Lourdes con los ojos del milagro

Publicado el 05/11/2015

 Nada grande se hace de repente, dice un viejo refrán. Ni siquiera los milagros, porque Dios prepara las almas con solicitud paterna para que reciban las grandes gracias. 

Henry Lassere, agraciado con un milagro en Lourdes, da ejemplo de esa metodología divina al contar el proceso de su cura y conversión.

 


 

Era el año 1862. Henry Lassere, escritor famoso, sufría una grave enfermedad que poco a poco lo estaba dejando ciego. Había consultado a los mejores médicos especializados, y todos decían que su caso no tenía solución. Muy angustiado ante la idea de la ceguera completa, decidió escribir una carta a uno de sus mejores amigos, Charles Freycinet, renombrado ingeniero, al que confió su tragedia.

 

Días después llegó la respuesta de Freycinet con un inesperado consejo, porque era protestante: “Volviendo de Cauterets uno de estos días, pasé por Lourdes. Visité la célebre gruta y supe cosas maravillosas sobre las curaciones producidas por el agua de la fuente. Con mucha insistencia te pido que intentes este medio.

 

Yo, si fuera católico y creyente como lo eres tú, no dudaría un momento en recurrir a este medio. Si es cierto que los enfermos fueron curados repentinamente, tú puedes ser uno de ellos; y si no fuera así, ¿qué pierdes con probar?…”

 

Poco tiempo después, el 2 de octubre de 1862, los dos amigos se reencontraron en París. Freycinet insistió nuevamente con Lassere, queriendo persuadirlo a seguir su consejo. Se puso a su disposición para enviar una carta a Lourdes solicitando el agua milagrosa. Deseaba tanto beneficiar a su amigo, que incluso le recomendó confesarse a fin de estar dignamente preparado para la intervención divina. Ante esta actitud, Lassere se sintió impresionado.

 

Escuchemos cómo relata él mismo uno de los mayores prodigios ocurridos en los comienzos de la gruta de Lourdes:

 

La tarde de ese día [10 de octubre de 1862] dicté algunas cartas a Freycinet, y a las cuatro volví a casa. Cuando subí la escalera, el cartero me entregó una pequeña caja de madera en la que estaba escrito: “Agua natural”. Era agua de Lourdes. Sentí una fortísima impresión.

 

–La cosa va en serio –me dije a mí mismo– Freycinet tiene razón: sin haberme purificado, no puedo pedir a Dios un milagro a mi favor.

 

Lassere salió en busca de confesión, pero fue en vano, porque había una gran cantidad de personas en la fila del confesionario.

 

De la gruta de Lourdes sigue manando el agua milagrosa y gracias abundantes

sobres los peregrinos que confiadamente suplican la intercesión de María

Mi inclinación me llevaba a distraerme –prosigue– pero una voz paternal me llamaba al recogimiento. Vacilé un largo tiempo… Finalmente me fui a casa. Tomé la caja, que contenía también una noticia de las apariciones de Lourdes, y subí a mi cuarto. Me arrodillé al pie de la cama, y a pesar de mi indignidad, pedí a Dios la curación de mi ceguera. Pero temía tocar con mis manos impuras ese cofre, que contenía el agua sagrada y, de otro lado, sentía una gran tentación de abrirlo y pedir la curación, aun antes de la confesión que pretendía hacer a la noche.

 

Esta violenta angustia duró mucho tiempo, terminando en una oración: “Sí, Dios mío, soy un miserable pecador, indigno de tocar un objeto que has bendecido, pero es la aglomeración de mis miserias la que debe mover tu compasión. Dios mío, recurro a ti y a la Virgen María, lleno de fe y sumisión, desde el fondo de mi abismo. Esta noche confesaré mis culpas a tu ministro. Pero mi fe no puede, no quiere esperar. Perdóname Señor, y cúrame. Y tú, Madre de misericordia, ven en socorro de este hijo desdichado”.

 

Después de este apelo a la Bondad Divina, encontré ánimo para abrir la caja. Adentro había una botella de agua cristalina, cuidadosamente empaquetada. Retiré el tapón, puse el agua en una taza y tomé un paño. Estos preparativos, que hacía con minucioso cuidado, eran de una solemnidad que me impresionaba. Yo no estaba solo. Era patente la presencia de Dios y de la Virgen, que había invocado poco antes. Una fe ardiente me abrasaba el alma. Me arrodillé y recé: “Santísima Virgen, ¡apiádate de mí y cura mi ceguera física y moral!”

 

Con el corazón lleno de confianza me froté los ojos, mojándolos con el agua de Lourdes. Esta operación no duró más de treinta segundos. Cuál no fue mi sorpresa: cuando el agua milagrosa tocó mis ojos, inmediatamente me sentí curado. Fue como si me fulminara un rayo; es lo que puedo decir para explicarme. ¡Qué grande es la contradicción de la naturaleza humana! ¡Momentos antes yo creía que se realizaría el milagro y ahora no podía dar crédito a mis ojos, los mismos que certificaban mi curación completa! Tal fue mi vacilación que cometí la falta de Moisés, golpeando dos veces la roca. Seguí orando y mojándome los ojos y la frente, sin atreverme a verificar el prodigio.

 

Pero al cabo de diez minutos eran tantas las energías vitales que empezaba a tener en la vista, que la duda resultaba imposible.

 

–¡Estoy curado!– grité.

 

Corrí a tomar un libro para leer… pero interrumpí el movimiento.

 

–No, el primer libro que voy a poner ante mis ojos no puede ser al azar…

 

Y fui a buscar el folleto relativo a las apariciones de Nuestra Señora de Lourdes, que había venido junto con el agua. Leí 104 páginas seguidas sin detenerme. Veinte minutos antes no podría haber leído tres líneas. Y si me costó parar en la página 104, fue porque eran ya las 17:30, y a esa hora de un 10 de octubre, en París es de noche.

 

Fui a confesarme y comuniqué al P. Ferrand de Missol la gran dádiva que la Santísima Virgen me había concedido. Él me permitió comulgar al día siguiente para dar gracias a Dios y tomar la firme resolución de que un acontecimiento de esta naturaleza debería transformar mi corazón.

(Henry Lassere, Les épisodes miraculeux de Lourdes, Société générale de librairie, 1883) ] Revista Heraldos 43

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