Madre de Dios y Madre nuestra

Publicado el 01/17/2019

En el Hijo y por el Hijo, la Santísima Virgen es Señora de toda la Creación. De ese modo, la devoción a Ella se ha convertido “conditio sine qua non” para que los descarriados hijos de Eva venzan las tribulaciones de este mundo y lleguen seguros al puerto deseado.

 


 

Nuestro Señor Jesucristo, antes de abandonar este mundo, dejó a nuestro alcance un auxilio sobrenatural que sería un manantial inagotable de gracias para todos los hombres: María.

 

De lo alto de la cruz en que se encontraba, miró a Nuestra Señora diciéndole: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26); y, luego, se dirigió a San Juan: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 27). Así entregaba a su propia Madre a todos los que se convertirían en sus hermanos a través del sacramento del Bautismo.

 

Madre del Buen Consejo – Genazzano (Italia)

A partir de aquel momento, la Santísima Virgen se levantó en nuestra existencia como una aurora porque, “en la noche de las mayores pruebas y de las más espesas tinieblas, Ella surge y enseguida empieza a vencer las dificultades a las que nos enfrentábamos”.1

 

Maternidad espiritual promulgada por Cristo

 

La maternidad divina de María es la razón de todos sus privilegios y el fundamento de todo el edificio de las doctrinas mariológicas.

 

Al ser Dios omnipotente, podría haber creado a Nuestro Señor Jesucristo mediante un simple acto de su voluntad, o haberlo hecho surgir de una figura de barro, como Adán, o incluso haberlo moldeado sirviéndose de las nobles materias existentes en el paraíso. Sin embargo, así como a través de una mujer —Eva— el demonio arrastró a los hombres a la ruina, así también quiso el Padre eterno salvarlos por medio de otra mujer: María.

 

Y una vez que el Hijo se encarnó para salvarnos, Nuestra Señora pudo ser llamada, sin titubeos, Madre del Redentor. En efecto, debido al “fiat” pronunciado por Ella, Dios asumió nuestra naturaleza, y a través de Ella el género humano dio su placet para la Redención. “Mediante la Anunciación se esperaba con ansia el consentimiento de la Virgen en nombre de toda la naturaleza humana”,2 enseña el Doctor Angélico.

 

María es, por tanto, nuestra Madre porque así lo estableció Jesús, pero también porque, sin el auxilio y la aceptación de Ella, jamás habríamos nacido para el Cielo y para la vida de la gracia. Conforme afirma el P. Gabriel Roschini, OSM,3 Nuestra Señora nos concibió en cuanto hijos en Nazaret, y nos dio a luz en el Calvario.

 

Y el mismo célebre mariólogo agrega: “Todos los hombres, miembros místicos de Cristo, fueron junto con Él, nuestra cabeza, místicamente concebidos por María y de Ella nacieron. Este es el fundamento supremo de la maternidad espiritual de María, promulgada por Cristo”.4

 

Lucero de fe que sustentó a la Iglesia

 

¿Cuál es la importancia de María en la vida de la Iglesia, precioso e inequívoco fruto de la sangre de Cristo? Ella tiene un papel preponderante e insustituible que comenzó a manifestarse tras la muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

 

En los tres días que precedieron a la Resurrección, nada les faltó a los Apóstoles para creer que ésta habría de suceder: el propio Jesús la había previsto, Santa María Magdalena les anunció que el cuerpo del divino Maestro ya no estaba en el sepulcro y los discípulos de Emaús les contaron su encuentro con Él, a quien reconocieron al partir el pan.

 

A pesar de ello, San Juan narra en su Evangelio que el domingo de la Resurrección los Apóstoles se hallaban reunidos en una casa con las puertas cerradas “por miedo a los judíos” (Jn 20, 19). ¿Por qué estaban asustados si ellos mismos fueron testigos de numerosos milagros obrados por el Señor? Ya en el despuntar de la Iglesia Católica los más importantes seguidores de Cristo dudaron… Les faltaba la virtud de la fe.

 

En ese momento, Nuestra Señora ejerció en la Iglesia naciente un papel decisivo para la perpetuación de la obra fundada por su divino Hijo, pues en Ella nunca disminuyó la fulgurante llama de la fe. Ella sustentó a la Iglesia, en aquellos días en que las tinieblas parecían cubrir el corazón de los miembros del Colegio Apostólico. A ellos les daba la impresión de que todo estaba acabado, pero la mirada confiada de María los fortalecía.

 

Incluso después de Pentecostés, todos acudían a

Ella cuando se hacía necesario tomar alguna decisión

Pentecostés – Catedral de Valencia (España)

Incluso después de Pentecostés, todos acudían a Ella cuando se hacía necesario tomar alguna decisión. Y cuando la noche de las más terribles persecuciones empezó a afligir a la Iglesia, la Virgen fue la estrella que alentó a las almas para que no zozobraran.

 

Hacia Ella debe dirigirse nuestra mirada

 

“¡Oh altura incomprensible! ¡Oh anchura inefable! ¡Oh grandeza inconmensurable! ¡Oh abismo insondable!”. 5 Es lo que exclama quien piensa en María Santísima.

 

No ha habido en toda la Historia un santo que no la haya alabado; no hay ángel en el Cielo que no la haya proclamado bienaventurada; no existe rincón en este mundo donde no le sea rendido culto; aun así, afirman San Bernardo, San Luis Grignion de Montfort y con ellos toda la Iglesia: “De Maria nunquam satis”. Por mucho que esté presente en nuestras vidas y oraciones, jamás nos saciaremos de Ella.

 

En el Hijo y por el Hijo, la Santísima Virgen es Señora de toda la Creación. De ese modo, el culto a María se ha convertido en la llave de nuestra salvación, conditio sine qua non para que los descarriados hijos de Eva venzan las tribulaciones de este mundo y lleguen seguros al puerto deseado.

 

Seamos, pues, hijos amorosos de Ella y apóstoles inflamados de celo por la propagación de la devoción mariana, sabiendo a ejemplo de San Bernardo de Claraval, proclamarles a los hombres: “Tú, quienquiera que seas y te sientas arrastrado por la corriente de este mundo, náufrago de la galerna y la tormenta, sin estribo en tierra firme, no apartes tu vista del resplandor de esta estrella si no quieres sumergirte bajo las aguas […], invoca a María”.6

 

Hacia Ella, que posee el cetro de Dios en sus manos y gobierna la Historia, debe dirigirse nuestra mirada de súplica. Ella es la Reina de todos los corazones, hasta de los más empedernidos; Ella es la Madre de bondad, que abate nuestras miserias y les da apariencia de belleza ante Dios; Ella es la luz de la Iglesia, “hermosa como la luna, refulgente como el sol, imponente como un batallón” (Cant 6, 10), contra la cual las tinieblas jamás prevalecerán.

 

1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia, 8/9/1963, apud CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Pequeno Ofício da Imaculada Conceição comentado. 2.ª ed. São Paulo: ACNSF, 2010, v. I, p. 349.

2 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 30, a. 1.

3 Cf. ROSCHINI, OSM, Gabriel. Instruções Marianas. São Paulo: Paulinas, 1960, p. 79.

4 Ídem, p. 74.

5 Ídem, p. 20.

6 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. En alabanza de la Virgen Madre. Homilía II, n.º 17. In: Obras Completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1994, v. II, pp. 637; 639.

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