MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO – Abril 2017
5o Misterio Doloroso – Crucifixión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo
Nuestra gran esperanza
Introducción:
Iniciemos la devoción del Primer Sábado, atendiendo al pedido de Nuestra Señora de Fátima, para desagraviar su Inmaculado Corazón. Con nuestra confesión, comunión, recitación del Rosario y meditación de los misterios del Rosario, ofrezcamos a la Madre Celeste la reparación por las ofensas que se cometen contra su Corazón Inmaculado.
Para quien practique esta devoción, María prometió especiales gracias de salvación eterna.
Hoy meditaremos el 5o Misterio Doloroso: Crucifixión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
A fin de satisfacer a la justicia divina por nosotros, que fuera ofendida por el pecado del hombre, y para inflamarnos con su infinito amor, Jesús quiso sobrecargarse de todas nuestras culpas y muriendo en la Cruz, nos obtiene la gracia y la bienaventuranza eterna.
Composición de lugar:
Imaginemos el Viernes Santo en lo alto del Calvario, acompañando los trágicos acontecimientos de la Pasión. Vemos a Nuestro Señor clavado en la Cruz, agonizando, que después de sufrir durante tres horas en aquella situación, está prestes a exhalar su último suspiro. Vemos personas alrededor de la Cruz: unas unas sufriendo con Jesús, otras demostrando su rechazo por medio de injurias y escarnios. Vemos a Nuestra Señora de pié, con los ojos fijos en el Hijo. De repente, el cielo se obscurece, sopla una fuerte ventisca. Nos damos cuenta que Jesús murió por nosotros.
Oración preparatoria:
Oh Madre y Reina de Fátima, vamos a meditar sobre el Misterio doloroso de Nuestro Señor crucificado y muerto en la Cruz. Tú estabas allí, junto al madero donde tu Divino Hijo se sacrificaba por la humanidad. Alcanzadnos por esta meditación la gracia de beneficiarnos de los méritos infinitos del holocausto del Redentor; ayudadnos a hacer y cumplir firmes propósitos de enmienda de vida, vueltos para la santidad a la que todos somos llamados. Así sea.
Del Evangelio de San Lucas, 23, 33-34, 44-46.
“33 Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. 34 Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte.”
“44 Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, 45 porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. 46 Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»[*]. Y, dicho esto, expiró.”
I- Nuestro Señor clavado en la Cruz
Apenas Jesús llegó al Calvario, consumido de dolores y desfallecido, le dan a beber vino mezclado con hiel, lo que se acostumbraba dar a los condenados a la cruz, para mitigarles un poco el sentimiento de dolor. Jesús, que quería morir sin alivio, apenas probó, pero no bebió (Mt 27,34)
1- Nuestra salvación costó grandes tormentos
La vestidura estaba toda pegada a su cuerpo, completamente llagado y retallado y al ser arrancadas por los soldados, llevaban consigo muchos pedazos de carne. Enseguida, lanzan a Nuestro Señor sobre la cruz; Jesús extiende sus sagradas manos y ofrece al eterno Padre el gran sacrificio de si mismo y suplica que lo acepte por nuestra salvación. Los verdugo toman con furia los clavos y los martillos y traspasando las manos y los pies del Salvador; lo clavan en la Cruz. “¡Oh manos sagradas!, -exclama San Alfonso María de Ligorio- que con tu contacto sanaste tantos enfermos, ¿Por qué te clavan en la cruz? ¡Oh pies sacrosantos!, que tanto te cansaste corriendo detrás de nosotros, ovejas descarriadas, ¿Por qué te prenden con tantos dolores? En el cuerpo humano, apenas se alcanza un nervio, el dolor es tan agudo, que ocasiona desmayos y espasmos mortales. ¿Cuál habrá sido, pues, el tormento de Jesús, al serle traspasados con clavos, las monos y los pies, lugares llenos de huesos y nervios?
Ora, mi salvación y el deseo de conquistar el amor de un gusano miserable que soy yo, ¡Costaron estos tormentos!
2- Demostración de un infinito amor por nosotros
En cierto momento levantan la cruz con un crucificado y la hacen caer con violencia en el pozo cavado en la roca. La cruz es afirmada con piedras y maderas y Jesús, clavada en ella, queda suspendido entro los dos ladrones para ahí, terminar su vida. Jesús en la Cruz, es la demostración de la caridad y del amor infinito que Él tiene por los hombres.
En este momento de nuestra meditación, humildemente nos aproximamos en espíritu de la Cruz donde el Señor está clavado, y sobre cuyo madero chorrea su preciosísima sangre. Besemos el sagrado leño y dejemos que esta sangre divina caiga sobre nosotros, no como señal de maldición mas de bendición, para lavarnos de nuestros pecados. “Esta sangre no Os pide venganza, como pedía la sangre de Abel, más Os pide perdón y misericordia para nosotros. Es lo que vuestro Apóstol me anima a esperar, cuando dice: Vosotros, “os habéis acercado al Mediador de la nueva alianza, Jesús, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel.” (Hb 12,24)
3- Junto a la Cruz, la Madre Dolorosa nos es dada como Madre
Próximo a exhalar su último suspiro, el Redentor nos concede una de sus mayores dádivas: nos entrega en la persona de San Juan, a su propia Madre, como Madre nuestra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». (Jn, 19,26). Es arrebatador como Jesús, en una actitud de grandioso afecto y nobleza, cierra oficialmente su relacionamiento con la Humanidad, en la cual se encarnara para redimirla, dándonos a María como Madre, Señora, abogada y Protectora.
Consideremos esa Madre al pié de la Cruz, traspasada de dolores y con los ojos fijos en el amado e inocente Hijo, contemplando los crudelísimos dolores externos e internos en el medio de los cuales muere. Ella está resignada y en paz, ofreciendo al eterno Padre la muerte del Hijo por nuestra salvación.
Oh María, Madre mía, por los dolores que sufristeis en la muerte de Jesús, ten piedad de mi y recomiéndame a vuestro Hijo. Impetradme, oh Madre, una gran devoción y una recordación continua de la pasión de vuestro Hijo. Y por aquel tormento que sufristeis, viéndolo expirar en la Cruz, obtenedme una santa muerte.
II – La muerte de Jesús nos colma de esperanza
Se acerca, por lo tanto, el fin de la vida del amable Redentor. Contemplemos esos ojos que se obscurecen, esa rostro bello que empalidece, ese corazón que palpita lentamente, ese sagrado cuerpo que se va volviendo presa de la muerte.
1. Todo está consumado
Jesús está por expirar; se vuelve al Padre y clama: “Todo está consumado” (Jn 19,30); todo está consumado, dice al mismo tiempo volviéndose para nosotros como si afirmase: ¡Oh hombres!, acabé de hacer todo lo que podía para salvaros y conquistar vuestro amor; hice lo que me competía, haced ahora lo que os compete: amadme y no desdeñéis amar a un Dios que llegó a morir por vosotros”.
2. Entreguemos nuestra alma en las manos de Dios.
Viendo que su alma estaba próxima a separarse de su cuerpo dilacerado, Jesús todo resignado en la voluntad divina y con confianza de Hijo, dice: “Padre, yo Os encomiendo mi espíritu”, como si dijese: Padre mío, yo no tengo voluntad propia, no quiero ni vivir ni morir, si os place que continúe a padecer en esta cruz, heme aquí, estoy prono; en vuestras manos entrego mi espíritu, haced de mí lo que os plazca.
¡Ah, si así dijésemos también cuando estamos sobre la cruz, y en todo nos dejásemos guiar por el beneplácito del Señor! Es éste, según San Francisco de Sales, el abandono en Dios que constituye toda nuestra perfección. Es esto lo que debemos hacer, principalmente en el momento de la muerte. Pero, para hacerlo bien, es preciso hacerlo continuamente durante toda la vida.
Si, mi Jesús, en vuestras manos entrego mi vida y mi muerte; me abandono enteramente a Vos y desde ya os recomiendo en el fin de mi vida mi alma: acogedla en vuestras santas llagas como vuestro Padre acogió vuestro espíritu cuando moriste en la Cruz.
3. El Creador muere por las criaturas
Pero ved, que Jesús expira. La tierra treme, se abren los sepulcros, se rasga el velo del templo. El pueblo alborozado alrededor de Jesús, por causa de la gran exclamación con que había proferido las últimas palabras, lo contempla con atención, en silencio, lo ve expirar y observando que no hace más movimientos grita: Murió, murió.
¡Oh muerte! Que causaste la admiración del cielo y de la naturaleza. Un Dios morir por sus criaturas. ¡Oh caridad infinita! ¿Un Dios se sacrifica todo, por quién? Por criaturas ingratas, y muere en el mar de dolores y de desprecios para pagar nuestras culpas. Mi adorado Jesús, ¿Cómo podré veros muerte y suspendido de ese leño y no amaros con todas mis fuerzas? Podré pensar que mis culpas os redujeron a ese estado y no llorar siempre con sumo dolor las ofensas cometidas contra Vos? Yo, con mis pecados, os causé sufrimientos durante toda vuestra vida; haced que os agrade en el resto de mi vida, viviendo sólo para Vos.
4 – Esperanza y propósito de vida santa
Que gran esperanza de salvación nos da la muerte de Jesucristo, observa San Alfonso. “¿Quién es quien nos ha de condenar?”, ¿Jesús que murió y también intercede por nosotros? ¿Quién será que nos condenará?, pregunta el Apóstol: ¿Es aquel mismo Redentor que, para no condenarnos a la muerte eterna, se condenó a sí mismo a morir cruelmente en la Cruz?
Todavía, mayor coraje nos inculca el mismo Salvados, diciendo por Isaías: “Mira, te llevo tatuada en mis palmas, tus muros están siempre ante mí.”(Is 49,16) “No pierdas la confianza, oveja mía, ve cuánto me costaste, te tengo escrita en mis manos, en estas llagas que sufrí por ti: ellas siempre me recuerdan que debo ayudarte a defenderte contra tus enemigos: ámame y confía!”
Aprovechemos pues esta meditación para pedir a Dios con ardor, por las manos de María, la gracia de reparar nuestras faltas por nuestras buenas obras y, sobre todo, por el horror al pecado. Este es el momento de, recordando la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, hacer un propósito serio de enmienda de vida, dejando todos los caprichos, todos los desvíos, para transformar nuestra existencia en un acto de reparación a todo lo que Jesús sufrió.
Tengamos un verdadero arrepentimiento de nuestras faltas, todo hecho de espíritu sobrenatural, a punto de pedir de corazón sincero la santidad, que no es tanto el fruto de nuestro esfuerzo y si la gracia de Dios. Debemos implorarla empeñadamente, pues, el Salvador nos la conquistó en este día, en lo alto del Calvario. Que yo me ofrezca entero para abrazar una vida de virtud, de pureza, de humildad, de obediencia, en una palabra, de santidad, y pueda hacer compañía a la Madre de Jesús, al pié de la Cruz.
Súplica final
Oh María, Reina de Fátima, os agradecemos por habernos asistido con vuestras bendiciones durante esta meditación y por habernos iluminado nuestros corazones para conocer cuanto somos amados por nuestro Divino Hijo, que se ofreció por nosotros en lo alto del Calvario, rescatándonos para el Cielo. Haced, ¡Oh Madre!, con que los méritos infinitos alcanzados por la Pasión y Muerto de Jesús recaigan sobre nosotros y nos alcancen gracias para llegarnos a la santidad a la que somos llamados.
Dios te Salve, Reina y Madre..
Referencia bibliográfica:
Basado en:
SANTO AFONSO DE LIGÓRIO, Meditações, volume I, Editora Herder e Cia., Friburgo, Alemanha, 1922; A Paixão de Nosso Senhor Jesus Cristo, Editora Vozes, 1950.
MONS. JOÃO CLÁ DIAS, EP, O inédito sobre os Evangelhos, Vol. VII, pp. 343; 348-349