MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO
1o Misterio Doloroso
Agonía de Nuestro Señor Jesucristo en el Huerto de los Olivos
El Hombre-Dios sufre por amor a los hombres
Introducción:
Iniciemos la devoción del Primer Sábado, atendiendo al pedido de Nuestra Señora de Fátima, para desagraviar su Inmaculado Corazón. Con nuestra confesión, comunión, recitación del Rosario y meditación de los misterios del Rosario, orezcamos a la Madre Celeste la reparación por las ofensas que se cometen contra su Corazón Inmaculado. Para quien practique esta devoción, María prometió especiales gracias de salvación eterna.
Hoy meditaremos el 1o Misterio Doloroso: La Agonía de Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos.
Composición de lugar:
Imaginemos un gran jardín con muchos arbustos y árboles, de noche, bajo el brillo plateado de una luna llena. En el medio de un claro de este jardín está el Divino Redentor, arrodillado, con sus codos apoyados en una piedra, las manos juntas y mirando al cielo.
Jesús reza al Padre Eterno, suplicando fuerzas para sufrir los tormentos de la Pasión. Su fisonomía demuestra la gran tristeza y angustia que siente en ese momento.
Un poco lejos del lugar donde el Maestro reza, vemos a los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan, acostados, durmiendo un sueño pesado.
Oración preparatoria:
Oh Madre y Reina de Fátima, vamos a meditar sobre el Misterio doloroso de la agonía de vuestro Divino Hijo en el Huerto de los Olivos. Vos, que fuisteis la Corredentora y sufristeis con Él los grandes tormentos de la Pasión, alcanzadnos la gracia de, al meditar este Misterio, “oremos una hora con Jesús en el Getsemaní”, confortándolo en sus dolores, llenos de gratitud por el infinito amor que Lo llevó a abrazar tan crueles padecimientos para salvar a cada uno de nosotros. ¡Así sea!
Del Evangelio de San Marcos
32 Llegan a un huerto, que llaman Getsemaní, y dice a sus discípulos: «Sentaos aquí mientras voy a orar». 33 Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: 34 «Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad». 35 Y, adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de él aquella hora; 36 y decía: «¡Abba!, Padre[*]: tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres». 37 Vuelve y, al encontrarlos dormidos, dice a Pedro: «Simón ¿duermes?, ¿no has podido velar una hora? 38 Velad y orad, para no caer en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil». 39 De nuevo se apartó y oraba repitiendo las mismas palabras. 40 Volvió y los encontró otra vez dormidos, porque sus ojos se les cerraban. Y no sabían qué contestarle. 41 Vuelve por tercera vez y les dice: «Ya podéis dormir y descansar. ¡Basta! Ha llegado la hora; mirad que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. 42 ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca[…]”
I- Temor, angustia y tristeza.
Contemplemos como nuestro amadísimo Salvador, llegando al jardín de Getsemaní, quiso dar comienzo a su dolorosa Pasión, permitiendo que los sentimientos de temor y de angustia viniesen a afligirlo con todas sus consecuencias.
Comienza a tener pavor, se angustia y entristece.
1- Se atemoriza para darnos coraje delante de nuestros dolores.
Al inicio, Jesús comienza a sentir un gran temor de la muerte y de las penas que en breve tendrá que sufrir. Empezó a asustarse.
Pero, ¿Cómo es posible? Pregunta San Alfonso de Ligorio, ¿No fue que Él se ofreció espontáneamente a sufrir esos tormentos? ¿No fue Él que deseó tanto el momento de su Pasión, diciendo poco antes: ¿“Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer”?(Lc 22,15) ¿Y ahora, como es que tiene tanto temor de su muerte que llega a rogar al Padre que lo libre de ella?: ““Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Responde San Beda, el Venerable: pide que se aparte el cáliz para mostrar que es verdaderamente hombre. Nuestro Amado Señor deseaba mucho morir por nosotros, para dejar patente con su muerte el amor que nos tenía. Mas, para que los hombres no pensasen que moría en virtud de su divinidad sin experimentar ningún dolor, hizo esa súplica a su Padre, no para ser atendido, sino para darnos a entender que moría como hombre y moría atormentado con un gran temor de la muerte y de los dolores que lo debían acompañar.
Compenetrémonos pues, que Jesús quiso tomar sobre sí nuestra timidez para concedernos Su coraje en el sufrir los trabajos de esta vida.
Sepamos siempre dar gracias a Él por tanta piedad y amor; sepamos imitarlo cuando se aproxime de nosotros el sufrimiento e imploremos, por las manos de María la fuerza necesaria para no rechazar nuestra cruz.
2- De una sola vez, asaltado por los tormentos de la Pasión
Jesús también comenzó a sentir una gran angustia delante de las penas que le esperaban. Conforme nos afirman los teólogos, en la mente de Cristo pasaron todos los tormentos exteriores que deberían martirizar horriblemente a su cuerpo y a su alma bendita. Se presentaron indistintamente delante de sus ojos todos los dolores que debería sufrir, todos los escarnios que debería recibir de los judíos y de los romanos, todas las injusticias que le harían los jueces en su causa, y especialmente se le aparecieron en su mente la muerte dolorosísima que tendría que soportar, abandonado de todos, de los hombres y de Dios, en un mar de dolores y de desprecios. Y fue justamente esto que le ocasionó un disgusto tan amargo que lo obligó a pedir consuelo a su Padre eterno.
Imaginemos, si es posible, la aflicción que habría causado en Jesús este primer combate en el Getsemaní. Como dice San Alfonso, durante el transcurso de la Pasión, los flagelos, las espinas, los clavos, vinieron uno después de otro para atormentar a Jesús; en el huerto, sin embargo, los sufrimientos de toda la Pasión lo asaltaron todos juntos y lo afligieron al mismo tiempo.
Nuestro Señor Jesucristo todo lo acepó por amor y por el bien de los hombres. Por mí, por mi salvación.
Meditemos cuanto nos debemos compadecer por los sufrimientos de Cristo, cuánto debemos ser reconocidos a este amor infinito por los hombres y cuanto debemos corresponderle.
3-Triste hasta la muerte, por causa de nuestros pecados
“Mi alma está triste hasta la muerte” dice Jesús en el Huerto. San Alfonso nos explica la razón de esta tristeza mortal:
“No fueron tanto los sufrimientos de la Pasión, cuanto los pecados de los hombres, -entre ellos los míos—que causaron ese gran temor de la muerte. En la historia se lee que muchos penitentes, iluminados por la luz divina sobre la malicia de sus pecados, llegaron a morir de puro dolor. ¡Qué tormento, por lo tanto, debería soportar el corazón de Jesús a la vista de todos los pecados del mundo y de todos los otros crímenes cometidos por los hombres después de su muerte, donde cada uno venía con su propia malicia, semejante a una fiera cruel, para herir su corazón!
“Nuestro Señor agonizando en el huerto, viendo esto dice: ¿Esta es, oh hombres, la recompensa que me dais por mi inmenso amor? ¡Oh!, si Yo viese que agradecidos a mi afecto, dejaríais de pecar y comenzarías a amarme, con que alegría ahora iría a morir por vos. Pero ver, después de tantos sufrimientos míos, tantos pecados; después de tan grande amor mío, tantas ingratitudes; es justamente esto lo que más me aflige, me entristece hasta la muerte y me hace sudar sangre. “Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre”(Lc 22,44.
Consideremos por lo tanto, como nuestras faltas e infidelidades causaron en nuestro Redentor esa tristeza mortal. Nosotros Lo atormentamos con nuestros pecados y de éstos, debemos arrepentirnos profundamente. Que María Santísima nos ayude a llorar por el dolor que causamos a Jesús en el Huerto de los Olivos, y nos auxilie a reparar, sin ahorrar esfuerzos, y así santificarnos.
II – La Oración de Jesucristo por nosotros
“Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo” Según San Alfonso de Ligorio, viéndose Jesús sobrecargado con la incumbencia de satisfacer a Dios por los pecados del mundo entero, se postró con el rostro en tierra para suplicar por los hombres, como si se avergonzase de levantar los ojos para el cielo al verse bajo el peso de tantas iniquidades.
“¡Ah mi redentor, -exclama San Alfonso- os veo tan afligido y pálido por vuestros sufrimientos y rezáis en una agonía mortal! Decidme, ¿Por quien rezáis? No fue tanto por Vos que suplicasteis, mas sobre todo por mí, ofreciendo al Eterno Padre vuestras poderosas súplicas unidas a vuestras penas, para obtener el perdón de mis culpas”.
“¡Ah, mi Redentor, como pudiste amar tanto a quien tanto Os ofendió? ¿Cómo pudiste aceptar tantos sufrimientos por mí, conociendo la ingratitud con que te habría de tratar? ¡Oh mi Señor afligido, haced que participe del dolor que allí sentiste por mis pecados!
Yo los detesto en el presente y uno mi arrepentimiento al pesar que sentiste en el Huerto. ¡Ah Salvador mío, no mires para mis pecados, pues no me bastaría el infierno; mirad para los sufrimientos que soportasteis por mí! ¡Oh Amor de Jesús, sois mi amor y mi esperanza! Señor, yo os amo con toda mi alma y quiero amaros siempre. Por los merecimientos de aquella angustia y tristeza que sufristeis en el Huerto, dadme el fervor y el coraje en las luchas por vuestra gloria. Por los merecimientos de vuestra agonía, dadme fuerza para resistir a todas las tentaciones de la carne y del infierno. Dadme la gracia de recomendarme siempre a Vos y de repetir siempre contigo: “No lo que yo quiero, mas si lo que Dios quiere. No se haga la mía, mas siempre vuestra divina voluntad”.
III- Plena confianza en el Amor infinito de Jesús
Jesús tuvo un deseo tan grande de padecer por nosotros que no solamente siguió espontáneamente para el Huerto de los Olivos, donde sabía que los judío Lo irían a apresar, sino también dijo a sus discípulos, sabiendo que Judas ya estaba en camino con la escolta de los soldados: “¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega”. Él mismo quiso ir al encuentro del traidor, como si viniese para conducirlo no al suplicio de la muerte sino a la coronación de un gran reino.
“¡Oh mi dulce Salvador -exclamamos con San Alfonso – fuisteis al encuentro de la muerte con ardiente deseo de morir, por el excesivo deseo que teníais de ser amado por mí! Con el rostro pálido pero con todo el corazón abrazado de amor, vas al encuentro de ellos y les extiende la mano para ser atado. Y les preguntas: “¿A quién buscáis?
A mi también, Vos me preguntáis: ¿A quién buscáis? Y a quien podría buscar sino a Vos, que bajaste del Cielo para buscarme y no para verme perdido?
Oh cuerdas bienaventuradas que ataron las manos del Hombre-Dios. Atadme también a mí a Él, de modo que nunca más me separe de su amor, ni vuelva a ofenderlo”.
Oh, mi amado Redentor, no me animaría a pediros perdón de tantas injurias que os hice, si vuestras penas y vuestros merecimientos no me diesen una entera confianza en vuestro amor infinito por mi. Esta confianza es la que me hace decir al Padre Eterno, por las manos de María Santísima: “Señor, no mires para mis pecados mas para este Hijo vuestro que tiembla y agoniza, a fin de obtener para mi vuestro perdón. Ved-Lo y ten piedad de mí!”.
Súplica final:
Oh María, Virgen de Fátima, al término de esta meditación que realizamos en desagravio a las ofensas cometidas contra vuestro Inmaculado Corazón, os pedimos que intercedáis por nosotros junto a Jesús, y obtengáis de Él la gracia de arrepentirnos siempre de nuestros pecados que tanto lo afligieron en el Huerto de los Olivos.
Inculcad en nuestros corazones una inquebrantable confianza en la infinita misericordia de vuestro Divino Hijo, que vino al mundo para rescatarnos y no para perdernos. Así sea.
Dios te Salve, Reina y Madre..
Referencia bibliográfica:
Basado en: SANTO AFONSO DE LIGÓRIO, Meditações, volume I, Editora Herder e Cia., Friburgo, Alemanha, 1922; A Paixão de Nosso Senhor Jesus Cristo, Editora Vozes, 1950.