MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO – 1o Misterio Gozoso

Publicado el 11/03/2017

MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO

1o Misterio Gozoso

La Anunciación y Encarnación del Verbo

El inicio de nuestra Redención

 


 

Introducción:

Con nuestros corazones ya predispuestos a celebrar bien el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, hagamos nuestra devoción del Primer Sábado contemplando el 1o Misterio Gozoso: La Anunciación del Ángel a la Santísima Virgen y la Encarnación del Verbo. Al recibir la noticia que sería la Madre de Dios, la Santísima Virgen dio su ‘SÍ’ salvador y en el mismo instante, por fuerza del Espíritu Santo, el Verbo Eterno se hizo carne en su seno Inmaculado. Comenzaba allí, la obra de nuestra misericordiosa Redención.

 

Composición de lugar:

Imaginemos el interior de la humilde casa de Nazaret, donde María Santísima se encuentra en profunda oración. De repente, todo el recinto se ilumina y vemos a María dialogando con el Mensajero de Dios que Le anuncia la Encarnación del Verbo.

 

Oración preparatoria:

Oh Madre y Reina de Fátima, alcanzadnos de vuestro Divino Hijo las gracias necesarias para meditar bien el jubiloso Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en vuestro seno inmaculado. Que podamos preparar así nuestros corazones para celebrar una vez más, alegres y santamente, el Nacimiento de Jesús entre nosotros. Así sea.

 

Evangelio de San Lucas 1, 31-33, 38

“31 Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. 32 Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; 33 reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin»… 38 María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”

 

I- EL PADRE ETERNO DECRETA NUESTRA REDENCIÓN

Al contemplar el Misterio de la Encarnación, San Bernardo de Claraval imagina una disputa entre la justicia y la misericordia. “Si Adán pecador no fuere castigado”, “estoy perdida”, dice la justicia. “Estoy perdida” retruca la misericordia, “si el hombre decaído no fuese perdonado”. En vista de tal contienda, Dios interviene y decide que para salvar al hombre, –reo de muerte–, tiene que morir un inocente.

 

1- El Unigénito de Dios acepta padecer por nosotros.

En la tierra, sin embargo, no se encontraba a ningún inocente. Entonces, el Padre Eterno se pregunta: “Ya que entre los hombres no existe quien pueda satisfacer mi justicia, ¿Quién podrá rescatarlos? Los Serafines, los querubines y todos los ángeles quedan en silencio, nadie responde. Solamente el Verbo responde.

 

– “Padre mío, Yo satisfaré vuestra justicia. ¡Enviadme!

 

A pesar de tantos beneficios prestados a los hombres, no conseguimos ganar su amor, porque hasta hoy no conocieron todo el amor que les tenemos. Si queremos que nos amen irresistiblemente, esta es una oportunidad que no podemos desperdiciar. Permitid que, para redimir al hombre pecador, Yo, vuestro Hijo, descienda sobre la tierra y tome la naturaleza humana. Permitid que, pagando con mi muerte las penas debidas al hombre, satisfaga plenamente vuestra justicia divina y el hombre quede bien convencido de nuestro amor. Me sujeto a todos los dolores y penas que tendré que sufrir, con tanto que el hombre sea salvado”.

 

Convencido por el argumento del Verbo, Dios Padre acepta la propuesta y así fue decretado que el divino Hijo se hiciese hombre y redentor de los hombres. ¡Oh amor infinito de Dios por nosotros!, exclama Santo Alfonso María de Ligorio, ¿Cómo habremos correspondido a tan desmedido beneficio?

 

II- EL VERBO SE HACE CARNE Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS

Dios, sin embargo, antes de enviar a la tierra a su Hijo para redimirnos, deja pasar cuatro mil años desde la caída de Adán. En ese largo período, desoladoras tinieblas morales cubrían el mundo. El Dios verdadero no era conocido ni adorado, a no ser en una pequeña región del planeta. Por toda parte reinaba la idolatría.

 

Esa demora no fue casual, enseña Santo Alfonso, mas intencionada por la sabiduría divina: demora en enviar el Redentor para que su venida sea más aceptable por el hombre; para que se conozca más la malicia del pecado, la decadencia humana y la necesidad de la salvación.

 

Si Cristo hubiese venido enseguida después del pecado del primer padre, no se habría podido apreciar la grandeza del beneficio que Él nos trajo.

 

1- En la plenitud de los tiempos, la Anunciación

He aquí que llegó la “plenitud de los tiempos”, afirma San Pablo, refiriéndose a la gracia que el Hijo de Dios, por medio de la Redención, vino a traer al mundo. He aquí que el Señor envía su embajador a la casa de María Santísima, en Nazaret, para anunciarle que el Verbo Eterno deseaba encarnase en su seno purísimo. El ángel la saluda, la llama llena de gracia y bendita entre las mujeres. La Virgen por causa de su profunda humildad, se perturba con esas alabanzas. El ángel, sin embargo, la tranquiliza, la anima y le dice que Ella encontró gracia delante de Dios. O sea, encontró la gracia que restablece la paz entre el Creador y la criatura humana y repara los destrozos provocados por el pecado. El ángel le anuncia que su hijo será Hijo de Dios, se llamará Jesús y deberá rescatar el mundo y de esa forma reinar sobre los corazones de los hombres.

 

2 – El “Sí” de María dio inicio a nuestra Redención

Por instantes la salvación del género humano quedó suspendida en los labios de María. El grandioso plano de la Encarnación y de la Redención estuvo en la dependencia del “sí” de la Virgen de Nazaret, porque si –por una hipótesis absurda– Ella no hubiese aceptado, el Verbo no se habría hecho hombre.

 

Mil gracias sean dadas pues, a la Santísima Virgen que consintió en ser Madre de tal Hijo: “Hágase en mí según tu palabra”, respondió al Ángel y en el mismo instante el Verbo asumió nuestra carne humana en el vientre inmaculado de María y habitó entre nosotros.

 

Podemos preguntarnos, ¿Cómo hemos manifestado nuestra profunda gratitud a la Madre de Dios por haber aceptado la divina invitación y por ello consentido en la obra de nuestra Redención? Habremos honrado, con una vida devota y virtuosa, la indecible dádiva que con su “sí” nos dio nuestra misericordiosa Corredentora?

 

2- El Padre Eterno y María: paralelo de impresionante grandeza

Consideremos ahora un aspecto particularmente conmovedor de ese “sí” de Nuestra Señora.

 

Así como el Padre Eterno generó el Verbo desde toda la eternidad sin concurso de madre alguna, también María generó el Hijo de Dios sin concurso de padre natural alguno. Hay, pues, entre el Padre Eterno y María Santísima un paralelo de impresionante grandeza: Él generó el Hijo en la eternidad, ¡Ella genera el Hijo en el tiempo! El Padre crió todas las cosas en el Verbo y por el Verbo; por la Encarnación, María va a permitir al Hijo ofrecerse en sacrificio al Padre, para la recuperación de todas las cosas degradadas por el pecado.

 

 

III- INEFABLE DIGNIDAD DE LA MADRE DE DIOS

Sabemos que las oraciones de Nuestra Señora frecuentemente recogida en contemplación en su casa de Nazaret, conmovieron los cielos y agradaron al Altísimo, que Le envía un Ángel para anunciar la Encarnación.

 

La llena de gracia, la bendita entre las mujeres, cautivara al Padre Eterno.

 

1-Elevada encima de todos los ángeles y santos

Para comprender a que altura fue elevada María, bastaría considerar la altura y grandeza de Dios. Bastará decir, afirma San Buenaventura, que Dios hizo la Santísima Virgen Madre de su Hijo, para quedar entendido que no la puede elevar más alto de lo que la elevó. Se Encarnó en María, Dios la sublimó encima de todos los santos y ángeles. En una palabra: es tan grande la dignidad de María que el propio Dios, con toda su omnipotencia, no pudo darle otra mayor. Por ello los evangelistas, que tejieron los mayores comentarios sobre Juan Bautista y Magdalena, fueron escasos en describir las grandezas de María. Habiendo dicho que de esta Virgen nació Jesús, no juzgaron necesario agregar otra cosa porque en este privilegio están incluidos todos los demás. Cualquier título que se le dé, nunca llegará a honrarla tanto cuanto el de ¡Madre de Dios!

 

Hagamos un acto de viva Fe en la maternidad divina de María, alegrémonos con Ella, agradezcamos a Dios por Ella y reafirmemos nuestra creencia en este gran privilegio de la Santísima Virgen.

 

2-Madre de Dios y refugio de los pecadores

Tengamos siempre presente, conforme nos dice San Anselmo, que fue más por los pecadores que por los justos que María fue hecha Madre de Dios, así como Cristo dijo de sí mismo, que no vino para llamar a los justos sino a los pecadores. Por lo tanto, debemos poner toda nuestra confianza en María que tiene especial predilección en socorrer a las almas desvalidas y reconducirlos a la amistad con Dios y al camino de la salvación.

 

¿Hemos sido de esos devotos que depositan en María la certeza que el auxilio jamás nos faltará, sobretodo cuando nuestras faltas e imperfecciones nos angustian y necesitamos del consuelo y de la fuerza de su maternal misericordia?

 

Nunca dejemos de recurrir al amparo de esta Madre que el propio Dios la escogió para sí y también para nosotros.

 

CONCLUSIÓN

Al final de esta meditación, grabemos firmemente en nuestros corazones cuánto somos deudores del infinito amor de Dios por nosotros, a punto de habernos enviado su propio Hijo, el Verbo Eterno, para tomar nuestra naturaleza humana y redimirnos de la caída de Adán. Como somos igualmente deudores de la humildad y grandeza de María que aceptó la divina invitación para ser la Madre del Redentor, consintiendo así en la realización del plan de Dios para nuestra salvación.

 

Elevemos nuestra eterna gratitud a la Madre y al Hijo y hagamos el firme propósito de exaltarla con una vida de virtud y piedad. Pidamos a Nuestra Señora, de modo especial, que prepare nuestros corazones para celebrar dignamente, una vez más, la venida de su Divino hijo Jesús entre nosotros.

 

Dios te Salve, Reina y Madre…

 

Referencia bibliográfica: Basado en:

– Santo Afonso de Ligório, Meditações para todos os dias e festas do Ano, Friburgo, 1921, vol. I.

– Monsenhor João S. Clá Dias, O Inédito sobre os Evangelhos, Libreria Editrice Vaticana/Instituto Lumen Sapientiae, Città del Vaticano/São Paulo, 2013, vol. VII, pp. 58 e ss.

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