangre y el Bautismo que la consagró? ¡Es evidente!
Cómo es útil meditar esto durante las dificultades espirituales y para dedicarnos sin reserva a la causa de la Iglesia, que es la causa de Dios y de Nuestra Señora. Sin reservas, porque la persona analiza y ve que para eso fue creada, y el modo más digno de emplear su tiempo, su cuerpo, su alma, es hacer exactamente así.
Hoy no se ven tantos hippies por ahí. Casi se puede decir que no hay hipismo en ningún lugar y, al mismo tiempo, se hizo presente en todas partes. Salió casi enteramente del panorama, pero en cierta medida, penetró en el espíritu de casi todo mundo. En los tiempos en que se veían hippies por la calle, cuantas veces al mirar a uno u otro, yo pensaba: “¿Quién sabe si ese pobre desdichado fue llamado a pertenecer a la militancia católica?”
Esas consideraciones nos ayudan a entender mejor la seriedad, la belleza y la gloria del Juicio.
Santa Juana de Arco
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Los justos impugnarán a todos los que pecaron contra ellos
Hablamos de los ángeles y de Nuestra Señora. Evidentemente no se ha dicho todo, porque es expuesto para imaginar a Nuestro Señor Jesucristo, que llega con gran pompa y majestad. Entonces, no es que las cosas queden propiamente pequeñas, porque ¡Él no disminuye nada! Al contrario, todo va mostrando magnificencias cada vez mayores, en la medida que se aproxima la ocasión para su venida. En el momento en que llegue, el brillo de todos aumentará todavía más, pero Él lo supera todo infinitamente.
Comienza el Juicio, que para los buenos es ya un inicio del cielo, pues ellos ya empezaron a verlo en los ángeles y en Nuestra Señora, el Paraíso de Dios. En la Humanidad Santísima de Nuestro Señor Jesucristo, cuando aparezca, verán lo indescriptible.
Los justos comenzarán, uno por uno, a impugnar a todos los que pecaron contra ellos. Entonces veremos, por ejemplo, a Santa Juana de Arco resucitada, acusar al obispo Cauchon y a todos los que pertenecieron al tribunal que la condenó; incriminar la indolencia del rey y de sus propios compañeros de armas, que no concibieron proezas insólitas para salvarla.
¡Cómo todo esto es serio, cómo todo esto es grande, cómo todo esto es bello!
Pidamos a Nuestra Señora, medianera universal de todas las gracias, necesaria por voluntad de Dios, que, además de hacernos llegar hasta allá como justos, nos dé la alegría de trabajar efectiva y victoriosamente en el preanuncio de eso, que es el comienzo del Reino de María.
Santa Teresa le decía a Dios: “¡Aunque no hubiera infierno te temiera; aunque no hubiera cielo yo te amara!” Nosotros debemos afirmar la misma cosa con relación al Reino de María: Aunque no hubiera castigo para quien no trabaje por el Reino de María, del mismo modo trabajaría. Aunque no hubiera premio para quien trabaje por el Reino de María, de igual manera yo trabajaría.
Sin embargo, es bueno meditar sobre el castigo y el premio, para que así trabajemos al máximo por el Reino de María en la tierra, para que venga esa era bendita del dominio de Ella, y después el acontecimiento bendito del Juicio Final y la venida de los ángeles como un ejército en orden de batalla.
Espero firmemente que podamos, juntos en el Cielo, quien sabe si junto a Cornelio a Lápide, ver aquellas figuras magníficas y decirle: “Muchas gracias por habernos dado, ya en la tierra, una noción de todo esto.”
(Extraído de conferencia de 14/1/1981)
3) Según el pensamiento del Dr. Plinio, una vez que todo hombre es creado para alabar a Dios, Él concede a cada persona una luz primordial, esto es, una aspiración para contemplar las verdades, virtudes y perfecciones divinas de una manera propia y única, por la cual deberá dar una gloria particular al Creador.