MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO – Abril 2019

Publicado el 04/05/2019

MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO

5o Misterio Doloroso

LA CRUCIFIXIÓN Y MUERTE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

 


 

LA MUERTE DE JESÚS ES NUESTRA VIDA

Introducción:

La celebración de la Pasión de Nuestro Señor se aproxima, razón por la cual dedicaremos nuestro piadoso ejercicio de este Primer Sábado a contemplar el 5o Misterio Doloroso: La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Atendiendo al pedido de Nuestra Señora en Fátima, meditaremos este Misterio en que revivimos el sacrificio del Hijo de Dios humanado para la redención del mundo y para abrirnos nuevamente las puertas del Cielo, cerradas hasta entonces por el pecado de nuestros primeros padres.

Composición de lugar:

Imaginemos la escena de la Crucifixión en lo alto del Calvario. Las tres cruces se destacan en lo alto de la montaña, bajo un cielo que se va cubriendo por densas y oscuras nubes. En la cruz del medio, la más elevada, está clavado nuestro Redentor, que ofrece al Padre su supremo holocausto. A los pies de la Cruz, la Madre Dolorosa, María Santísima, tiene los ojos puestos en su Divino Hijo, compartiendo aquel sacrificio por la salvación del género humano.

 

Oración preparatoria:

¡Oh, Madre y Señora de Fátima!, por esta meditación, alcanzadme la gracia de unirme íntimamente al sufrimiento redentor de vuestro Divino Hijo, teniendo por Él la misma compasión y la misma comprensión de sus dolores que Vos, oh Madre, tuvisteis en aquellos momentos dolorosos. Que con vuestra ayuda pueda acompañar a mi Salvador en estos pasos de su Pasión y, con mis oraciones y buenos propósitos, consolarlo en sus amarguras. Así sea..

 

Evangelio de San Juan (19,17-18, 25-27)

“17 y, cargando él mismo con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), 18 donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús.” “25 Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. 26 Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». 27 Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.”

 

I- CAUSA DE LA BELLEZA DE NUESTRAS ALMAS

Y he aquí que el Señor, que era el más hermoso de los hombres, aparece en el Calvario deformado en su semblante y en todo su cuerpo, por causa de la cruel flagelación y de los tormentos que sufriera desde su prisión en el Huerto de los Olivos.

 

1- Deformado y aun más bello

La sagrada figura del Redentor en ese estado es tan asustadora, que Él causa horror a quien lo ve en lo alto del Gólgota, pronto para ser inmolado. Sin embargo, afirma San Alfonso, esa deformación lo hace aparecer aun más bello a los ojos de las almas que le aman, ya que las llagas, las pisaduras, las carnes dilaceradas son pruebas y señales del amor que nos tiene. Sí, porque aquellas deformaciones de Jesús crucificado fueron la causa de la belleza de nuestras almas que, hasta entonces deformes, fueron lavadas en su preciosísima sangre, y se volvieron esbeltas y bellas como escribe San Juan: “«Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?». «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero».” (Ap 7,13-14).

Todos los santos, como hijos de Adán (excepto la Santísima Virgen), estuvieron por algún tiempo recubiertos por una vestidura sórdida, pero lavados en la sangre del Cordero se volvieron cándidos y agradables a Dios.

¿Seremos también nosotros del número de estos justos que lavan sus almas en la sangre redentora de Cristo, que se arrepienten y se purifican de sus faltas, para aparecer limpios a los ojos del misericordioso Jesús?

Meditemos en qué estado se encuentra nuestra alma.

 

2- Jesús en la Cruz, espectáculo de amor y de justicia

Jesús en la Cruz fue un espectáculo que llenó de admiración el cielo y la tierra. Fue ese un espectáculo de la justicia del Padre Eterno que, para reparar delante de sí el pecado del hombre, lo castigó en la persona de su amadísimo Hijo unigénito. Fue un espectáculo principalmente de amor ver a un Dios que ofrece y da la vida para redimir de la muerte a los esclavos, sus enemigos. Ese espectáculo fue y será siempre objeto de las más queridas contemplaciones de los santos, por el cual despreciaron y se despojaron de todos los bienes y placeres de la tierra, y abrazaron con alegría las penas y la muerte, para mostrar de algún modo su gratitud a un Dios que murió por su amor.

Confortados con la vista de Jesús despreciado en la cruz, los santos amaron los desprecios más de lo que los mundanos aprecian todas las honras del mundo. Viendo a Jesús morir en la cruz todo cubierto de llagas, vertiendo sangre por todos sus miembros, los santos renunciaron a los placeres sensuales y procuraron lo más posible crucificar su carne para acompañar con sus dolores los dolores del Crucificado. Viendo la paciencia de Jesucristo en querer sufrir tantas penas y oprobios por amor a nosotros, aceptaron en paz y con alegría las injurias, las enfermedades, las persecuciones y los tormentos. Viendo, finalmente, el amor que Jesucristo les demostró sacrificando por nosotros su vida sobre la cruz, sacrificaron a Jesús todo cuanto poseían, anhelando la gloria eterna en el Cielo.

¿Y nosotros, qué ejemplo seguimos en nuestra vida de cristianos: la de los santos o la de los mundanos?

 

II –MARÍA, NUESTRA MADRE, JUNTO A LA CRUZ DEL HIJO

Dice el evangelista que a los pies de la Cruz de Nuestro Señor estaban María, su Madre, y el discípulo por Él amado.

 

1- El fructífero dolor de María

Así como el Hijo sacrificaba la vida, ofrendaba María su dolor por la salvación de los hombres, participando con suma resignación de todas las penas y oprobios que el Hijo sufría al expirar. Según un piadoso autor, desmerecen la constancia de María los que la representan desfallecida a los pies de la cruz. Ella fue la mujer fuerte que no desmaya, que no llora, como escribe San Ambrosio: “Leo que estaba en pie y no leo que estaba llorando”. El dolor que la Santísima Virgen soportó en la pasión de su Hijo, superó todos los dolores que puede padecer un corazón humano. El dolor de María no fue un dolor estéril, como el de las otras madres viendo los sufrimientos de sus hijos; fue, por el contrario, un dolor fructífero: por los merecimientos de ese dolor y por su caridad, así como es Madre natural de nuestra cabeza, Jesucristo, se hizo entonces Madre espiritual de los fieles miembros de Jesús, cooperando con su caridad para nuestro nacimiento y para hacernos hijos de la Iglesia.

 

2- Nuestra Madre y Corredentora

San Bernardo escribe que en el monte Calvario estos dos grandes mártires, Jesús y María, se callaban: el gran dolor que los oprimía les quitaba la facultad de hablar. La Madre contemplaba el Hijo agonizante en la cruz; el Hijo, a la Madre agonizante al pie de la cruz, completamente extenuada por la compasión que sentía por las penas de su Hijo. “Enseguida dijo al discípulo: He ahí a tu Madre”, para que entendiésemos que María Santísima es la Madre de todo buen cristiano, que es amado por Jesucristo y en el cual Jesús vive con su espíritu. Escribe un santo autor que, en la pasión de Jesucristo, María se nutrió de la sangre que corría de las llagas de Jesús, para que Ella después nos alimentase a nosotros, sus hijos. Y acrecienta, que esta divina Madre, con sus oraciones y merecimientos, adquiridos especialmente en la muerte de Jesucristo, se convirtió también en nuestra Corredentora, obteniéndonos la participación en los méritos de la pasión del Redentor.

 

Hagamos, pues, el firme propósito de siempre implorar el amparo de esta Madre indeciblemente solícita y amorosa para con nosotros, que nos engendró espiritualmente en los dolores del Calvario y está siempre dispuesta a socorrernos en nuestras necesidades, sobre todo en los momentos de dolor y de probación.

 

III –LA PASIÓN DE CRISTO NOS LLEVA AL CIELO

Nuestro Redentor, escribe San Juan Evangelista, antes de expirar, inclinó la cabeza: “E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.” (Jn 19, 30). Inclinó la cabeza para significar que aceptaba la muerte, con plena sumisión, de las manos de su Padre, a quien le prestaba humilde obediencia. Y también para demostrar que no moría por necesidad o por violencia de los verdugos, sino porque lo quiso espontáneamente, para salvar al hombre de la muerte eterna a la que estaba condenado.

 

1 –Con su muerte, Jesús venció el pecado

Con su muerte, nuestro Salvador vino a destruir la muerte debida a nosotros por el pecado. Por eso, escribe el Apóstol: “La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado” (1Cor 15,54). El Cordero divino, Jesús, con su muerte, sacó el pecado del mundo y, consecuentemente, nos libró de la muerte eterna a la cual hasta entonces estaba sujeto todo el género humano. Esta fue la victoria de la cruz: Cristo, que es el autor de la vida, con su muerte nos recuperó la vida. Por eso la Iglesia canta: “La vida soportó la muerte, y por la muerte, produjo la vida”.

Si hasta entonces era la muerte un objeto de dolor y de terror, Jesús, muriendo, la transformó en un tránsito del peligro de una ruina eterna a la seguridad de una felicidad eterna, y en el pasaje de las miserias de esta vida a las delicias inmensas del paraíso. Por eso dice San Agustín que los amantes del Crucifijo viven con paciencia y mueren con alegría.

 

2 – El camino para la eternidad feliz

En verdad, muchísimas almas felices, viendo a Jesús crucificado y muerto por amarnos, abandonaron todas sus posesiones, dignidades, patria y parientes, llegando hasta a abrazar los tormentos y la muerte, para entregarse alegres y enteramente a Nuestro Señor.

¿Cómo es posible, entonces, – advierte San Alfonso – que tantos otros cristianos, aun cuando sepan por la fe que Jesucristo murió por todos, en vez de dedicarse a su servicio y amor, se empeñen en ofenderlo y despreciarlo por placeres breves y miserables? ¿De dónde nace tan gran ingratitud? Proviene del olvido de la pasión y muerte de Jesucristo. Mas, ¡oh Dios!, ¿cuál será el remordimiento y la vergüenza en el día del juicio, cuando el Señor les lance en la cara cuanto hizo y padeció por ellos?

No dejemos nosotros – acrecienta San Alfonso – de tener siempre delante de nuestros ojos a Jesús crucificado, que murió entre tantos dolores e ignominias por nuestro amor. Todos los santos recibieron de la pasión de Jesucristo aquellas llamas de caridad que los llevaron despojarse de todos los bienes de este mundo y hasta de sí mismos, para entregarse exclusivamente al amor y servicio de ese divino Salvador, que, enamorado de los hombres, no podía hacer más de lo que hizo para ser amado por ellos. La cruz, es decir, la Pasión de Jesús, es la que obtendrá la victoria sobre todas nuestras pasiones y sobre todas las tentaciones que nos suscitará el infierno para separarnos de Dios. La cruz es el camino, la escalera para subir al Cielo. Bienaventurado quien la abrace durante la vida y no la deje sino por la muerte.

Quien muere abrazado a la cruz, tiene una prenda segura de vida eterna, la cual ya fue prometida a todos los que con ella siguen a Jesús crucificado.

 

CONCLUSIÓN

Concluyamos esta meditación pidiendo a María Santísima, nuestra Madre y Corredentora, que nos alcance la gracia de saber contemplar a Jesús en lo alto de la Cruz y de dedicarle todo nuestro amor por verle pálido y abandonado, sin habla y sin respiración, porque ya no tiene más vida, pues se inmoló para que nuestras almas vivan; sin sangre, porque ya derramó toda para lavar nuestros pecados.

¡Oh Madre!, hacednos comprender que Jesús, con su muerte, quitó el horror a nuestra muerte, transformándola en un dichoso pasaje hacia la felicidad eterna.

Obtenednos por vuestra mediación que, uniendo nuestro sacrificio a los méritos infinitos del sacrificio del Salvador, seamos dignos de gozar de la misma gloria que Él y Vos ya disfrutáis en el Cielo. Así sea.

Dios te salve, Reina y Madre… 

 

Referencia bibliográfica:

Basado en:

San Alfonso de Ligorio, A Paixão de Nosso Senhor Jesus Cristo, piedosas e edificantes meditações sobre os sofrimentos de Jesus, edición en PDF por Fl. Castro, 2002

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