Ahora, desde el Cielo, María continúa cumpliendo su maternal función de cooperadora en el nacimiento y en el desarrollo de la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos.
El mes de mayo siempre ha sido considerado desde nuestras más antiguas tradiciones católicas como el mes de María. Todos nosotros nos acordamos de las solemnidades que forman parte de este momento del año. El verdadero devoto de María es conducido por Ella hasta Jesús. Por cierto, nos enseña a oír y hacer la voluntad de su Hijo —“Haced todo lo que Él os diga” (Jn 2, 5)— cuando nota la falta de vida y alegría en la caminata de la Alianza del Pueblo de Dios. La mayoría de sus imágenes siempre la representan, de una forma u otra, teniendo como referencia a Cristo, especialmente en sus brazos, como si estuviera anunciándolo al mundo.
Dos prerrogativas unísonas
Cuando reflexionamos sobre la maternidad de María no podemos dejar de evidenciar que: Ella es Madre, entretanto, Virgen, porque ha concebido según la acción amorosa del Espíritu Santo. Madre de Dios y Virgen: son unísonas las dos prerrogativas, proclamadas siempre juntas, porque se integran y se conjugan recíprocamente. María es Madre, pero una madre virgen; María es Virgen, una virgen madre. Si omitiéramos algunos de estos aspectos no se comprendería plenamente el misterio de María, como nos la presenta los Evangelios.
María, ¡una humilde criatura que engendró al Creador del mundo! El mes de mayo nos renueva la conciencia de este misterio, mostrándonos a la Madre del Hijo de Dios como copartícipe en los acontecimientos culminantes de la Historia de la Salvación. La tradición secular de la Iglesia ha considerado siempre el nacimiento de Jesús y la maternidad divina de María como dos aspectos de la Encarnación del Verbo. Recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, citando al Concilio de Éfeso: “En efecto, Aquel que Ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios”.1
Realmente, Nuestra Señora es “la Madre de Dios” y de aquí derivan todos los demás aspectos de su misión; aspectos bastante evidenciados por los miles de títulos con los que las comunidades de los discípulos de Cristo la honran en cualquier parte del mundo. Sobre todo los de “Inmaculada” y de “Asunción”, porque aquella que habría de engendrar al Salvador no podía estar sometida a la corrupción del pecado original. Por eso mismo a Nuestra Señora se le invoca como Madre del Cuerpo Místico, es decir, de la Iglesia. El Catecismo de la Iglesia Católica, inspirándose en la tradición patrística expresada por San Agustín, afirma que Ella “es verdaderamente la Madre de los miembros de Cristo porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella Cabeza”.2 Toda la existencia de María está estrechamente relacionada a la de Jesús.
Misión que continúa en el Cielo
Finalmente, no podemos olvidarnos que María, Madre de Dios, es la Madre de la Iglesia, por lo tanto, de todos nosotros. El Papa Pablo VI afirmó con propiedad: “La primera verdad es esta: María es Madre de la Iglesia no sólo porque es Madre de Jesucristo y su intimísima compañera en ‘la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne’ (LG n. 55), sino también porque ‘brilla ante toda la comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes’ (LG n. 65, también n. 63). Porque, así como toda madre humana no puede limitar su misión a la generación de un nuevo hombre, sino que debe extenderla a las funciones de la alimentación y de la educación de la prole, lo mismo hace la bienaventurada Virgen María. Después de haber participado en el sacrificio redentor de su Hijo, y ello en modo tan íntimo que mereció ser proclamada por Él Madre no sólo del discípulo Juan, sino —permítasenos afirmarlo— del género humano representado de alguna manera por él (cf. LG 58), ahora, desde el Cielo, continúa cumpliendo su maternal función de cooperadora en el nacimiento y en el desarrollo de la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos. Ésta es una muy consoladora verdad, que por libre beneplácito del sapientísimo Dios forma parte integrante del misterio de la humana salvación: por ello ha de mantenerse como de Fe por todos los cristianos”.3
El Documento de Aparecida dice: “Con Ella, providencialmente unida a la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4), llega a cumplimiento la esperanza de los pobres y el deseo de salvación. La Virgen de Nazaret tuvo una misión única en la Historia de la Salvación, concibiendo, educando y acompañado a su hijo hasta su sacrificio definitivo. Desde la Cruz, Jesucristo confió a sus discípulos, representados por Juan, el don de la maternidad de María, que brota directamente de la hora pascual de Cristo: “Y desde aquel momento el discípulo la recibió como suya” (Jn 19, 27). Perseverando junto a los Apóstoles a la espera del Espíritu (cf. Hch 1, 13-14), cooperó con el nacimiento de la Iglesia misionera, imprimiéndole un sello mariano que la identifica hondamente. Como Madre de tantos, fortalece los vínculos fraternos entre todos, alienta a la reconciliación y el perdón, y ayuda a que los discípulos de Jesucristo se experimenten como una familia, la familia de Dios. En María, nos encontramos con Cristo, con el Padre y el Espíritu Santo, como asimismo con los hermanos”.4
1 Catecismo de la Iglesia Católica , n. 495
2 Ídem, n. 963
3 Signum magnum , 13/5/1967, n. 1
4 DA n. 267