Llevemos nuestros pensamientos a la Noche de Navidad. Que nuestros oídos se embelesen con ese canto, de todos conocido y tantas veces recitado: “Noche de paz, noche de amor, todo duerme en derredor”.
Es imposible meditar sobre la Navidad sin que nos vengan a la mente –y diríamos a los oídos– las palabras armoniosas e iluminadas con que los ángeles, apareciendo súbitamente junto al ángel que les anunciaba el nacimiento del Redentor, alabando a Dios, cantaban la gran noticia diciendo: “Gloria a Dios en lo más alto de los Cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). Anuncio lleno de simplicidad, que hasta un niño puede comprender, que encerraba en sí verdades de las más profundas.
Cuántas veces, durante el año tan convulsionado que hemos vivido, y que en poco termina, hemos oído hablar de paz. Poco hemos escuchado de la “gloria a Dios en lo más alto de los Cielos” en donde no hay disensión alguna. Cada vez vemos menos hombres de “buena voluntad”, dispuestos hacia los otros, llenos de amor para con el prójimo.
Ante eso nos preguntamos: ¿por qué los hombres quieren tanto la paz y no la encuentran?, ¿qué es concretamente la paz?
Unos la considerarán un bienestar, sin enfermedades, sin luchas ni adversidades, nada de riesgos. Aprovechando la vida terrena, este recorrido en este “valle de lágrimas”, para gozar en todo momento. La “gloria de Dios” pues, nada tiene que ver con la paz. Será querer que todos vivan alegres y felices. Son hombres y mujeres con una mentalidad plasmada en que la gloria de Dios es una cosa insignificante, sin importancia alguna. Nada tiene que ver con la paz en la tierra.
Pero, no se puede disociar la gloria de Dios y la paz en la tierra. Si los hombres no dan gloria a Dios, pues, como evidente consecuencia, no habrá paz en el mundo.
Cuando la adoración del dinero, la divinización de las masas, el gusto por los placeres más vanos, el dominio despótico de la fuerza bruta, el sincretismo religioso (es decir, cualquiera puede creer lo que se le antoje), en fin, el paganismo en todos sus aspectos, va invadiendo la faz de la tierra, el resultado es la falta de paz que estamos viviendo. Buscamos la paz, y la paz no habita en medio de nosotros.
La paz es la tranquilidad, pero no una tranquilidad cualquiera. San Agustín nos enseña que “la paz es la tranquilidad del orden”. Es decir: solo donde hay orden es que hay verdadera paz. Cuando se vive en medio del desorden no hay paz; lo que se pueda sentir como paz es la “paz” que se siente en los pantanos, o en los cementerios, en donde existe la muerte y la desintegración de los cadáveres, la transformación, “pues eres polvo y al polvo volverás” (Gén 3, 19).
Ante todo eso, acabamos sintiendo en torno nuestro un abismo entre el ideal y la realidad de lo que vivimos. Se enfrentan la justicia y la injusticia, el bien y el mal, la virtud y el pecado. Hemos llegado a conquistar el mundo entero. La ciencia y la técnica nos rodean, y hasta nos sirven en numerosos aspectos. Máquinas y más máquinas cumplen funciones que sorprenden mismo a aquellos que han sobrepasado el medio siglo de existencia. Pero… no tenemos tranquilidad, no tenemos moralidad, no tenemos honradez, no tenemos… fe. Un viejo psiquiatra comentaba que hasta los enfermos, perdiendo la religiosidad, no tienen paz de alma. El desasosiego corroe los corazones de los contemporáneos.
Esto nos hace pensar en cómo obtener una disposición correcta de todas las cosas de la vida terrena. Nada mejor para eso que llevemos nuestros pensamientos a la noche de Navidad, que nuestros oídos se embelesen con ese canto, de todos conocido y tantas veces recitado: “Noche de paz, noche de amor, todo duerme en derredor”. Es el “Stille Nacht” que nos eleva, cada año, en su manifestación de compasión para con el Niño Dios recién nacido, como que nos dice: es tan pequeño ese Dios infinito, es tan infinito ese Dios pequeño. Movimientos interiores de compasión y de respeto nos inspira esta bella canción navideña cuando la oímos o cantamos.
Volvamos nuestras miradas al Niño Jesús, el Dios hecho hombre, el Príncipe de la Paz, ahora sí, con mayúscula. Decía un gran católico del siglo pasado que “sin Ti, Señor, la paz es una mentira, y al final, todo se convierte en guerra”. Lo veremos en los Nacimientos, durante este tiempo de Navidad, en la augusta pobreza de una gruta, junto a la Virgen, su Santísima Madre, y San José. Lo apreciaremos en la debilidad de un niño, en un pesebre –lugar donde comían los animales–, ¡qué cuna tan tosca y sencilla!
Ahí está quien nos invita a transformar el curso de la historia de los hombres, a salir de atolladero que nos llena de tristeza. Invitándonos al camino de la austeridad, del amor a la cruz, de la justicia ante todo tipo de iniquidades, de desapego a los placeres ilícitos, a la pureza de vida en un mundo lleno de depravaciones.
Si la humanidad caminase en el cumplimiento de la Ley de Dios, de inmediato, esta crisis moral, esta crisis de fe, esta crisis religiosa, dejaría de existir. La responsabilidad está en nosotros mismos. Que se produzca en cada uno de nosotros una “metanoia”, es decir, un cambio de mentalidad. Si no se hace eso, todo lo que se intente será en vano.
Y, cuando nos inclinemos ante el Nacimiento, mirando encantados las imagencitas de la Sagrada Familia, y sintamos cómo Dios quiso ponerse a nuestro alcance, con familiaridad, pidamos por nuestra reforma personal, y por la reforma del prójimo. Ahí sí tendremos por seguro, que la crisis contemporánea tendrá solución.
“En primer lugar –decía Benedicto XVI– la paz debe ser construida en los corazones. Es en ellos donde se desenvuelven sentimientos que pueden alimentarla o, al contrario, amenazarla hasta sofocarla”; agregando sabiamente: “Es en el corazón del hombre el lugar de las intervenciones de Dios” (20-9-2006).
Así rezan, en la Santa Misa, los fieles al aproximarse el momento de la Comunión, a coro: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros”. En la tercera vez afirman: “Danos la paz”.
Que el Niño Jesús, la Virgen y San José derramen sobre todos ustedes sus bendiciones, llenen sus corazones de las santas y puras alegrías de la Navidad recibiendo la paz verdadera, la Paz de Cristo.