MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO
2o Misterio Glorioso
LA ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO AL CIELO
EL SALVADOR NOS ESPERA EN LA GLORIA ETERNA
Introducción:
En nuestra devoción de la Comunión reparadora de los Primeros Sábados, contemplaremos el 2o Misterio Glorioso: La Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo al Cielo. Así como en la solemnidad de Pascua la Resurrección del Señor fue causa de alegría para nosotros, también su Ascensión al Cielo es un motivo de felicidad pues celebramos el día “en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, encima de todas las categorías de los ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre” (San León Magno).
Composición de lugar:
Imaginemos el monte donde Jesús posó sus pies por la última vez antes de subir al cielo. Al fondo, vemos la ciudad de Jerusalén en los tiempos del Redentor, con sus casas típicas y sus techos de piedra arredondeados. La muralla del templo se destaca. Sobre el monte, Jesús yergue sus brazos y bendice a sus apóstoles y a sus discípulos que están allí contemplando la última escena de la pasada del Maestro por la tierra. En cierto momento, resplandeciente de gloria, Jesús comienza a elevarse en el aire hasta desaparecer de la vista de las personas, ocultado por nubes luminosas.
Oración preparatoria:
Oh Virgen Santísima de Fátima, Madre del Divino Resucitado, alcanzadnos las gracias necesarias para meditar bien este misterio glorioso de nuestra Fe, con profunda alegría y gratitud por saber que la Ascensión de Jesucristo, vuestro Hijo, es nuestra victoria, pues siendo Él nuestra cabeza, donde nos precede, también nosotros habremos de llegar como miembros de su Cuerpo Místico. Amén.
Evangelio de San Marcos (16, 15 e ss)
“15 Y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. 16 El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. 19 Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. 20 Ellos se fueron a predicar por todas partes…”
I- JESÚS PREPARÓ NUESTRO CAMINO PARA EL CIELO
Después de su gloriosa Resurrección, Nuestro Señor permaneció 40 días en este mundo, fortaleciendo a sus discípulos en la Fe y poniendo en sus corazones los fundamentos sobre los cuales la Santa Iglesia habría de erguirse y propagarse por la tierra entera. Al término de ese período, Jesús los reunió en el Monte de los Olivos y bendiciéndoles se despide y se eleva al Cielo, donde está sentado a la derecha del Padre y de donde volverá para juzgar a los vivos y a los muertos.
1- Nos abrió el camino para la gloria eterna
Antes de todo debemos creer que, por su Ascensión, Jesús nos preparó el camino para subir al Cielo de acuerdo con lo que Él mismo dijo: “Iré a prepararos un lugar” y con las palabras del libro de Miqueas: “Subió, delante de ellos, Aquel que abre el camino”. Siendo Nuestro Señor nuestra cabeza, nosotros como sus miembros, debemos ir para donde ella se dirigió. Por eso dice el Evangelio de San Juan: “para que donde estoy yo estéis también vosotros”
2- Jesús nos espera en el Cielo
Esta verdad propuesta por la fiesta de la Ascensión, nos lleva a otra: Cristo nos espera en el Cielo. En otras palabras, la vida terrena no es la realidad definitiva, pues no tenemos aquí una ciudadanía permanente, sino que andamos en la búsqueda de la ciudad futura e inmutable, nuestra Jerusalén Celeste.
Vivimos ya como ciudadanos del cielo, siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medios a las dificultadas y a los sufrimientos inherentes a nuestra condición humana, mas también en medio de la alegría y de la serenidad que nos da el sabernos hijos amados de Dios. Cumple, por lo tanto, vivir en este mundo vueltos para las realidades sobrenaturales, contemplando las verdades eternas para las cuales somos llamados, cultivando la acción de la gracia divina en nuestras almas y el amor al prójimo como fruto del amor a Dios: así nuestra existencia terrena tiende a ser una anticipación de la vida que tendremos en el Cielo.
3- Cristo permanece con nosotros en la Eucaristía
Sin olvidarnos de la gran promesa que Nuestro Señor nos hizo antes de subir para el Padre: “ sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”, realmente Él está entre nosotros, en la Eucaristía, bajo de los velos de las Sagradas Especies.
San León Magno, haciendo eco de las palabras de Nuestro Señor: “no os dejaré huérfanos” (Jn 14,18), dice: “Subiendo al Cielo, Él no abandona de ningún modo a aquellos que adoptó”.
Nos consuela constatar cuánto se ha cumplido esta promesa a lo largo de estos veintiún siglos, día tras día, de las más variadas maneras. No podría ser que su Ascensión constituyese un abandono de aquellos por quien Él se encarnó y murió en el Monte Calvario. Su retorno al Padre sólo puede haberse dado en consecuencia de ese amor inconmensurable de Él a cada uno de nosotros. Así, por la oración y por la Eucaristía podemos tener con Nuestro Señor la misma intimidad que tenían los primeros discípulos, por los ruegos de María Santísima que es nuestro modelo perfecto de unión con el Sagrado Corazón de Jesús, debemos procurar constantemente esa proximidad con el Divino Redentor. Y si todavía no lo he hecho, es el momento de hacer el propósito de enfervorizar mi piedad eucarística y mi adoración al Santísimo Sacramento.
II – EL GRAN BENEFICIO DE LA ASCENSIÓN
Nuestro Señor también nos proporcionó inestimables beneficios al partir para el Cielo, pues nos privó de verlo en su Cuerpo glorioso. Es Santo Tomás de Aquino quine dice que el mayor de estos beneficios es el aumento y el fortalecimiento de nuestra fe, pues se tiene fe sobre lo que no se ve.
Por esto, el propio Señor dice en el Evangelio: “Porque voy para el Padre y no me veréis más, pues son bienaventurados los que no ven y creen”.
Afirma San León Magno que esto es lo que realiza en las almas verdaderamente fieles la luz de la fe: creer sin vacilar en lo que nuestros ojos no ven, tener fijo el deseo en lo que no puede alcanzar nuestra mirada, y agrega: ¿Cómo podría nacer esta piedad en nuestros corazones o cómo podríamos ser justificados por la fe, si nuestra salvación consiste en apenas en lo que nos es dado ver?
Esta fe, aumentada por la Ascensión del Señor y fortalecida con el don del Espíritu Santo, ya no se abate por las cadenas, la prisión, el destierro, el hambre, el fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles perseguidores de los católicos. Hombres y mujeres, niños y frágiles doncellas lucharon en todo el mundo por esta fe, hasta derramar su sangre. Esta fe ahuyenta los demonios, cura las enfermedades, resucita los muertos”.
Aprovechemos esta meditación para examinar como anda nuestra fe: ¿Inamovible, corajosa, contagiante o fría, apagada, insegura y acobardada?
III – APOSTOLADO: MISIÓN QUE CRISTO NOS CONFIÓ
Una fe firme y corajosa es indispensable para corresponder a la misión que Nuestro Señor nos confió a todos nosotros, católicos y discípulos suyos, antes de elevarse al Cielo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”
1 – Como respirar para el cristiano
Afirma un santo autor que el Apostolado es como la respiración del cristiano. No puede un hijo de Dios vivir sin ese palpitar espiritual. El misterio que hoy meditamos nos recuerda que el celo por las almas es un mandamiento amoroso del Señor. Al subir para su gloria, nos envía por el mundo entero como sus testigos. Grande es nuestra responsabilidad, porque ser testigos de Cristo implica, antes de mas nada, procurar comportarse según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús y evoque su figura amabilísima. Tenemos que conducirnos de tal manera que, al vernos, los otros puedan decir: este es cristiano porque no odia, porque está encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama.
Hay muchas almas a nuestro alrededor y no tenemos el derecho de ser obstáculos a su bien eterno. Estamos obligados a ser plenamente cristianos, a ser santos, a no decepcionar a Dios ni a todos aquellos que esperan del cristiano el ejemplo y la doctrina.
Y me pregunto, ¿Me he comportado así?
2 – Ser otro Cristo para el prójimo
Cada uno de nosotros tiene que ser el propio Cristo para su prójimo. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, exige no apenas procurar alcanzar nuestra santidad personal, mas que avancemos por los caminos de la tierra, para convertirlos en atajos que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor.
Claro está que el enfrentamiento con el mundo genera muchas veces, en los seguidores de Nuestro Señor Jesucristo, desilusión, sufrimiento, frustración. Sin embargo, en los momentos de decepción, de desilusión, conviene recordar las palabras de Jesús: “ yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”. Esta certeza, reforzada por la devoción a la Santísima Virgen María – también modelo perfecto de amor al prójimo y de celo por las almas – debe alimentar el coraje con que testificamos aquello en que creemos.
¿Y yo, me preocupo en conocer bien las enseñanzas de Jesús y aplicarlas a la vida de todos los días? ¿Mi vida ha sido coherente con la misión de evangelizar que Nuestro Señor confió también a mí?
CONCLUSIÓN
Terminemos esta meditación sobre el Misterio de la Ascensión del Señor recordando las palabras que el Papa emérito Benecito XVI, dirigió a los católicos por ocasión de esta fiesta:
“Como sucesor de Pedro, os pido que miréis de la tierra para el cielo y fijéis Aquel que [hace más de] 2000 años es seguido por las generaciones que viven y se suceden en este nuestro mundo. Reencontrando en Él el sentido definitivo de la existencia. Fortalecidos por la fe en Dios, comprometeos con fervor en la consolidación de su Reino en la tierra: el Reino del bien, de la justicia, de la solidaridad y de la misericordia. Os pido que testifiquéis con coraje el Evangelio delante del mundo de hoy, llevando la esperanza a los pobres, a los que sufren, a los abandonados, a los desesperados, a todos los que tienen sed de libertad, de verdad y de paz. Haciendo el bien al prójimo y mostrándoos solícitos por el bien común, testificad que Dios es amor”.
ORACIÓN FINAL
Vueltos hacia la Virgen de Fátima, roguemos a Ella, nuestra Madre Santísima, que nos alcance de su Hijo las gracias necesarias para tener una fe fortalecida en el amor a Jesús y en la caridad para con el prójimo. Que María nos haga perfectos discípulos de Jesús y entusiasmados evangelizadores de Él junto a las almas que nos rodean. Con la seguridad de que así seremos merecedores de la gloria eterna en la cual nos espera el Divino Redentor.
Dios te Salve, Reina y Madre…
Referencia bibliográfica:
Mons. João Clá Dias, Revista Arautos do Evangelho, Maio/2007, n. 65.
Papa Bento XVI. Homilia na Festa da Ascensão, Cracóvia, 28 de maio de 2006
Sermões de São Leão Magno (www.acidigital.com)
São Josemaria Escrivá de Balaguer, É Cristo que passa – Homilias.