Madre de Dios y Madre nuestra

Publicado el 01/25/2019

Dios, estableciendo la unión hipostática con la naturaleza humana, dignificó toda la Creación. Quiso que esa unión se diese en el seno virginal de María Santísima, Aquella que supera a todas las simples creaturas.

 


 

La importancia de la Maternidad Divina de Nuestra Señora para la piedad católica está en que todas las gracias extraordinarias recibidas por la Virgen María – que hicieron de Ella una creatura única en todo el universo y en la economía de la salvación – tienen como título y punto de partida el hecho de María ser Madre de Nuestro Señor Jesucristo.

 

El espíritu contrarrevolucionario ama el matiz

La Virgen María con su Divino Hijo. Museo Hermitage,

San Petersburgo, Rusia

 

Podemos ver como en la obra de Dios se estableció una especie de jerarquía, y como todas las cosas de la Providencia son matizadas.

 

El espíritu revolucionario está a favor de las simplificaciones. El espíritu contrarrevolucionario, por el contrario, ama el matiz. Y cuando ve algo antitético, difícil de entender, ama aquello porque sabe que en aquella aparente antítesis hay, en el fondo, una verdad muy bonita que terminará comprendiendo.

 

Desde pequeño, yo tenía sorpresas cuando veía en la Iglesia ciertas cosas que me dejaban confundido. Pero después profundizaba la observación y notaba que, cuanto más extraño era lo que veía, más bonita era la explicación de aquello.

 

Me habitué, entonces, a la idea de que toda objeción que se intente hacer a la Iglesia es como los pequeños huecos que se encuentran en la arena de la playa, de los cuales salen unas burbujas. Se cava en uno de ellos y aparece un caracol. Así también en la Iglesia. Si se sabe esperar y profundizar, todo cuanto parece extraño o antitético y contradictorio, que no se entiende bien, en cierto momento Nuestra Señora nos hace comprender aquello y encontramos una “perla”, una verdadera maravilla. Esto es propio de la Iglesia: en una cosa erizada de contradicciones, se encuentra siempre algo de una armonía profunda que esconde una verdad.

 

Para un espíritu cartesiano, ¿Qué afirmación puede parecer más absurda que la de “Madre de Dios”? Una persona que nunca tuvo clases de Doctrina Católica se confundiría sabiendo que la Iglesia Católica enseña que Dios es eterno, puro espíritu y, al mismo tiempo, que tiene Madre. Madre material, carnal, de un ente espiritual; Madre temporal de un ente eterno. Se ve ahí una serie de contradicciones. Tratándose de la Iglesia, en todo cuanto se juzga absurdo no hay absurdo. Existe una armonía profunda y superior prendida a un principio extraordinario. La cuestión está en esperar para comprender

 

Esencia de la devoción mariana

 

Dios infinito, eterno, perfecto, crea los Ángeles y, por debajo de ellos, los hombres. Pero la encarnación, la unión hipostática, no es establecida con Ángeles, sino con la naturaleza humana. También parece una contradicción, pues la dignidad superior de los Ángeles pediría que la unión hipostática fuese hecha con el coro angélico más alto.

 

Ahora, Dios, estableciendo la unión hipostática con la naturaleza humana – por lo tanto en un grado menos elevado que el angélico –, opera una maravilla mayor de que si hiciese esa unión con un Ángel, pues apenas dignificaría las creaturas espirituales. Sin embargo, realizándola con la naturaleza humana Él dignifica los Ángeles porque el hombre, en cuanto alma y cuerpo, participa de la dignidad espiritual de los Ángeles; y ennoblece aún todo el reino material, pues el hombre es hecho también de materia. Así, todo el cosmos se dignifica mucho más con la aparente incongruencia de la unión hipostática hecha con la naturaleza humana, de que si ella fuese realizada con una naturaleza angélica.

 

Se establece, de ese modo, una jerarquía admirable: por encima de todo, Dios infinito, incomparable a cualquier criatura; después, la humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, en quien la condición de criatura es aceptada en unión hipostática con la naturaleza divina: Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Después de Nuestro Señor Jesucristo naturalmente hay un abismo.

 

Ángel tocando trompeta.

Sevilla, España

Sin embargo ese abismo es llenado por Aquella que supera todo cuanto puede existir en la mera Creación: María Santísima, Madre del Verbo encarnado.

 

El espejo más perfecto de Dios, que pueda existir en una mera criatura, es la Santísima Virgen. Es la Reina de los Ángeles y de los hombres, la Reina del Cielo y de la Tierra, revestida de todas las otras cualidades y gracias, de todos los otros títulos que Ella posee, incluso el de la mediación universal; todo eso por el hecho de ser Madre de Dios. La Maternidad de Nuestra Señora, de algún modo es la propia raíz, la propia esencia de la devoción mariana.

 

Espíritu simplificador revolucionario

 

Hace unos veinte años, yo quise fundar una Congregación Mariana en un barrio de San Pablo, y una de las personas invitadas por mí para hacer parte de ella dijo: “La congregación se llamará Nuestra Señora, Madre de Dios.”

 

Me pareció irreprensible y le pregunté: “Pero, ¿por qué escogió ese título poco usual?”

 

Respuesta: “Porque, al final, en Nuestra Señora sólo importa el hecho de ser Madre de Dios. Todos los otros títulos dados a Ella no valen nada.”

 

Evidentemente en esa concepción había un desequilibrio. Sería lo mismo que decir: en el árbol sólo se debe considerar la raíz y el tronco; los gajos, las flores, los frutos no importan.

 

Nacimiento de María Santísima. Museo de

la Catedral, San Petersburgo, Rusia

En eso entraba la influencia del espíritu simplificador protestante, revolucionario que, bajo el pretexto de ir a las raíces, rechaza los gajos, afirmando que, una vez aceptada la doctrina, se busca despojarla de toda esa complejidad y variedad de títulos de invocación, para quedar sólo en el tronco.

 

El espíritu católico es lo opuesto de esa mentalidad. Él busca venerar inmensamente ese título de Nuestra Señora, respetándolo como merece ser respetado, pero por eso mismo deseoso de sacar de él todas sus consecuencias. Así, considera con veneración las mil invocaciones ya existentes y para las nuevas que se crearán hasta el fin del mundo, a fin de rendir culto a la Santísima Virgen bajo mil aspectos, siempre derivados de la Maternidad Divina.

 

Aún sobre esa invocación podemos considerar un punto muy importante. Nuestra Señora como Madre de los hombres y, por lo tanto, nuestra Madre. La gracia más preciosa que podemos recibir, en materia de devoción a María Santísima, es que Ella condescienda en establecer, por lazos inefables, con cada uno de nosotros una relación verdaeramente maternal. Eso se puede dar de mil maneras diferentes. Pero generalmente Nuestra Señora se revela verdaderamente nuestra Madre cuando nos saca de algún apuro de modo especial, que nos queda grabado indeleblemente, o cuando Ella nos perdona alguna falta particularmente imperdonable, por una de esas bondades que sólo las madres pueden tener. Jesucristo curaba la lepra de manera a no quedar nada de la enfermedad. Realmente, en aquella falta nada merecía ser perdonado, nada tenía allí atenuante, todo pedía solamente la cólera de Dios; sin embargo Ella como Madre, con su soberano poder, indulgente como sólo las madres consiguen ser, con una sonrisa borra todo, elimina el pasado que queda quemado y completamente olvidado.

 

Una sonrisa más, un perdón más

 

A veces Nuestra Señora concede esas gracias de un modo tal que, en la vida entera, el alma queda marcada con fuego. Es fuego del Cielo, no de la Tierra y menos aún del Infierno: la convicción de que podemos recurrir a Ella en circunstancias mil veces más indefendibles, y siempre Ella nos perdonará de nuevo, porque abrió para nosotros una puerta de misericordia que nadie cerrará.

 

Inmaculado Corazón de María. Basílica Nuestra Señora

del Rosario de Fátima. San Pablo, Brasil

Es propiamente de lo que vive nuestra familia de almas. Un crédito de misericordia abierto por Nuestra Señora, pero de misericordia como probablemente hubo pocas veces. Sin merecer alguna cosa, Ella aún tiene para nosotros una sonrisa más, un perdón más. “Porque ellos eran débiles, Yo les abrí una puerta que nadie podrá cerrar”, dice el Apocalipsis (cf. Ap 3, 8). Podemos ver aplicadas muy legítimamente esas palabras al Inmaculado Corazón de María y al Corazón Materno de María hacia nosotros.

 

De manera que, propiamente, cuando se habla de la gracia especial de nuestra familia de almas, no se debería entender como gracia merecida por nosotros; pero – sí en cuan-to una gracia dada por Nuestra Señora e inmerecida – yo no conozco verdad más palpable, pero digna de nuestro amor y de nuestra gratitud.

 

Para dar una imagen creada, muy sencilla, que me viene ahora al espíritu, nosotros estamos para María Santísima como Brasil con relación a los Estados Unidos: pagamos un préstamo, contraemos nuevos préstamos en que están incluidos los intereses del préstamo anterior; estamos completamente atascados. Sólo que Ella nos trata como Estados Unidos está muy lejos de tratarnos. Si Nuestra Señora nos da la gracia, al cabo de este día o de esta semana, de tener en lo íntimo del alma un sentimiento de confianza – no porque tengamos razón para estar contentos con nosotros, sino porque sabemos cómo Ella es buena –, tengo la impresión de que el día y la semana fueron enteramente pagos.

 

Existe un antiguo refrán que dice: “Más vale caer en gracia que ser gracioso.” Cuando un potentado, un rey, por ejemplo, encuentra gracia en alguien, eso es mejor que el hecho de alguien tener gracia. Si el potentado encontró gracia, todas las cosas pasan como si fuesen graciosas. Sin embargo, ¿sirve tener gracia cuándo el potentado no encuentra gracia? Eso pasa con nosotros en relación a Nuestra Reina, María Santísima: no tenemos gracia, pero caemos en gracia, lo que debe ser para nosotros motivo de alegría y satisfacción.

 

(Extraído de conferencia de 11/10/1965)

 

Fuente: Revista “Dr. Plinio”, Año II, No. 9, Enero 2019. Pags. 14-17.

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